Mostrando las entradas con la etiqueta Sulfuro Candaya. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Sulfuro Candaya. Mostrar todas las entradas

jueves, febrero 09, 2023

Sulfuro en Radio Nacional de España

05/02/2023 LA ESTACIÓN AZUL/RNE/ (Para escuchar el programa haz click en el título)
La escritora argentino-española Fernanda García Lao nos habla de Sulfuro (Ed. Candaya), novela de atmósfera muy lograda e imágenes poderosísimas que descansa por completo en su narradora, una mujer enajenada por la vida doméstica, el matrimonio y la maternidad.

jueves, enero 19, 2023

Fernanda García Lao: el desarraigo de los vivos y los muertos

La argentina es una de esas voces femeninas latinoamericanas tan potentes que están extrayendo petróleo, con una inquietud literaria y renovadora, de las viejas narraciones de terror. SUPLEMENTO ABRIL DE CULTURA EL PERIODICO DE ESPAÑA. 19 enero 2023
Toda una experta en perder paraísos. La argentina Fernanda García Lao (Mendoza, 1966 ) es una de esas voces femeninas latinoamericanas tan potentes que están extrayendo petróleo, con una inquietud literaria y renovadora, de las viejas narraciones de terror. Podría decirse que el vaivén es el movimiento que la impulsa. Porque nunca ha estado demasiado tiempo en ningún sitio. Hija de dos orillas, padre bonaerense y madre leonesa, llegó a España en 1976, niña empujada por el exilio político de los suyos -su padre fue el periodista Ambrosio García Lao- y la sensación de haberse salvado de un país maligno que expulsaba a sus ciudadanos.
Cuando regresó a Argentina en el 93, ella ya no era ya la misma. De aquí se había llevado sobre todo el golpe de Estado de Tejero, ese escalofrío que necesariamente le trajo ecos de violentas imposiciones militares, y la rareza de la pronunciación de la zeta a la española. Total extrañeza.
Le costó no poco trabajo adaptarse a su propio país. Lo hizo formándose como actriz, junto a Norman Briski, un actorazo que, colaborando con Carlos Saura, también había conocido el exilio español. Tiempo después llegó la escritura, como dramaturga, su salida natural, o como narradora. Con Guillermoo Saccomanno, que fue su pareja, escribió novelas y relatos a cuatro manos. Aquí en España, su carta de presentación fue Nación Vacuna, a la que el pasado año siguió Sulfuro, ambas en Candaya.
CRUZAR LAS FRONTERAS Ni de aquí ni de allí. El enigma del desarraigo es un lugar perfecto para alentar la imaginación del escritor: "Mi literatura tiene que ver con ese cruzar las fronteras de las diferentes realidades", explica la autora. En Sulfuro, una mujer que acaba de separarse se muda a una casa colindante a un cementerio, donde los muertos tienen la costumbre de mezclarse con los vivos, un tema seminal que su paisana Mariana Enríquez conoce bien.
"El mío es un país de desaparecidos y la estela que deja un desaparecido le convierte en un aparecido, en un fantasma que habita un limbo que duele social y políticamente. Podría decirse que la condición fantasmática fue casi un proyecto de poder en Argentina", apunta.
Además, hay en ese libro muertos más íntimos, como su madre, por ejemplo -el padre falleció en España cuando ella tenía 16 años-: "Margaret Atwood suele decir que ella escribe antes y después de que suceda algo en su vida. A veces se adelanta, otras se atrasa. Yo empecé a escribir este libro cuando mi madre estaba viva y lo terminé cuando estaba en una urna. Me interesa mucho esa escritura que vislumbra lo que se viene".
El cementerio de su novela existe, está en el barrio de Buenos Aires donde la llevó una de sus muchas mudanzas. Ahora ya no vive allí, se mudó a Praga tras la pandemia. En la ciudad checa viven su hijas y, además, allí los camposantos puntúan doble en lo tocante al carisma truculento. "Irse es un modo de ponerse en cuestión. Para el que ha vivido en un solo país es muy desestabilizante pensar en marcharse. Yo siempre he estado fuera".

sábado, diciembre 10, 2022

Fernanda García Lao: «Entrar y salir de un duelo es también entrar y salir de la locura»

