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miércoles, enero 04, 2017

Retrato de Alfonso en su corcel


Verano12. Página12
Miércoles 4 de enero de 2017

El cuento por su autor
Por Fernanda García Lao

Quién hubiera sido yo, si en cuarto grado no aparecía en España como eyectada por el exilio. No sé, pero mi imaginario sería otro. No tendría este rumor de monarquías pestilentes que pueblan mi sesera.
Tuve una profesora de Historia que en lugar de batallas nos narraba intimidades, colapsos e intrigas desde principios del siglo XV, cuando existían cuatro grandes reinos: Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, hasta el regreso de la monarquía tras la muerte de Franco. Yo volvía de clase muy perturbada, en el buen sentido. Supongo que las visitas al Museo del Prado también hicieron su trabajo. Las Meninas y sus caritas decadentes, el primer retrato español de una familia real viva, la riqueza,los perros y la hemofilia, me habían causado un gran impacto. La puerta abierta del fondo y el espejo me dieron la sensación de presenciar algo más que una imagen. Estaba frente a un abismo. Con La familia de Carlos IV, ese lienzo de Francisco de Goya donde opta por no disimular la fealdad de sus retratados, me sentí horrorizada. No por lo poco agraciado del grupo, sino porque uno de los infantes, Francisco de Paula Antonio de Borbón, el hijo menor del rey, miraba directamente a los ojos de quien se detuviera frente al cuadro. Lo que hace el infante es atravesar al observador con sus ojitos movedizos e implacables, a izquierda o a derecha. Curiosamente, la salida del joven príncipe en un coche de caballos, abandonando el Palacio Real, fue el detonante para iniciar el Levantamiento del Dos de mayo de 1808, también retratado por Goya.
De aquellas jornadas infantiles, del travestismo histórico del que fui víctima, ha de ser heredero este cuento. Porque su escritura apenas me tomó unas horas.


Retrato de Alfonso y su corcel



Nunca hubo corona sobre este cráneo. Nací con el don de la prudencia. Mamá era una reina perezosa. Se levantaba tarde, la bañaban entre tres. A papá, la panza le pesaba más que sus obligaciones. Dirigir el destino de su pueblo le daba hambre.

Ser el segundo me dejó sin tarea. Alfonso, el primogénito, había llegado un año antes que yo. Todo le pertenecía. Las sobras del reino serían para mí. Pero en estas costas no hay demasiados recursos. Lluvia, viento y salinidad exagerada. Las joyas de los barcos fueron vendidas mucho antes de nuestros nacimientos. El abuelo devoró crudo al último pirata que se aventuró hasta acá y desde el siglo pasado que no hay sorpresas. Por eso a papá lo casaron con la ociosa del reino más cercano. Mi madre.

La cuna de Alfonso me correspondió en herencia. Entonces, los primeros olores fueron suyos. Leche agria que impregnaba los encajes, las sabanitas. Sus vómitos pasados arrullaban mis sueños. Las tetas de Angustias, la nodriza, ya habían sido succionadas. Sin embargo, yo encontraba cierto gustillo novedoso en aquellas mamas fecundas. La leche nunca es la misma leche, diría Heráclito.

No supe ser salvaje. Mi secretario de motricidad fue contratado para ayudar en mi aprendizaje, pero pasaban los meses y yo me negaba a comer con la mano. Los manjares eran semi masticados por el secretario para evitar mi inanición. Mientras deglutía una pierna de cordero que sabía a boca ajena, contemplaba a Alfonso practicar sobre su pony de madera. Se balanceaba con furia, clavando los talones sobre aquel cuerpo áspero.

A los tres años, lo subieron a uno de verdad y a mí tocó el falso. Mis cabalgatas eran lentas, mezquinas. Me encandilaba frente al paisaje seco del tapiz del salón de juegos, oscilaba fuera del tiempo. Entretenido por el chirrido ambiguo de un caballo enano que no sabía avanzar.

El heredero -mientras tanto- emergía y se ocultaba lejos de los ventanales, apurado en su carrera al aire libre. Corría hasta la última fuente de la pradera artificial que había diseñado un francés para nosotros. Iba y venía envuelto en pieles, transpirado, húmedo. Como su caballito defecaba sobre las rosas de mamá, cada vez eran más grandes, primitivas.

Desde muy temprano entendí la matemática, el latín y otras ciencias inútiles. Alfonso era lerdo hasta en las sumas simples, pero qué equilibrio. Dominaba su cuerpo con tal soltura que a los cinco ya practicaba tiro al pato, arco y lanzamiento de martillo con la facilidad de quien se ata los cordones con una mano. Pronto le correspondió un caballo árabe casi tan alto como papá. Mientras yo leía a Plotino y sus realidades derivadas, Alfonso se aventuraba hasta los límites más oscuros del reino. Volvía cada vez más indomable.

Una mañana de invierno en que las fuentes amanecieron heladas, Alfonso pidió a gritos su caballo, a pesar de las alertas. Mamá tomaba un baño en la torre norte y papá había salido con la excusa de alguna guerra. Nadie pudo detener a mi hermano.

El cielo estaba oculto tras nubes oscuras, idénticas, cuando subió a la cabalgadura. Un rayo laceró el cielo. Alfonso tiró con tanta fuerza de las crines, que su caballo se encabritó. Desbocados ambos, atravesaron los vidrios del jardín de invierno y terminaron sobre la colección de cactus americanos de mamá. La imagen me impactó por su belleza, no podía abandonar la contemplación.

Al equino lo sacrificaron enseguida pero el embalsamador del reino lo dejó impecable. En su nueva faceta de caballo eterno me fue donado. Me asustaban un poco sus ojos duros como almendras sin pelar, los músculos tensos. El gesto pasivo de la muerte. Pero tenía pelo. Y olía salvajemente.

Aunque Alfonso respiraba, no pudo mover las piernas. Vinieron médicos de otras latitudes a sanar sus heridas. Los miembros inferiores le fueron entablillados y embadurnados con yeso.

Mientras tanto, yo estudiaba qué hacer con su caballo. Una tarde logré subir a la montura plateada con la ayuda de tres lacayos y una escalera. Ya no quise bajarme. Tomaba allí el almuerzo, mis lecciones de latín. Algo de su sangre fiera resistía bajo el formol inyectado.

Lo hice ubicar en mi dormitorio, apuntando hacia el precipicio del lado sur. El animal y yo éramos una parábola del ocaso como principio místico.

Cuando por fin retiraron el yeso, las piernas de Alfonso eran dos palitos sin energía, flojas y desnutridas. El torso había crecido desproporcionado. Ya no era capaz de caminar sin ayuda. Bañaron en oro una silla, le pusieron ruedas y ahí lo sentaron, hasta el final de la adolescencia.

Su natural arrojo fue sustituido por el malhumor típico de los lisiados. Pedía ser reubicado en distintos salones porque se aburría. Atrás iba un lacayo borrando las huellas de grasa. Los suelos de palacio estaban repletos de marcas, cambios de dirección. Como la silla lo incitaba a las zonas bajas, su carácter se tiñó de rarezas. El servicio lo esquivaba en cuanto se quedaba dormido. Pedía ver coitos ajenos e incitaba a las criadas a que le mostraran los pezones. Fueron años de tortura. Mamá simuló sordera. Papá decidió embarcarse en busca de esclavos africanos, sólo para mantenerse lejos. Yo resolví aplicar mi mente en dirección contraria a los sentidos. Leía hasta que no había velas.

Una noche, sorprendí a Alfonso llorando. Se negaba a volver a la silla mientras torturaba a su valet con un rebenque. Decidí ocuparme de él. No fue ternura sino egoísmo. Sus lamentos entorpecían mi lectura.

Le diseñé un corsé fijo con dos patas laterales para que se mantuviera en posición erguida. No es bueno que un príncipe se tuerza. De lejos, hasta parecía elegante. Pero el andador era aparatoso y las burlas no tardaron en inundar el reino. Incluso mamá se rió de él un día en que decidió mirarnos. Estaba muy desmejorada. Había envejecido tanto que no recordaba nuestros nombres.

Llegó el verano. La noche más corta coincidiría con el cumpleaños número dieciocho de mi hermano. Papá regresó a salvo de sus tropelías, con cientos de esclavos. Al ver a Alfonso de pie, decidió que era hora de festejarlo.

Se elaboraron listas de invitados con lo más fétido de la realeza internacional por orden alfabético: marqueses pútridos, condesas descalabradas, archiduques de conducta retorcida, en suma, seres disfuncionales con escudo heráldico. Y, por supuesto, Margarite. La princesa que, desde la cuna, le pertenecía a Alfonso.

Mi padre decidió que lo mejor sería embutirlo en una armadura con movilidad propia, antes que pasar apuro frente a tanto imperio. Por eso contrató a un ortopedista checo de gran popularidad, el ingeniero óseo Leopoldo Topocèk.