Revista Mercurio. Cultura desorbitada Sevilla. Bruno Padilla del Valle --------------------------------------------- Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) escribe teatro, novela, cuento y poesía, pero cómo se llame lo que hace le importa más bien poco. Saludada ya hace un decenio en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de «los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana», su obra apenas ha trascendido en su país de adopción, el nuestro: hija del legendario periodista argentino Ambrosio García Lao, su exilio la llevó a vivir en Madrid de los 10 a los 23 años y ahora reside en Barcelona, aunque vivió en Praga, ciudad literaria donde las haya. Esta entrevista también es pura literatura en sus respuestas y, a pesar de haberlas armado oralmente sobre la marcha —aquí se presentan sin apenas edición— en el marco de su visita a la pasada Feria del Libro de Sevilla, encierran la sabiduría y la capacidad reflexiva de su experiencia enseñando a leer bien y escribir bien. Solo podemos escucharla con atención, interrumpirla lo menos posible y asombrarnos de hacia dónde conducen sus elocuentes derivas. El libro del que vamos a hablar es, sin que pretendamos ser redundantes, puramente literario: Sulfuro (Candaya, 2022) se desenvuelve en el territorio de las ideas y de la evocación de experiencias, sensaciones, flujos de conciencia. Una novela filosófica y fantástica, que a ratos asemeja un cuento de terror y locura, donde la conciencia de muerte y de la «gente sufrida» de su protagonista, una mujer de treinta y tantos divorciada y recasada, madre a su pesar de hijos vivos e hijos muertos, no encaja nada bien con su sometimiento a la rutina, las horas muertas. Retrato de mujer vacía —o vaciada— de vida, casi una muerta en vida, embalsamada, que atraviesa un alucinado proceso de duelo y desconsuelo: «Qué se puede esperar del mundo si la gente más interesante está muerta». Mujer afantasmada y que reencarna o reemplaza a otras en esta pesadilla paranoide entre dos mundos, acá y allá, que al aparearse engendran monstruos y fantasías necrófilas. Fernanda García Lao esgrime con maestría retórica y sublime concisión sus innumerables recursos en estas páginas. Como lo fue antes la profética Nación Vacuna (Candaya, 2020; una semana antes de que estallara la pandemia), este libro es solo una muestra de ellos y de su osadía, que procede de una visión de la escritura como el acto de jugársela en cada frase, más aún en estos tiempos en que abundan los burócratas metidos a autores. «[E]se temor es lo único que te pasa», se dice la protagonista de Sulfuro. «Para qué cuidarse».
Esta puede considerarse una obra en torno al deseo (incluido el deseo de muerte). ¿La pérdida del deseo es la muerte en vida o crees que la protagonista reivindica el derecho a no desear? Son temas interesantes. Por un lado, la relación de Eros y Tánatos no es un invento mío, afortunadamente [ríe], pero sí que tenía una necesidad de literalizar la metáfora, de preguntarme qué pasa si lo que deseas está muerto. ¿Por qué hay que gozar de lo vivo, cuando lo vivo está pervertido o es violento? Por otro lado, la religión se dedica a adorar a ausentes, y existe una especie de gozo en ese silencio. Pienso en Ignacio de Loyola, en Teresa de Jesús, esa invocación que es muy erótica, porque el otro es el amado; el amado fuera del territorio de lo vivo y de lo real. Sulfuro también es una pregunta sobre qué es lo real y cuáles son sus márgenes y, más que una novela fantástica, es una novela sobre la locura. Hoy, por ejemplo, cuando venía para acá y tomé el tren para llegar a Sants, en Barcelona, había un señor hablando consigo mismo que decía «esta guerra es interminable». Y yo me preguntaba de qué hablaría, si de Ucrania o de sí mismo. Todo el tiempo pasan esas cosas, o yo las veo [ríe], y me gusta escribir en torno a esas preguntas que no tienen respuesta. Pese a lo que dices, inevitablemente me trae ecos de la literatura de género; sin duda el gótico, como la fuerte presencia de la casa. Me divertía eso, jugar con los moldes para construir otra cosa. Hay una casa, hay fantasmas, hay muertos, hay apariciones que no se termina de dilucidar si son verdaderas o no, y sin embargo es más una novela existencialista que una de terror. Sin duda es una angustia muy pegada a lo cotidiano y lo rutinario, ¿querías retratar en cierto modo lo absurdo de la maternidad acelerada y estresada de clase media? Sí, hay algo que es el germen absoluto de esta novela, que es el barrio donde yo vivía en Argentina antes de mudarme acá. Mi casa estaba a doscientos metros del cementerio, y es un barrio burgués, donde hay jardineros, servicios de seguridad y mamis que manejan camionetas; se parecen mucho a las que figuran en Sulfuro como personajes secundarios. La protagonista, que tiene que asumir hijos que no son propios desde el mandato patriarcal, por supuesto, se casa con este tipo que pretende que ella haga la tarea que le correspondería a él. Algo que se asume con mucha naturalidad, salvo para ella, que no distingue muy bien entre sus abortos y los niños reales. Es una crítica a las familias tradicionales, al adoctrinamiento en una fe o en el matrimonio o en la maternidad, al hecho de no ser capaz de andar por fuera del surco. Por eso necesitaba que la novela fuera rápida; que, pese a lo que pudiera parecer en términos políticos, fuese punk en el sentido de que no tuviera mucho tiempo para contarla y ella no se detuviera a pensar, porque va como llevada por la angustia. Va abandonando todo y lo deja a medias, sin hacer, no es buena para ninguna de las tareas para las que ha sido programada. ¿También por eso eliges esa peculiar estructura en breves capítulos o escenas fragmentadas? Sí, y por lo que te comentaba antes de mi experiencia en el teatro: no puedo dejar de pensar en cuerpos y en espacios reducidos. Me gusta trabajar pensando que esos capítulos son pequeños núcleos, que incluso concluyen en sí mismos y que se articulan entre sí por medio de las elipsis y del vacío. Además, como lectora me aburre mucho cuando me cuentan todo. No quiero saber todo, quiero que me hagas una edición [ríe] de lo que me vas a contar. Me parece que contar todo es de autor perezoso. Y, por otro lado, para hacer eso tienes que estar subsidiado o algo así, porque si necesitas años para escribir cada cosa… Las novelas excesivamente profusas me parecen un abuso de confianza, como decir «yo he estado escribiendo esto mil años y tú dedícame seis meses para leerlo». Creo que exigir esa fidelidad es excesivo. Prefiero que el libro se devore y que luego regrese a tu cabeza, que proyecte alguna sombra, porque tampoco me gusta la lectura fast food, de comida chatarrera. Me gusta que el libro, de alguna manera, te atrape y que te suelte y que luego seas tú el que decida volver. Parece que el libro cobra valor artístico en función del número de páginas cuando en el cine, por ejemplo, nos quejamos (muchas veces, con razón) de una duración excesiva. Sí, como si se vendieran al peso. A mí los libros que me interesan como lectora son libros más bien verticales, no horizontales. Los que crecen en profundidad. Esto de tenemos tanto tiempo y espacio y vamos a dedicar doscientas páginas al primer año de mi vida… la verdad, no es para mí, ni como lectora ni como escritora. Creo que escribo como me gusta leer. Aunque luego no me vuelva a leer, por supuesto [ríe]. ¿Nunca relees lo publicado? ¡No! Salvo cuando me van a traducir, entonces tengo que regresar a ellos por dudas puntuales que se plantean. Hablando de ese afán esculpidor y pulidor de la edición de tus textos, ¿los recitas en voz alta durante el proceso de revisión? Sí, obvio. Y creo mucho en la oreja. Me parece que cuantos más sentidos