Llegó de madrugada, tres meses antes del natalicio de mi hermano. Su coche era manejado por un caballo de chapa negra, de silueta finísima. Los cascos eran mínimas ruedas de giro infame. A pesar de la hora, entendí que su llegada era un umbral hacia el futuro. Atrás quedaba el mundo de la materia primitiva.

Una mezcla de pavor y de euforia se apoderó de nosotros. Los criados no sabían cómo alimentar a aquel caballo sin boca, pero fueron instruidos. Topocèk solicitó aceite de maíz y silencio. Escuchó los requerimientos de papá, hizo un gesto con los labios y se abocó a su tarea. Se instaló en las caballerizas abandonadas. Desde la aparatosa caída del sucesor al trono, papá había prohibido los equinos en todo el territorio.

Topocèk permaneció encerrado en los establos. Sin señales de él por varios días, las bandejas rebosantes de alimentos eran devueltas limpias, lo que nos daba la certeza de que continuaba existiendo.

La fecha del cumpleaños de Alfonso se aproximaba. Los nervios conducían a papá hasta las caballerizas varias veces al día, pero el checo no le franqueaba el paso. Cuando su cabeza estaba a punto de perderse a instancias del verdugo del reino, Topocèk hizo llamar a mi hermano. Nadie más tuvo acceso.

Mientras tanto, los esclavos construían un salón de baile nuevo. Los espejos, querubines, mármoles y candelabros venían desde lejanas fortalezas saqueadas por papá.

Por fin, llegó la noche. Esta. Si me ubiqué detrás de los cortinados, no fue por timidez. Tenía un mal presentimiento.

Cuando el reloj canturreó ocho veces, los músicos detuvieron la ejecución de un vals para acrecentar el silencio. Dos criados negros abrieron las puertas y arrastraron una armadura hasta el centro. A modo de brevísimo striptease, retiraron el yelmo y las manoplas. Ahí estaba Alfonso. En lugar de escarpes o espuelas, los pies parecían cascos que no tocaban el suelo. Los invitados giraron atónitos sus pupilas, varias bocas se abrieron. Hubo excitación, aplausos. Estaba erecto sin ayuda, sus piernas, dos postes de acero.

La armadura fulguraba cuando Alfonso tomó de la mano a la princesa Margarite y la atrajo hacia sí, con decisión bien actuada. La orquesta desplegó sus violines, los criados negros salieron hacia sus pocilgas y Topocèk apretó un botón.

Los novios comenzaron a girar. Parecían dos seres a cuerda, una pareja sobre una caja musical. Era hermoso verlos. Las rotaciones cada vez más cerradas. Sus figuras perfectas. Más rápido, gritaron los cortesanos a coro.

La aceleración convirtió la trenza de ella en un látigo. De pronto, iban más rápido que los relojes y sus segunderos, que las aspas de un molino agitadas por el céfiro. Sus cuerpos se fundían con tal velocidad que no había forma de entender quién era la princesa, quién el caballero. Los músicos pasaron de las semicorcheas a las fusas y de ahí, al desconcierto. Tiraron los arcos al suelo, presas de un vértigo contagioso. Las damas estaban descompuestas.

Papá, colérico, batió palmas, pero Alfonso no podía detenerse. El futuro conspira contra la monarquía, gritó. Su voz daba miedo. Topocèk comenzó a manipular los botones con desesperación. No le respondían. Amargado, los estrelló contra el suelo.

Por fin, los giros se hicieron más lentos. Los cuerpos recuperaron definición. Y la vimos. La princesa había perdido la conciencia. Colgaba del brazo de mi hermano como un ramillete de rosas vencidas. Baba roja manchaba el brocatto marfil de aquel despojo. Fue su guardia quien terminó de desarmar, a la fuerza, aquel círculo perverso. Alfonso estaba pálido y cayó al suelo, los ojos perdidos en sus cuencas. Fue despojado del espaldar, de las hombreras. Lo pelaron como a un crustáceo. Margarite fue trasladada a su carricoche. Los invitados se dispersaron hacia los jardines, en corrillos.

Entonces se supo. La princesa no respiraba. Enseguida se escucharon amenazas. Sus caballeros encolerizados saqueaban nuestro reino. A Margarite la vengaron con la misma velocidad con la que había muerto. Alfonso fue privado de su garganta hace escasos instantes. Mis padres crepitan junto al checo en una espantosa hoguera. Todo es humo y desesperación. No pude despedirme de nadie. Pero logré subir a mi alcoba. Trabar la puerta.

La chusma negra entretiene su furia en la planta baja. Escribo entre gritos, con el hedor de mi propia carne vulnerada. Ya vienen. No hay tiempo para revisar mi prosa. Escondo estos papeles bajo la montura de plata. Cierro los ojos. Cabalgaré hasta el último acantilado de la realidad sobre su caballo muerto.


Ilustración: Miguel Rep

lunes, febrero 01, 2016

ACERCA DEL FIN


DOMINGO, 31 DE ENERO DE 2016





Por Fernanda García Lao

Idea que puede ser odiosa, prematura. Uno la empuja hasta que no la ve. La hace nocturna. Le apaga la luz a la palabra. Pero sabemos que sigue ahí. Oculta parcialmente. Un día, o una noche, se aparece. Uno la había olvidado. Quién sos. Ella no dice nada. Chasquea los deditos. Se pone cínica. Fin. Y te acompaña a la salida.

La palabra es breve, se dice rápido. Promesa de futuro que no arraiga: una puerta que va a cerrarse. A veces de golpe.

Se pelea con Eternidad. Se llevan pésimo. Eternidad se hace la interesante, la lánguida. Se estira y no escucha. Es una palabra perpetua. No entra en ningún lado. Eternidad tiene el pelo largo y no se corta las uñas de los pies. Fin, que no tiene paciencia, le pega una cachetada. Pero no la lastima. Nadie pudo registrar la eternidad, le dice, pero acabar es cosa de todos los días. Las discusiones duran tanto que siempre gana Eternidad. Aunque no tenga argumentos. Lástima que no haya con quién festejar. Anda sola por ahí. El único que podría entenderla sería Infinito, otro desclasado. Pero nunca se encuentran.

Hasta el fin suena a promesa romántica. Los amantes se besan, se ofrecen. Prometen. Y después, de pronto, uno de ellos dice hasta acá. Es el final, sí. Pero de quién. El que dijo la palabra se libera. La tuvo en la lengua y ahora la dibuja en los labios. El que la escucha se la queda. Y mira sin saber cómo hizo esa palabra para meterse en la boca sin haber sido vista. Hasta que ella lo espanta y se ve obligado a caminar en dirección opuesta.

Fin de fiesta huele mal. Suele estar rodeada de vómitos. Tiene el vestido traspirado, roto. Es rastrera. Una palabra caída del éxito. La que no se fue a tiempo. Ya no queda nadie en la pista y ella sigue moviendo la pelvis con la boca seca. La tienen que sacar a la vereda, le piden que no vuelva. Se aleja gateando, tras perder la poca reputación que le queda.

Es todo lo contrario de por fin. Que es la palabra esperada. Sí, un poco histérica. Da vueltas, está casi entregada. Ya la estaban desnudando y de pronto, no. Se sube el cierre, toma aire, abandona el recinto. Ya la dan por perdida cuando ella decide que quizás es el momento. Vuelve perfumada, con los dientes limpios. La reciben con signos de exclamación. Es aplaudida. ¡Por fin, nena! Ahí se abre de piernas, como si nada.

Fin de semana es un tipo relajado. Y bebedor. Le gusta derrochar. Si no puede salir, se queda en cama viendo la tele. Se babea. Pero como el suyo es un estado transitorio, esquiva el drama. Sabe que volverá al cabo de cinco días, las oportunidades no le faltan. Se parece un poco a fin de año, pero menos petardo. Sin tantas ínfulas.

A fin de cuentas, siempre anda con una calculadora. Es materialista, fría no. Tiene una lista de reproches bajo la manga. También pone cara de superada, pero es pura actuación. Sabe lo que está haciendo y no se calla. Te larga el resumen del momento como un evangelista guionado. Saca conclusiones, pero le va mal: nadie se acerca. Debería aflojar, distenderse. Al fin de cuentas, a quién le importa su opinión.

Hay otro fin que justifica los medios. Suele olvidar sus escrúpulos con facilidad en el cajón de las medias. Es tan áspero que se jacta frente a un micrófono. Sonríe de costado, usa anteojos italianos, no tiene erecciones. Suele terminar mal.

Si lo pensamos como imagen, el fin es un movimiento: las películas concluyen y los créditos se lo llevan para arriba, hasta dejar oscura la pantalla. Después, la luz, irse, ¿nos vamos? Se terminó. Salir a la calle con las pupilas cansadas del juego de abrir la realidad y cerrar la fábula. Pero ya no se usa. The end suena ingenuo, es cosa del pasado. Ahora los finales son abiertos, piden que uno se los lleve sin terminar a la casa.