intervengan en la escritura, mejor. La vista es mentirosa. Como yo trabajo muy obsesivamente las frases, tienen que sonar bien y necesito que lleven un ritmo particular, que no haya cacofonías, repeticiones, rimas o errores de fonética. El libro también es música y cómo es dicho, cómo pasa por la garganta para mí es superimportante. También cuando doy talleres pido que se lea en voz alta, está bien hacerse cargo de lo que se escribe. Más allá de que no por ser autor debas tener dotes orales, porque es real que hay mucha gente con vocación de parlanchín que no escriben bien. Pero en el texto sí, tener oído es muy importante. Por otro lado y viniendo del teatro, tengo la noción de que algunas frases pueden resultar muy bonitas, pero a veces sobran. Me interesa sobre todo ver cómo es ese tránsito del fraseo, qué antecede a qué y cuál es el anzuelo. Hay mucho humor retorcido en toda la novela, que estalla en algunos punchlines o remates de cariz cómico pero que también hurgan en la herida. Lo que pasa es que a mí me encanta el humor, no puedo prescindir de él. Creo que el humor, en su dosis homeopática, es perfecto. Las novelas jajaja no me interesan, pero la solemnidad me resulta sospechosa. Creo que hay algo que emparenta un poco el humor con la poesía, y es que tienen ese poder de revelación o de asociación de cosas imposibles entre sí, que en unos casos produce hilaridad y en otros, el efecto absolutamente contrario de monstruosidad. Pero bueno, también lo monstruoso resulta cómico. En realidad, todo es cómico. Hay algo como de absurdo que no puedo dejar de ver en el mundo. Las plantas-abortos son una representación bastante insólita y tabú. ¿Estos personajes como de magia negra se hallaban desde el principio en tu concepción del relato? Yo es que no diseño la narración con anterioridad. Lo que sí hago es avanzar y retroceder todo el tiempo. Había algunas claves que tenía previstas, pero luego me gusta no saber, me gusta ir descubriendo a medida que ocurre. Un poco como si yo fuera ella, o un poco lo que pasa viviendo, no sabes lo que viene mañana. La gente muy previsora no hace más que equivocarse [ríe], o cumplir con esa especie de práctica de la previsibilidad que es aburridísima, y en la escritura sobre todo. Entonces no tengo más remedio que avanzar veinte páginas y retroceder; con lo aprendido, empiezo a dar ese tinte necesario para lo que lo había antecedido, casi a oscuras y como si fuera escarbando y encontrando restos arqueológicos de esta historia. No está nunca la vasija completa; encuentras un pedacito e infieres que aquello era una vasija. Me gusta mucho trabajar así. De hecho, hay algo que creo que también viene de lo teatral, que es la hipercondensación. Decías lo de las películas largas, pero en el cine sí puedes tener a la gente tres horas; en el teatro, no. No se aguanta y, si se aguanta, se duerme la mitad de la platea. Así que existe una cierta furia de mantenerte despierto que también te obliga a ir descubriendo. Yo soy la primera que no se puede dormir. Cuando estoy en esa situación de escritura de una novela, el mundo entero hace sentido para mí y está lleno de pistas que, metamorfoseadas, luego forman parte del relato; o a veces no. Sulfuro tiene un montón de cosas que me obligué a hacer. Como vivía al lado del cementerio, hubo un momento en que ella decide ir y colarse en un entierro. Pues yo fui y me colé en un entierro. En realidad había dos en ese momento, así que elegí uno [ríe], el que estaba más concurrido para no llamar mucho la atención. Estaba allí con gafas de sol, seguí al coche fúnebre y a la fila de deudos, sin saber si era hombre o mujer porque estaban solamente sus iniciales; tal cual aparece en la novela. Fui hasta la última instancia, el nicho, pero me fui sin saber. Varios me miraron, y completo esa escena en Sulfuro pensando que a ella le llamaron la atención diciéndole «usted estuvo metiéndose en muertes que no le corresponden». Me gusta mucho eso que escribes de que en el cementerio «[n]adie pregunta por el dolor ajeno, por si viene una respuesta». Sí, es algo así como decir «respete mi dolor». En el cementerio me ocurrió que, habiendo pasado muchas veces por los mismos caminos, cuando estaba escribiendo la novela encontré el mausoleo, o más bien una pequeña cripta, del Colegio de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires, con una escultura gigante de esta mujer que estaba con las manos así hacia delante, como sonámbula, y me dije «¡la escribana!» [ríe]. Tal cual está descrita en Sulfuro. Lo que pasa es que yo creo que, si somos sinceros, esto no es un oficio. Hay algo de vicio, más que de oficio, en escribir. Por otro lado, es una locura controlada, porque de la locura no puedes entrar y salir, y de la escritura, sí. Pero hay algo también como de cruzar algunos límites, a mí me gusta eso. Se notan los libros hiperracionales o los libros de mercado, la libido domesticada. En Sulfuro hay algo de desborde, de desparrame, de corrimiento, de desplazamiento de la norma. Y creo que entrar y salir de un duelo es también entrar y salir de la locura, cuando somos educados en una especie de eternidad que no funciona, como negando todo el tiempo que vamos al hoyo directos. Es una sociedad muy enloquecida; ¿cómo se puede escribir racionalmente la manera en la que se vive? Ahora que dices lo de entrar y salir de la escritura, Leila Sucari (que fue alumna tuya) ha contado que le dijiste que no sabías si harías más novelas. ¿Cómo supiste? [ríe] Por una reseña suya de Sulfuro, muy literaria, muy bien escrita. Ah, no la he leído… Lo saco a colación porque no sé si esta ha sido una novela especialmente dura de escribir o porque quizá te gustaría seguir encontrándote en la poesía, los cuentos o el teatro; aunque este libro tiene algo de todos esos formatos. Es que creo que, en cierto modo, nunca he escrito una novela convencional. Jamás. Entonces ahora estoy escribiendo y no le doy nombre a lo que hago. Ya hace rato que no me interesa inscribirme en ninguna categoría. Creo que el hecho de haber atravesado esta novela que, sea o no convencional, tiene un asunto que la mueve, un motor como muy claro y una sola voz, una coherencia dentro de ese mundo, por momentos se parecía peligrosamente a algunos sectores de mi vida, en el sentido de que mi casa era una especie de doble de la casa de la protagonista, aunque no tenía un escribano ni niños en las macetas ni nada de eso [ríe]. Me pasaba que yo escribía «llueve»… y llovía. Me pasó un par de veces que lo que estaba escribiendo, ocurría. Sencillamente como si el presente dictara el texto y también ese desdoblamiento se volviera a doblar, como si fuera un pliegue de lo plegado. Así que creo que sí necesito tiempo, más allá de que ya tengo un libro de relatos que escribí a la vez que algo de esto último. Además, en el ínterin ya había muerto mi madre y ocurrió también que no sabíamos qué hacer con sus cenizas y yo dije «al río no, por favor». Había un montón de cosas que empezaban a coincidir de alguna manera. Y me pasó con Nación Vacuna también que, bueno, iba a venir a presentarla y estalló la pandemia y había que vacunarse. Yo decía «no puede ser» [ríe]. Y un montón de asuntos como los apestados, las fake news, esa especie de realidad adulterada y distópica que vivimos, estaban en consonancia con la novela. A ver, no es que sea magia ni nada por el estilo, pero creo que cuando está afinado el instrumento, es fácil percibir lo que pasa de largo cuando estás distanciado de ti. Hay algo de la introspección que requiere la escritura que te conecta no solo con el aquí y ahora, sino con un poco atrás, un poco ayer y un poco mañana. Y entonces el paraguas abarca más que el aquí y ahora, que siempre, además, es tan mínimo.