Entonces, sube o no se deja atrapar. Es un principio de espaldas. También se puede encontrar bajo tierra. Parece que nunca estuviera a la altura de los ojos. Trepa, huye o desciende. En cualquier caso, te obliga a mover el cuello. El alma se eleva y el cuerpo se va para abajo. El fin es una escalera bastante transitada.

Así como Juicio final suena a escarmiento y la muerte no tiene la última palabra, las almas han de justificar su desequilibrio pagando la cuota divina. Fines imperfectos y fines definitivos. La potencia de ser obliga a terminar. Tender hacia la muerte es ser alguien en el recorrido. Si en el principio era el verbo, el final es el hombre. Y no tiene palabra.

Los pesimistas lo presienten en cada curva. Los optimistas aceleran, lo combaten con la amnesia. Olvidar es un verbo activo, obliga a ponerse en campaña. Se entretiene uno con el asunto de confinar el tema. Fin de los tiempos, fin de la poesía, los agoreros quieren terminar con todo lo que palpita. Porque vivir es durar, genera pavor. Ideas fatalistas. Pero el deseo no muere, cambia de cabeza.

Hay quien cultiva el cierre precipitado y quien prefiere el lento. Los hay imprevisibles o cantados. Pero ambos, desde el comienzo, han caminado el fin por la hoja en blanco como subidos a una tijera. Hacia el barranco vamos, arrastrados por ese ocaso que obliga a cerrar. Salir herido dejando rastros de sangre.

Para leer en la página original, click en el título.

lunes, enero 04, 2016

El tormento más puro

VERANO12






El cuento por su autor:



Escribí este relato pensando por qué escribo. Y terminé sin saberlo. En el medio aparecieron varios seres. Me dije que eran tan reales como yo. O tan irreales. Que la ficción y la carne son materiales parecidos. Necesitan un punto de vista, un lugar y tiempo. Se mueven por deseo, respiran. Dejan de respirar. La única ventaja es que la ficción tiene más vida. En mi biblioteca, Don Diego de Zama sigue aguardando su traslado.
El protagonista de este tormento es un desorientado, como yo. Como nosotros. No puede establecer con certeza lo que es real, si su familia fue un invento suyo. Si tuvo novias: “Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba”.
Este relato forma parte de mi nuevo libro de cuentos, aún en proceso de escritura.

Por Fernanda García Lao



UNO

Empieza por empezar, instalo el ahora como quien escupe en el suelo. Sobre esa mancha comienzo. Enseguida, un par de seres aparece en el sillón. Mi baba a sus pies. Gente sin nombre. Curvas como personas que viven por el deseo de ser. No son más que un bulto en mi cabeza, pero ella me mira. Él no. Aún no le pensé los ojos. Es una protuberancia masculina. Como todos nosotros. Una flecha hacia adelante. En cambio, las mujeres crecen hacia adentro.

Nadie viene a verme. Ya no sé si quedan personas en mi familia. Con esto de no hablar, se achican las posibilidades. Una vez éramos muchos. Un batallón de gente con esperanza. Y frases listas para decir. Un ruido espantoso en las reuniones. Quitarse la palabra, decir no. Había que ocupar el silencio y estrujarlo, ser asonante. Desorbitarse un poco para que el otro no pueda. Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila. Si crecen las desavenencias, da la sensación de que el tiempo no está de adorno. Es importante crear la sensación de que pasa algo. En la calma sucede poco. Que nadie se duerma. El primero en enmudecer será aniquilado.

DOS

La mujer del sillón me sonríe. Le veo una teta, no dos. Una. Con el pezón. Un leve sabor ahí. Una mácula dulce. Observa mi reacción con un leve movimiento de ojos. Me ubica en el espacio y me dan ganas de moverme. Voy a hacer un paso hacia la izquierda sólo para obligarla a vivir hacia ese lado. Gira todo. Ella, él y el sillón sobre el que los ubico. A ella, la luz le da en el pelo. El no tiene, apenas una pelusa seca. Allí hubo una vez una cabellera. Ahora, ni el sol lo reclama. Un gesto, sin embargo. Le escribo un gesto para decir que no está paralizado. Lo pongo a silbar, mientras me refugio en las teclas. Sus labios no los veo. Las arrugas le escapan al silbido. Se cuela el aire por ahí. Me silba un clásico. Me viene la idea del mirlo a los dedos. Escribo mirlo y me da miedo. Los pájaros me asustan. El pulmoncito dónde está. Puro aire que vuela y sisea. Ni un poco de carne en ese manojo de viento.

Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba. Las teclas eran menos mecánicas que ahora. Otro pulmón. Ese piano tenía más cuerpo que ella. Metía su cabeza ahí para enseñarle. Semioculta, le quedaban las patitas en el aire. Parecía una osamenta. Yo le sacaba las medias para tener una actividad acorde. Y le introducía mi compás. Ella hacia ecos en el piano. Su voz era excelente. Desde el centro, ensordecía. Hacíamos un compás atribulado. A veces rapidito, otras tan lento que la perdía. En salir me tardaba horas. O nos quedábamos dormidos. Ella adentro del piano, yo, de ella. Mi padre entró a la habitación. Qué haces copulando con el piano de la abuela. Mi novia no estaba. O sí. Estaba escrita. Papa no la leyó. Nunca tenía un hueco. Era un tipo completamente colmado. Un productor de situaciones. No estoy copulando, alcancé a decir. Pero una gotas blancas discrepaban con mis palabras. El semen brilla sobre la laca negra.

TRES

El tipo del sillón la está tocando. Me evado un minuto y éste me la quita. Ella se deja tocar. Incluso parece contenta. Le desbrocha el pantalón. Pero no hay carne. El tapizado es verde oscuro. Ella se recuesta sobre lo que no hay y absorbe el terciopelo. Agita su lengua en estado de serpiente repentina. Ahora sí, él se merece un genital. Uno, aunque más no sea. La cosa se pone dura y ella se da cuenta. Se siente útil. Los dejo entretenidos y me hago un té.

Papá vendió el piano. Entonces, mi novia Dos tuvo que conformarse con la cama. La tiraba ahí cuando quería. La tapaba con la sábana para verla sonreír yo solo. Tenía la boca enorme, plástica. Era ella quien me inventaba a mí. Yo era una proyección de su apetito. Humedecía mis labios, se inclinaba de costado. Besitos en el ángulo me daba. No de frente, nunca. El amor se hace así, escribía yo. Hay que persistir. Ponía su cuerpo a mi disposición, flácida como un deseo. Nunca dijo nada. Era yo quien la forzaba con la lengua. Quería llenarla de leche. Hay mujeres vacunas. Esta era al revés. Un espacio a inundar. Las horas se hacían sobre ella. Contaba el tiempo por sus gemidos afónicos. Ahí voy de nuevo, le decía. Mis manos se ponían calientes de sacudirla tanto.

CUATRO

Vuelvo con la taza de té quemándome la boca, y no hay nadie. Los del sillón se han ido. Me obligan a suponer. Entonces digo bebé, y un resto envuelto en un pañal acuoso se hace lugar entre los almohadones. Nunca vi a nadie desde el principio. Los inicios me ofenden. Cómo se piensa algo que no es. Es más fácil seguir una idea que provocarla. Orinar un asunto es exprimirlo hasta el jugo. Dejo el té en la mesa y me acerco a esa carga que llora. Se le ve la campanilla. Es roja, resplandece por el llanto. El sujeto que berrea no me registra. Estoy fuera de su ángulo de dolor. Él sí participa del mío. Busco una palabra que lo defina. No la encuentro. Estrenar el mundo suplicando, a los gritos, es un acto estéril. Yo no sé cómo fui. Escribo y borro el centro de la idea sin darle tiempo a instalarse. Estrenar el mundo es un acto estéril. Punto.

CINCO

Recuerdo a mis hermanos. Eran muchos, cada uno con su tenedor. Había que lanzarse sobre la cacerola para obtener alimentos. Mamá no ponía platos. La multitud se esforzaba. Parecíamos las patas de un cangrejo que se devora a sí mismo. Inclinados hacia las salsas, los fideos se enredaban a velocidades enormes. Los rollos de pasta eran ingeridos con desesperación. Yo comía poco. Apenas unos gramos, lo que quedaba en el fondo, pegado. Por eso no me desarrollé hacia afuera. Y crecí sin ocupar espacio. Me hice cóncavo, casi femenino. Mis hermanos eran altos, hacían deportes arriesgados. Siempre regresaban con sangre, oliendo a vendas, a costra. O eso pensé. Hablaban esa clave indescifrable tan típica de los atletas. Gente guturalmente muy desenvuelta. Fue triste que murieran de golpe. De un vuelco fui hijo único. El vacío se precipitó en ellos. Y quedaron irreconocibles. Sus elementos de escalar fueron a parar al lavadero. El sistema de poleas era bueno, pero el peso de sus músculos cortó los cables. Me recuerdo llorando frente a los calzones enganchados a aquellas sogas fuertes, tan masculinas y tan muertas. Mis hermanos tuvieron una vida potente pero breve. Los hubiera hecho durar más, pero el cuaderno donde los escribí tenía pocas páginas.