viernes, julio 22, 2022

Revista de Letras: "Aquella casa al lado del cementerio". Reseña de Sulfuro por Jesús García Cívico

Corresponde al crítico cultural ya desaparecido Mark Fisher el mérito de haber actualizado el discurso del fantasma sociopolítico como hauntología. Para el autor de Realismo capitalista, el estado anímico actual (aquel que pedía transformar en ira politizada) tenía tanto que ver con la pérdida del futuro como con el destino que la nueva izquierda identitarista parece haber reservado a los espectros universalizables de Marx. El caso es que los fantasmas sociopolíticos que Fisher tenía en mente (a la antigua solidaridad de clase, la esperanza de una sociedad decente, la ilusión por la inminente llegada del porvenir) no solo no parecían espeluznantes, sino que podrían resultar, si no se caía en una retromanía estéril, fundamentales y salvadoras. Y eso es lo que le ocurre a la protagonista de Sulfuro (Candaya, 2022), la última novela de la escritora argentina Fernanda García Lao. La voz de esta novela inquietante, por momentos dura y siempre perturbadora, encuentra en la posibilidad de comunicarse con los muertos un mecanismo de supervivencia pero también de sentido.
Desde la localización de una casa enfrentada a la necrópolis –lo que nos ha permitido jugar arriba con el título del film de Lucio Fulci (Quella villa accanto al cimitero, 1981)–, García Lao, con toda su experiencia en el arte de la dramaturgia, comienza a despojar de serenidad una existencia frenética y dolorida (entre el tono íntimo de Alejandra Pizarnik y los personajes femeninos desasosegantes del infravalorado cineasta polaco Andrzej Żuławski) un constante ir y venir de personajes de lapsos muy distintos («el escribano», «los chicos», «la insulsa malpeinada de la vuelta», «la perra»). Como en un drama de entradas y salidas tras las cortinas de un escenario con ecos de Lucrecia Martel y David Lynch, la casa al lado del cementerio no es solo el marco de una serie de velocísimas escenas anímicas y relacionales hipersubjetivas sino un emplazamiento donde la normalidad como repetición de una costumbre se subvierte. Bajo el potencial destructivo (y autodestructivo) de la mujer del relato subyace, pues, tanto una invectiva contra los micro-poderes domésticos más salvajes (del entorno laboral a la familia) en los términos del jurista italiano, Luigi Ferrajoli, como una potente metáfora que apuntala con fina lucidez las fallas de la vida patriarcal más convencional.
La otra fuente de inquietudes que enseguida golpeará al lector de esta novela editada con el esmero habitual de Candaya (cuidadoso paratexto y grata oxigenación de las páginas) apunta también al director que mejor supo combinar el terror y el malestar sexual (de nuevo Fulci): en Sulfuro, el sexo, ora violento ora descarnado se presenta paradójicamente siempre como amenaza física y psicológica mientras que la muerte observada desde esa casa al lado del cementerio mantiene la promesa intermitente de liberación y sentido.
También la religión católica aparece en su faceta más cruenta y literal como fuente primordial de alienación –el espíritu santo como intruso, el «Señor» como voyeur, la resurrección de Cristo como historia proto-zombie, la propia aparición de Dios como fantasma, el cuerpo cristiano como garaje de torturas, la salvación de los muertos como ficción de George A. Romero– y resulta una primera clave cuasi-explicativa de las acciones de ese ser dolido que se expresa en segunda persona del singular en la novela.
La autora de Nación vacuna va trazando así en una serie de capítulos tan breves como magnéticos, entre finas disquisiciones, denuncias de una estructura opresiva (entre el patriarcado y la biopolítica) y oscuros sobresaltos morales, entre la imagen del fantasma que vaga solitario de David Lowery, antiguas querellas foucaultianas y nuevas digresiones lúcidas sobre el «yo», una historia desasosegante, de fulminante ritmo y cadencia. Lo hace, como señalamos ya, con herramientas muy propias del arte dramático a partir de una serie de actos encabezados por permutas de protagonistas en operaciones de entrada y salida: players que juegan a su vez tanto con el encanto y el magnetismo de lo teatral como con la turbadora travesura del Doppelgänger (cada personaje vivo más genérico apunta a un correlato fallecido con nombre y apellido).
Poco a poco, conforme conozcamos mejor a la protagonista, el frontispicio (muy bien escogido) de Teresa Wilt («Mi corazón es un pájaro de mal agüero) se antojará más una amenaza poética que un disclaimer prosaico. El elenco de seres espectrales en el que es posible distinguir aquí y allá ecos de una literatura universal sobre los muertos (de Marguerite Duras a La mortaja de Miguel Delibes, de Pedro Páramo a Edgar Lee Maters, de Berardi a Carlos Fuentes, de «Bifo» a un Lamborghini rescribiendo a Henry James) obrará, a su vez el hechizo de la familiaridad. Los varones referenciados por su profesión (como el escribano, aquí en España, notario) se revolverán con violencia como animales nocturnos y la mujer abismada que lee las lápidas derramará finalmente la misma sustancia de la que están hechos, al fin y al cabo, todos nuestros miedos y todas nuestras ilusiones.
Novela física y sensorial (estupendo el juego inicial con los olores) pergeñada de un raro e inteligente fatalismo y una aterradora penetración psicológica: blasfemias, conductas desordenadas y rebeldía frente al orden más odioso, tánatos y Afrodita, tangas rosa en aguas corrompidas, tropos impactantes, fetos como bocetos, cliff hangers emocionales, estigmas, cadáveres profanados, metáforas descarnadas («luna como un útero antiguo»), ojos y cerraduras, desdoblamientos vitales, cuchillos y tacones, giallo, fragilidad íntima, silencios, apariciones, fingimientos, viento negro de Adelaida Crepsey, performances, condición femenina que emerge contra el mutismo y la obediencia, testigos irresponsables, personajes fatídicamente arrastrados por los acontecimientos.
Y es que si uno observa a Fernanda García Lao, sus ojos vivos, lúcidos y clarividentes expresan un pensamiento que nunca se detiene, una firme voluntad de narrar experiencias y pensamientos, de descubrir corrientes subterráneas y procesos de des-reconocimiento que para nuestro bien tampoco se interrumpe. Menos mal, si es cierto como propone esta mujer desconcertante tocada por el duende y el mundo es un malentendido donde de tanto en tanto acontece la excepción y se dialoga, esta obra y su propia cordura resultan una más que celebrable excepción.

lunes, junio 06, 2022

Reseñas por Basilio Pujante, Sulfuro

 



Quizás uno de los temas más comunes en la literatura fantástica sea el de los fantasmas. Estos personajes representan uno de los miedos atávicos del ser humano: la vuelta a la vida de los que ya han fallecido. Zombis, renacidos, espíritus… su presencia en este tipo de narrativa ha sido tan abundante que cabría preguntarse si es posible arrojar nuevas perspectivas sobre el tema. Fernanda García Lao nos demuestra que la (buena) literatura es capaz de encontrar nuevos caminos que transiten hasta por los territorios más trillados y nos ofrece en Sulfuro, su última novela, una inquietante novela de aparecidos en el que el tema de los fantasmas se conjuga con otros de gran calado, como más adelante veremos.


El libro está protagonizado por una mujer que tiene una estrecha relación con los muertos. Caminando siempre entre la cordura, desde su perspectiva es algo lógico hablar con fantasmas, y la locura, el resto de personajes la ven como alguien extraño y peligroso. La protagonista posee una relación mucho más fluida con los espíritus que con los que aún permanecen en el mundo de los vivos. García Lao opta para acercarnos a este carácter tan peculiar por la segunda persona, con un narrador muy cercano al personaje que se dirige a ella y que siempre la acompaña, convirtiéndose en una especie de espejo de sus vicisitudes y pensamientos. Además, la narradora argentina emplea un lenguaje muy poético, con frases breves que se organizan también en capítulos de escasa extensión en los que es más importante lo inferido que lo narrado, creando así la atmósfera misteriosa perfecta para esta historia.


Aunque está lejos de ser una narración lineal y de explicitar todos los pasos que da la protagonista, en consonancia a ese tipo de prosa que, como acabamos de señalar, define al libro, el argumento de Sulfuro se puede resumir en apenas unas líneas. Una mujer se vuelve a casar, tras un matrimonio fallido con un concejal con el que tuvo dos abortos, con un escribano que tiene dos hijos de una mujer ya fallecida; la casa en la que se instala con su segundo marido está situada justo enfrente de un cementerio y comenzará a relacionarse con algunos de los muertos que allí “residen”, buscando conocer más sobre el fallecimiento de su madre y de la antigua mujer del escribano.