La pareja vuelve al sillón y el bebé enmudece. Parece que era de ellos. La mujer le pasa la mano por el pañal y dice está sucio. El hombre saca uno nuevo de la cartera de goma. La operación dura uno o dos pensamientos míos. Un montículo de caca es pateado debajo del sillón.

SEIS

Una tarde, papá se metió en mi cama a dormir la siesta. Estaba enojado con mamá. Cuando entré no sabía. La Dos estaba haciéndolo debutar con su erotismo de silencio, la luz entraba rota por la persiana. Los vi de atrás, desnudos bajo las sábanas. Ella le lamía las tetillas y él se contoneaba. Habían apagado el ventilador. Cerré la puerta sin ser visto y entonces inauguré el insomnio. Dejé de acostarme ahí para no pensar en ellos. Puse una bolsa de dormir en el suelo, sobre las baldosas grises. La espalda se me hacía de mármol. La pérdida del amor duele en los riñones, escribí. Fue mi primer textito razonable: Algo se filtra. Papá lo leyó sin permiso y al mes siguiente salió publicado en una revista. Lo había firmado con su nombre.

Mamá se fue el lunes siguiente. Podría haber elegido otro momento menos incómodo. No me despertó para mis clases, tomé un café aguado. Tampoco dejó una nota, ni siquiera una advertencia. Ese hueco dio lugar a la mentira. Papá inventó dos versiones. Entonces, el recuerdo era intermitente. A veces era de día, otras no. Ella lo insultaba o le daba un beso tibio que duraba hasta que dolían los labios, hasta que comenzaban a arder. La única coincidencia entre ambas leyendas era el final, la plata. Mamá había llenado un bolso después de destripar el colchón. Resulta que yo había dormido sobre el vil metal. De ahí mi pesimismo histórico. El peso devaluado había lisiado la felicidad posible.

SIETE

Ya no sé quién inventó a mamá primero. Si él o yo. Lo cierto es que ella tuvo que existir así, escindida. Una mujer sin claridad, mal realizada. Por eso nos dejó, estoy casi seguro. Qué fue primero, el feto o la gallina.

El sillón ha quedado vacío. El trío se anuló en un bostezo doméstico y familiar. Han dejado el pañal como única reseña de vida.

Tal vez aquella tarde, papá no estaba abusando de mi novia Dos, y sólo buscaba dinero. Pero hubiera preferido el deseo por un cuerpo que no existe que esa avaricia torpe que no es otra cosa que decadencia moral. Mejor una traición de la carne, escribí. Tuve la precaución de quemar mis ideas. Nunca más un papelito nauseabundo. Andá a plagiarme, papá. No entrás en mi cabeza.

Me quedo instigando un asomo de lucidez, suponiendo otra vida que mejore mi yo, haciéndome el otro. Escribir es eso. Entonces, descanso en el sillón y cabeceo, hasta que el mundo se ahoga. Despacio.

Empieza por empezar, incluso cuando no se mueve.


lunes, febrero 09, 2015

La virgen y el cordero

Verano12

El cuento por su autor
Por Fernanda García Lao

Los textos nacen porque son visibles, a veces. La otra opción es escuchar una frase que desea ser escrita. Mi cabeza construye sin permiso. Con “La virgen y el cordero” me pasó que vi tres cosas:

Uno. La cubierta de un barco en el medio del océano y un hombre fumando rápido. Parecía tarde, hacía frío. Entonces escribí. “El viento le atraviesa la nariz como un pasillo que se construye rápido.”

Dos. Una pareja gira en una pista de baile. Son los últimos de una fiesta que ya se terminó. Enseguida supe que aquello sucedía en el mismo barco. “El mar plancha a las personas decentes.” Y que esa mujer estaba con el hombre equivocado. “El imbécil es viejo y pelirrojo, parece un payaso.” Entonces, le di impulso a ella para abandonarlo por un instante. Quería que conociera al fumador. En cuanto la vi a la intemperie, supe que necesitaba un abrigo de otro tiempo. Y que tenía la nuca desnuda. No sabía su nombre. El pelirrojo la llamó y yo lo escuché. “¡Enrica, no es para tanto!”