Esta importancia que poseen los espíritus en Sulfuro se relaciona con otros tres temas que, a mi juicio, también son fundamentales para entender esta historia que camina entre lo sórdido y lo macabro. En primer lugar, la religión sería un elemento fundamental; la protagonista lee constantemente un libro sobre las vidas de santos y también entra en contacto, durante un periodo, con una secta de la que intenta encontrar respuestas a sus dudas existenciales. El sexo sería otro de estos temas fundamentales; si las relaciones con los hombres que tiene la protagonista se caracterizan por la falta de interés cuando no se convierten en verdaderas violaciones, ella muestra un gran interés por los fallecidos, alguno de los cuales le atraen mucho más que los vivos. A estos temas debemos añadir el de la familia, fundamental para entender la novela. El deseo de ser madre de la protagonista desemboca en una disyuntiva que será fundamental al final del libro: elegir entre los hijos de su segundo marido y los abortos que ha trasplantado a una maceta y que cuida de forma maternal.  
 




martes, mayo 24, 2022

EL DESEO ENJAULADO: APUNTES SOBRE SULFURO (2022)

Por Arturo Borra

https://www.vallejoandcompany.com/

Sumergirse en Sulfuro de Fernanda García Lao bien podría ser una manera propicia para seguir explorando en la dimensión perturbadora de lo espectral. Publicada por Candaya en 2022, el relato está precedido por un epígrafe de la poeta chilena Teresa Wilms Montt: “Mi corazón es un pájaro de mal agüero”. No es difícil advertir que desde el inicio del relato —tan breve como punzante— somos arrojados al vacío para sobrevolar el presagio de un suceso terrible a la vez que imprevisible, como si la protagonista fuera lanzada a habitar entre fantasmas tras un duelo materno que no termina de elaborarse a pesar de su voluntad de sostenerse recurriendo a una presunta «normalidad» no menos enfermiza. En efecto, Sulfuro narra la historia de una mujer —de la que ni siquiera sabemos su nombre— anclada a un modelo familiar tradicional quizás como último recurso para intentar ponerse a salvo de su propio abismo y eludir la experiencia de los límites que, como una sombra, sobrevuela su existencia.

Estructurada a partir de fragmentos elípticos, titulados cada vez con los personajes que participan en ellos, la novela constituye un puzzle enigmático que nunca termina de cerrar. Como si los títulos, en su repetición diferencial de quienes participan en la trama, no hicieran más que intensificar el extrañamiento que produce la lectura. Las piezas no se ajustan, ante todo, porque la propia temporalidad está alterada y porque la misma perspectiva de la protagonista opera más por saltos que por continuidades causales.

 

La narradora Fernanda Garcia Lao

 

Ya en uno de los primeros fragmentos de Sulfuro nos topamos con una protagonista asediada por el miedo y una soledad que ninguna compañía parece poder conjurar, pese a la promesa efímera de un otro que la revoque: “Tu soledad, ese ladrillo, podía revertirse”, dice la protagonista con belleza en uno de los pocos momentos donde el relato deja respirar. Sin embargo, lo sospechamos casi desde el principio, ese amor prometido no cesa de frustrarse para devolvernos a una orfandad indesterrable, a un muro que no cesa de crecer: duelen los ojos de tanto mirar lo divino sin poder compartirlo, el padre ensimismado, el deseo suicida de la madre y su muerte accidental (“una fatalidad con suerte”), la compañía de sus parejas —el consejal, el escribano— que no hace más que hundirla en una rutina de obligaciones familiares en las que el deseo (femenino en este caso) no puede encarnar más que como un poderoso deseo de fuga. No por azar los personajes masculinos adultos son nombrados a partir de sus profesiones: además del habitual privilegio de sus carreras por sobre sus afectos, esta sinécdoque bien podría dar cuenta del ejercicio de poder simbólico que se practica a partir del prestigio de lo profesional. No es solo que estos personajes sean indiferentes al mundo singular de la protagonista: ni siquiera parecen estar interesados en revertir esa indiferencia que condena a la soledad más radical, incluso si es una soledad que, como una maldición, se manifiesta como imposibilidad de estar sola. No obstante, esa imposibilidad, la protagonista deambula como un fantasma añorando quizás un otro que deje aflorar un erotismo más bien acorralado.

Como una aparecida que anticipa el devenir del relato, la protagonista pregunta: “De qué sirve un fantasma si no tiene espectador”. En efecto, la hija-mujer se mueve entre dos lejanías, en la mitad de la vida y la muerte, queriendo hacer algo tras el duelo: ayudar a los demás, ocuparse del alma, practicar el silencio, aspirar a la pureza, entregarse a la devoción singular de “santos menos pretenciosos” que Dios, esa “idea llena de prohibiciones”… Pero ahí están “los de enfrente” poblando de espectros la casa vacía a pesar de los chicos, del escribano y del propio deseo asfixiado por la culpa frente al gran ojo divino que todo lo ve.

 

 

Los fantasmas aparecen pronto y lo alteran todo, comenzando por la destitución del Gran Voyeur divino, el efímero paso de la protagonista por un grupo esotérico y la creciente actividad del cementerio, ese “lugar perfecto para que la desdicha sea invisible”. Si en un plano filosófico la «espectrología» (Jaques Derrida) o la «hauntología» (Mark Fisher) resultan aquí pertinentes, en un plano literario la escritura de Fernanda García Lao recuerda a algunos pasajes de Pedro Páramo de Juan Rulfo o a Zama de Antonio Di Benedettoa pesar de las distancias epocales y espaciales que se plantean entre estas obras.

En cualquier caso, entre la madre muerta y otros personajes espectrales que reaparecen como dobles, Sulfuro bien podría ser el diario de un naufragio, de una vida en la que “no hay buenas noticias”. «Diario» no como referencia a un registro autobiográfico más o menos realista sino como aquella escritura que se dirige a sí misma, que construye a la narradora como su primera destinataria. De ahí que, en términos formales, la novela se estructura como un soliloquio donde la protagonista mediante un desdoblamiento enunciativo (como los poetas o los locos) habla sola, consigo misma, como si el relato fuera un modo de sostenerse todavía en este mundo. No por azar se trata de un relato con una fuerte impronta poética que, mediante la propia forma, interroga los ordenamientos diurnos que llamamos «normalidad» e incursionan en esa zona nocturna que nos acerca al límite de toda racionalidad.

Por lo demás, como una ventana abierta a lo imaginario, Sulfuro es elocuente en su referencia. Es Petra quien señala que las almas buenas anuncian con su olor repentino su presencia y lo putrefacto o el azufre “delata a los desventurados”. Una desventura que, antes que metafísica, remite a la historia concreta de la protagonista; en particular, a las violencias que se ejercen sobre ella, los abortos sufridos, las relaciones de pareja opresivas, la incomunicación paterna, la transcomunicación con la madre y un deseo enjaulado que se reitera como frustración. Desventura, entonces, que condena a merodear “en dirección a ningún lado”, aun si en este camino a ninguna parte un potencial de destrucción que asociamos a la locura termina confundiéndose con la necesidad imperiosa de una ruptura que permita, a nivel subjetivo, renacer. En este punto, antes que una historia de terror, con lo que nos topamos es con una crítica plausible a ciertas identidades normativas —estructuradas alrededor de la familia tradicional— que no dejan de tener un lado patológico e incluso siniestro, tal como lo testifican las consecuencias devastadoras que produce en la subjetividad de la protagonista.

 

La narradora Fernanda Garcia Lao

 

Mediante un ambiente enrarecido, casi irreal, Sulfuro vuelve a interrogar la oscuridad de nuestra condición, pero más específicamente unos imperativos sociales de orden que producen más estragos que encuentros. Quizás por eso las preguntas sobrevuelan en su lectura: ¿qué lazos se plantean entre los vivos y los muertos y más en general entre vida y muerte? ¿Por qué solo los fantasmas tienen nombre, a diferencia de los personajes vivos? ¿Qué significación adquieren esas presencias espectrales de “los de enfrente”? ¿Cómo opera el cristianismo y más en general la religiosidad en el devenir de la protagonista como sujeto deseante? ¿Qué precipita el desequilibrio: lo fantasmático o una realidad asfixiante en la que el deseo permanece enjaulado en la rutina de una sexualidad más bien desesperada? En medio de tanta zozobra, ¿qué otro goce posible queda para la protagonista que no sea la transgresión de la norma? Y, finalmente, ¿hasta qué punto ciertas normas sociales dominantes pueden hacer inhabitables nuestras vidas? Aunque las preguntas se multiplican, como ocurre con aquellas escrituras que suscitan un profundo interés en nosotros, alcanzan para dimensionar lo que Fernanda García Lao pone en juego con maestría en una historia que conmueve en su extrema indefensión vital.

 

 

 

 *(Argentina, 1972). Poeta y ensayista. Reside en Valencia (España). Licenciado en Comunicación social por la UNER y doctor en Estudios Interdisciplinarios de la Comunicación por la Universidad de Valencia (España). Colabora en diferentes revistas hispanoamericanas y dirige el blog www.arturoborra.blogspot.com. Ha publicado el libro de prosa Anotaciones en el margen (2008 y 2014) y El azar de la historia (2020); las plaquettes Cielo Partido (2009), La vigilia del deseo (2013), Esplendor Saqueado (2015); los poemarios Umbrales Del Naufragio (2010), Figuras de la asfixia. El libro de los otros (2012 y 2014), Para trazar lo (im)posible (2013), Todo Tanto (2016), Desde Lejos (2020); y en ensayo Poesía como exilio. En los límites de la comunicación (2017).

 

 **(Mendoza-Argentina, 1966). Narradora, dramaturga y poeta. Residió en España entre 1976 y 1993 y, en la actualidad, en Praga (República Checa). Ha obtenido el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. Ha colaborado para revistas como Babelia, Quimera, Letras Libres, El Buensalvaje, Página/12 y Ñ. Desde 2010 es coordinadora de talleres de lectura y escritura. Ha publicado en novela Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas, Fuera de la jaula, la novela erótica Amor invertido (junto a Guillermo Saccomanno) y Nación Vacuna (2020); en cuento Cómo usar un cuchillo, Los que vienen de la noche (junto a Guillermo Saccomanno) y El tormento más puro; en poesía Carnívora, Dolorosa y Autobiografía con objetos.

 

jueves, mayo 19, 2022

Sulfuro en Quimera Voces, con Santiago García Tirado




QUIMERA VOCES #5

FERNANDA GARCÍA LAO E ISAAC BASHEVIS SINGER: DOS CATAS EN DISTINTOS TIEMPOS DEL INFIERNO

En este quinto episodio de nuestro podcast, dirigido por Santiago García Tirado, Fernanda García Lao viene a España por segunda vez con novela bajo el brazo: Sulfuro (Candaya). Sin embargo, es su decimotercera novela (un número que la enamora, según dice) y no es desconocedora de nuestro país, ya que de niña tuvo que venir cuando sus padres huían de la escalofriante violencia de la dictadura argentina. García Lao es una de las voces más reconocibles y con mayor proyección de la nueva literatura argentina. En esta entrevista da pruebas solventes de que conoce el mundo de la interpretación: pocas charlas con autores resultan tan abigarradas de ideas sugerentes y de humor. 

Una ventana al mundo es la obra de Isaac Bashevis Singer que acaba de ser publicado por Nórdica. Dicho así parece poco, pero es que Isaac Bashevis, ciertamente casi desconocido hoy día, fue Premio Nobel, un premio que recibió en 1978, justo un año después de que lo recibiera nuestro Vicente Aleixandre. Y ya hace mucho tiempo, o tal vez no tanto tiempo.

Aunque logró salir de Europa antes de la persecución nazi, fue testigo de su hora, como lo había sido de los pogroms que, ya desde principios de siglo, los judíos habían sufrido en Polonia o en Rusia. Su literatura posterior mira con distancia la insania del siglo. Ni regala ni quiere aceptar consuelos sencillos: ni los dioses ni los próceres del mundo llegaron a tiempo de evitar la sangría intolerable que fue la persecución de los nazis. Tuvo en su mano, eso sí, la Literatura. Como otros autores judíos, la usó para entender y se la dejó a las siguientes generaciones para que supieran que hubo quien vivió y quien, pese a haber vivido, no tuvo todas las respuestas.

El que nos da la réplica en esta charla sobre Bashevis Singer es David Aliaga, que puede hablar como pocos del mundo judío: es experto en literatura judía, ha publicado en Quimera un dossier sobre autores judíos de la Viena de entreguerras, como Stefan Zweig, Joseph Roth y Arthur Schnitzler. Su últimas obras son Y no me llamaré más Jacob, y El año nuevo de los árboles. El año pasado fue reconocido por la revista Granta como una de los mejores autores en español menores de 35 años.

Para escuchar, click en el título.


martes, mayo 17, 2022

Sulfuro en Diario de lecturas, de Vicente Luis Mora

 Fernanda García Lao, Sulfuro. Candaya, 2022.

En uno de los poemas de Carnívora (2016), escribía Fernanda García Lao: “los muertos son más lascivos”, como adelantando alguna de las macabras vías narrativas de Sulfuro, la novela encarnada y desencarnada a la vez que aparece en España de la mano de Candaya, sello que ya publicara Nación Vacuna (2020). El nuevo título no viene de la nada, pues su singularidad conversa con sus obras anteriores, mostrando líneas de fuerza y de coherencia. Por ejemplo, el título de su novela Fuera de la jaula (Emecé, 2014), puede encontrarse en una línea de la página 43 de La perfecta otra cosa (2007). Fuera de la jaula, ya comentada por estos lares, tiene Sulfuro algún elemento en común, como por ejemplo hacer hablar a los muertos, aunque los finados aquí no son narradores, como allí, sino personajes. Porque el interesante narrador de Sulfuro es una instancia que habla en segunda persona, un enfoque habitual en narrativas autobiográficas —donde suele usarse, curiosamente, para introducir una distancia respecto al yo contado—, aunque no tanto en ficción novelesca, si bien cuenta con sus antecedentes ficcionales (Butor, Perec, Goytisolo, Fuentes, Sturgeon, Everett, Aira) y sus usos contemporáneos (Eloy Tizón, Pedro Mairal, Luis Rodríguez, Mario Cuenca Sandoval). Una de las posibilidades de ese uso es la bifurcación o escisión del sujeto que narra, que se sirve del “tú” para hablar consigo mismo/a como si fuera otro/a, lo cual quizá se ajusta a la protagonista de Sulfuro —que sostiene otros juegos de disolución de personalidad: uno con el personaje oracular de la Escribana, y otro con su propia madre (pp. 63, 77, 171)—, además de apelar al lector como interlocutor de esa larga conversación en que toda novela consiste. En García Lao este tipo de sujetos bifurcados no es nuevo, recordemos al bicéfalo ManFredo de Fuera de la jaula, por lo que en Sulfuro podríamos hallarnos ante una variación espectral del procedimiento. Para la autora, aficionada a la filosofía, la identidad es un pliegue deleuziano, y el eje entre inexistencia y existencia el lugar de sus apariciones. Sé que esta reseña está quedando un poco rara, ya me disculparán, pero una cosa me lleva a la otra y hablar sobre Sulfuro dispara mi atención sobre hilos diversos que sólo tienen en común estar trenzados por la mano de García Lao. Sulfuro dialoga con Nación Vacuna en la crítica social realizada desde el envés, desde las relaciones entre las personas, donde la corrupción social va mostrando sus tumefactas pústulas en los cuerpos domésticos e individuales; también en su voluntad de poner el cuerpo —o la ausencia del mismo, quien lea la novela entenderá esta alusión— en el centro del relato y en el núcleo de los personajes principales, como carcasa palpitante del yo. Eros y thanatos, sí, articulados no por morbo, sino con una sorprendente naturalidad: el sulfuro puede ser demoníaco, o derivar de aguas fecales, bajo la forma de ácido sulfhídrico: Petra, una secundaria de esta novela, es un original encuentro entre las dos posibilidades. Por último, Sulfuro también teje vínculos con una tradición argentina espectral (el poder opresivo de los muertos sobre los vivos, pues los muertos son “el obstáculo”, p. 164), y con otra reciente tradición latinoamericana, ese gótico contemporáneo ahora tan de moda. Sin embargo, el diálogo que la narrativa de García Lao establece con el otro lado y lo fantástico viene de lejos, ella se adelantó a la tendencia y es, en su caso, natural: “estoy al revés / como ese día en que fui vieja / tenía la muerte pintada en los labios”, escribía en 2014. García Lao lleva haciendo terror latinoamericano al menos desde La perfecta otra cosa (2007), donde hay drogas que desintegran a sus consumidores, varones de pene menguante y hermanos gemelos alucinados. Es decir: Sulfuro, con su microcosmos de dolor, irrealidad y belleza se integra en un cosmos más grande, también compuesto de pliegues, que es el mundo narrativo de Fernanda García Lao. Ello provoca que haya otras dimensiones en esta excelente novela, urdida con frases breves y punzantes como cuchillos, pero es mejor que las descubran ustedes por su cuenta.

sábado, mayo 14, 2022

Reseña de Sulfuro en el Diario Córdoba (España)

La revolución del más allá 

La escritora argentina Fernanda García Lao presenta ‘Sulfuro’ 
Mario Cuenca Sandoval 14·05·22 | 06:01 

Si bien la segunda novela que Candaya publica en España de la argentina Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) nos llega inserta en la corriente del mal llamado gótico latinoamericano escrito por mujeres -Samanta Schewblin, Mónica Ojeda, Mariana Enríquez…-, haríamos un flaco favor a esta espléndida narración si la encuadráramos sin más en la literatura de género. Acaso ‘Sulfuro’ sea una novela de fantasmas, sí, pero de una manera peculiar: fantasmas que no pululan por ningún limbo metafísico sino más bien por una suerte de limbo neurológico, espectrales voyeurs‘’ del placer y de la insatisfacción de los vivos que desean el cuerpo de la protagonista, o se desean entre sí. 

En contraste con este furor, se diría que la desconcertante pasividad con que la (innominada) protagonista se entrega a su esposo el escribano -el notario, decimos a este lado del Atlántico-, cediendo a un mandato enojoso, fuera el resultado de una relación averiada con el propio cuerpo, disciplinado por instituciones como el matrimonio, el barrio residencial y el dúplex con piscina, pero también enajenado por un misticismo herencia de una madre que leía y coleccionaba vidas de santos («Adelgazaste, de tanto aspirar a la pureza») y lucía sus estigmas, o sus marcas de suicida, tanto da en esta narración. Frente a tal desidia, y también frente a esa mística de revista, los muertos de ‘Sulfuro’, carnales y ávidos, están más vivos que los vivos y participan de una «revolución hormonal del más allá» que se despliega sobre el escenario de la conciencia del lector. Estos aparecidos de García Lao tienen algo teatral, performático, como también el atrezzo de objetos que ejercen de emisarios entre uno y otro mundo, igual que aquella pelota que rodaba por los escalones en ‘Al final de la escalera’, el clásico de Peter Medak. Ahí están, para provocar escalofrío, las vendas con que la madre cubría sus estigmas, y esas bragas halladas en el fondo de una turbia piscina en la que borbotean o se reflejan todos los misterios de la narración. 

Solo los muertos poseen nombre propio en el relato, el que se consigna en sus lápidas. Para referirse a los vivos hay sin embargo que echar mano del estatus del personaje -el escribano, el concejal, el padre…-, o de su cabello -la malpeinada, la rubia...-. «¿Qué se puede esperar del mundo si la gente más interesante está muerta?», se pregunta García Lao, Dios incluido. De ahí que la protagonista afirme no poder vivir de un lado nada más, no poder plegarse a esa especie de imperativo de la normalidad («Seamos normales», pide el escribano) que se impone a su edad y su clase, y desde el cual la insumisión y la dejación de las obligaciones domésticas son percibidas como locura. La protagonista no conseguirá plegarse del todo a sus responsabilidades de mujer florero de clase media -recoger a los chicos del colegio, atender a los limpiapiscinas, comprar la tarta de cumpleaños...-. Su fantasía recurrente consiste en montarse en su coche y lanzarse a la autopista sin mirar atrás, «con el estómago vacío y el tanque lleno», porque la cordura, entendida como sumisión, ni siquiera sale a cuento («Si todo lo que existe es esto, la casa con dos piletas, las contorsiones del escribano y llevar a los chicos al colegio, la vida no te interesa demasiado»). 

Pero quizá lo más poderoso de esta novela quede más allá de la intriga y los motivos, en el torrente de lenguaje que los arrastra, en la voz que se dirige a la protagonista -y a nosotros- en segunda persona sin que sepamos qué estatuto de realidad concederle. Cuál es, al cabo, la instancia que enhebra todas estas frases que son como cortes de cuchilla y estigmas en la página, de qué altura o de qué hondura procede esa conciencia que va desgranando para nosotros sentencias demoledoras y silencios resonantes. Es ese vendaval el que arrastra a los protagonistas en su aquí y su ahora, pero también nos trae los ecos de sus antecedentes, los fantasmas del pasado que operan todavía sobre sus vidas: el primer matrimonio de la protagonista, sus dos abortos, la primera esposa del escribano, cuyo espectro prolonga su poder al modo de aquella Rebeca de Daphne de Maurier y de Hitchcock... 

En ‘Sulfuro’, en fin, encontrará el lector casi todos los ingredientes de una novela de fantasmas, pero reinterpretados para componer otra cosa, inclasificable, perturbadora y embargada por una voz que se queda resonando por un tiempo en la conciencia del lector, como una psicofonía. 

‘Sulfuro’. Autora: Fernanda García Lao . Editorial: Candaya . Barcelona, 2022.

jueves, mayo 05, 2022

RTVE

TODOS SOMOS SOSPECHOSOS Fernanda García Lao: Sulfuro 03/05/2022 Hoy nos acompaña Fernanda García Lao, una de las escritoras más originales y elogiadas de la nueva narrativa argentina. Nos presenta su novela "Sulfuro". Además, tenemos a Benjamín Prado, nuestro Pinchalibros, con su sesión de novela y banda sonora. En música: Rigoberta Bandini. (PARA ESCUCHAR, CLICK EN EL TÍTULO)

Valencia Plaza, Cultura

LA LIBRERÍA 'Sulfuro', los fantasmas de la maldad banal, de Fernanda García Lao Eduardo Almiñana
Candaya publica esta historia de almas en pena —vivas y muertas— de la narradora argentina, una novela representante de una sensibilidad que por suerte se nos aparece con cierta frecuencia 2/05/2022 - VALÈNCIA. 

El agua que no cesa, una frontera líquida que permite el un lado y el otro: los ojos de los animales que habitan bajo su límite, envueltos en sus moléculas, nos contemplan acuosos desde su acceso a la penumbra y a las oscuridades. Quienes moramos esta parte seca manejamos un reflejo y una transparencia confusa: al otro lado de la tensión superficial reconocemos un mundo al que de un modo u otro iremos a parar en esta existencia que es más agua que tierra y que acumula más muerte que vida. La membrana que divide lo acuático y lo terrenal no es exacta: se eleva, corre, se abre y se cierra. Así es también la zona que transita entre lo que respira y lo que deja de hacerlo. La muerte ya no es tan muerte como acostumbraba a serlo: a la luz de los más recientes descubrimientos sobre aquello que le ocurre a nuestras células cuando comenzamos a apagarnos, todavía no está claro cuando podemos decir que morimos. 

El cuerpo sigue sujeto a descargas y procesos bastante después del deceso con certificado hospitalario. Y eso por no hablar de aquellas personas que han estado muertas —si nos ceñimos a una definición sencilla pero operativa y generalizada de lo que es la muerte— y han podido contarlo gracias a las técnicas de reanimación. Cuando uno vive, está en todo momento en contacto con la muerte: de lo uno a lo otro hay solo un paso. La gente se muere constantemente a nuestro alrededor, y no solo la gente. Vivimos en contacto permanente con los restos de la muerte y la descomposición: están en el aire, están en el agua, están también en nuestro plato. La muerte solo es extraordinaria por nuestra incapacidad viviente para entender el no ser. Por lo demás, la muerte es de lo más común. Es ineludible, y omnipresente. Se puede no vivir, pero si vives, tienes que morir. Es común, sí, pero inquieta cuando se piensa en ello. Como cuando uno se mira fijamente en el espejo hasta que deja de reconocerse y ya solo ve a un extraño que en cualquier momento podría esbozar un gesto que nosotros no hemos hecho, y entonces adiós.
Con una muerte con tanta presencia, era inevitable que la llevásemos a nuestro terreno para contarla, extrayendo de ella unos hijos —unos hijos muertos de la muerte—, como son los fantasmas, entre otras criaturas fúnebres producto de nuestra imaginación. La literatura espectral es prolija, y también generosa: a medida que evoluciona la vida también evoluciona la muerte y nuestra relación con ella, y por tanto siempre hay espacio para escribirla. La narradora, dramaturga y poeta Fernanda García Lao ha contribuido ahora a esta importantísima sección de la gran biblioteca humana con Sulfuro (Candaya, 2022), una interpretación muy acertada de la muerte, los muertos y sus paisajes, en la que estos se relacionan con la vida, los vivos y nuestros paisajes, en ocasiones mucho más trágicos que la alegre vida de los aparecidos que percibe nuestra protagonista, una mujer a la que conocemos a través de voces que emergen desde las páginas del libro cuya procedencia, cuyo foco, queda deliberadamente poco claro. ¿Quiénes son, desde qué tiempo-lugar hablan? Esos otros que existen —existir no es necesariamente vivir— al otro lado de la calle, en el cementerio y en sus inmediaciones, no pueden compararse en lo que a dar miedo se refiere a los de este lado, los que viven en casas en barrios residenciales. La muerte ha ido corroyendo también su capacidad para la maldad, que se mantiene sin embargo en plena forma en los seres —humanos— por los que todavía corre la sangre que sonroja las mejillas. En las páginas de Sulfuro huele a azufre y a putrefacción, a cloaca, a aliento de caracol —brillante esa imagen olfativa—, pero huelen peor otras cosas propias de los vivos, muchas de las cuales no se llegan a explicitar, aunque otras sí. Los vivos de Sulfuro son un catálogo de maldades banales contadas por la autora de un modo sensacional: esta forma de narrar nuestras miserias menos espectaculares, las más auténticas y definitorias de lo que somos como especie, es una virtud absoluta de la nueva novela de García Lao. Pocos personajes le han generado a uno tanto rechazo como el escribano conyugal de la protagonista, ni tanto odio como el cruel secuestro de unas cenizas. Sulfuro, además, alberga bellísimos momentos sobrenaturales, pasajes excelentes tan evocadores como el que sigue: “En la clínica, el cirujano te acompaña hasta la puerta de la habitación […] El cirujano es requerido, debe atender un llamado urgente. En cuanto se va, caminás hasta el concejal con los labios hirvientes. Ya te has dado cuenta. Está más de aquel lado. Y murmura ese mundo. Dice: hay poca luz, unos animales raros me husmean. El cielo no tiene color, mis hijos no me miran. El más alto corre, el otro es rengo […] Tus hijos se comportan como seres de lenguaje y dicen: mamá, te extrañamos”. En la lectura de Sulfuro encontraremos una sabiduría ficcional que nos brinda ideas que queremos considerar ciertas, porque no podrían ser de otro modo si se han dicho así: “No mires el paredón, no significa nada. Las cenizas de tu mamá ya no son ella. Basta de buscarlas. Pasó el tiempo suficiente y ahora ha nacido en un cuerpo nuevo. Vos sabés en cuál. Cerca de la vía está, nunca se fue de ahí. El alma no sabe caminar, queda cerca del lugar último, como un fruto caído en el perímetro de su árbol”. Excepcional. Más allá: el alma como el fruto que emerge cuando la cáscara, el cuerpo —una mera vaina—, se abre con un crujido final, para dar por concluida la una fase del ciclo, y así poder iniciar la siguiente. Qué hermoso sería si fuese así.

Taller en Billar de Letras: Inventario (im)personal

CURSO DE NARRATIVA INTERNACIONAL Comienza con: Fernanda García Lao (Argentina) Inventario (im)personal: Narrar desde los objetos. Memori...