Con estas pesquisas obtuve personajes, espacio y tiempo. Pero el barco era un objeto en movimiento, inestable. Necesitaba un contrapunto. Forcé la mirada.

Tres. En tierra, frente a una iglesia. Un viejo lleva una cabeza de cordero a modo de sombrero. Lo pensé en Gaiman. Hace tiempo que ese lugar me intriga. Ahora precisaba un apellido galés. Lo llamé Wynns. Porque sonaba a viento y un poco a ganador. Sólo un poco.

La curiosidad era inmensa. Qué relación había entre este señor y los viajeros. El viento unió al señor Wynns con el fumador, a quien resolví bautizar como Arturo. A partir de ahí, mis dedos trazaron los destinos, ataron cabos. Y pusieron a copular a algunos, a padecer a otros. Las historias se hacen a base de lógica y locura. En idénticas proporciones. Esta no es una excepción.

Imagen: Rep
Para leer el cuento, click en el título.

sábado, julio 12, 2008

No pasarán


LAS12
Página12
11 de julio de 2008
Cuenta la leyenda que hace más de mil años una mujer usurpó la silla sagrada de Roma convirtiéndose en papisa. Y que terminó apedreada, empalizada o arrastrada por su caballo. Las versiones se multiplican (aunque todas terminan mal). Y como en las religiones nada es casual y cada parábola tiene su moraleja, valga la desventura de una para mantener a las demás alejadas del Vaticano. Sí, se coló una, pero que no vuelva a repetirse.

Por Fernanda García Lao
Para la Iglesia Católica, las mujeres tenemos dos opciones. Ser vírgenes o pecadoras. Desde el principio ha sido así y parece imposible modificar el estereotipo. Se pueden elegir entonces dos modelitos básicos: castidad, pureza y mutismo a la manera de la Virgen María, o desobediencia y provocación de Eva con manzana en la boca y diablo entre las piernas, al tono.
Si arrancamos tirando el paraíso por la borda, muy difícilmente seamos aceptadas para dirigir un rebaño. Ni siquiera postularíamos para oveja. Y si aceptamos la castidad, menos. Hay que permanecer en silencio. Así que pura o depravada es igual, las limitaciones son claras: se niega absolutamente la participación activa de las mujeres en las élites de poder eclesiástico. Y fundamentalmente, se prohíbe abrir la boca. Sin voz propia, la interpretación de la palabra divina es un imposible.
El Nuevo Testamento nos alecciona así:
“...pues Dios no es Dios de confusión, sino de paz. Como en todas las iglesias de los santos, vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación. ¿Acaso ha salido de vosotros la palabra de Dios, o sólo a vosotros ha llegado? Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor. Mas el que ignora, ignore” (1ª Cor. 14:33-40).
“La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio” (1ª Timoteo 2:11-12).
Pero tranquilas, no solamente nos cierran las puertas del Vaticano. La Iglesia Anglicana enfrenta en este momento una amenaza de ruptura, encabezada por 500 sacerdotes, que abandonarían la comunidad si prospera la propuesta de ordenar mujeres obispos en el sínodo general previsto para este mes de julio. Unas 15 provincias episcopales votaron a favor del nombramiento de mujeres obispos incluyendo Australia, Brasil, Canadá, América Central, México, Filipinas, Sudáfrica y Estados Unidos, pero el ala conservadora provocaría un cisma antes que aceptar semejante posibilidad.

La historia de Juana

Las versiones acerca de la existencia de la papisa la sitúan a mediados del 800 después de Cristo y fueron publicadas en el siglo XIII por varios historiadores de la época. Su existencia fue aceptada por la Iglesia Católica hasta el siglo XVI, momento en el que decidieron negar el asunto. A partir de entonces llegaron a decir que la fantasía habría surgido como una burla al papa Juan VIII, de mano blanda y carácter ambiguo, al que sus detractores llamaban Papisa Juana. El papa Juan VIII murió en 882, en circunstancias extrañas. Algunos apuntan que fue envenenado y que tardaba tanto en morir que fue rematado a martillazos. Otros aseguran que la mujer era Benedicto III. Sin embargo, en varias representaciones medievales de la papisa Juana, aparece con el nombre de Juan VII. Su imagen se encuentra en multitud de grabados y tablas medievales, o en crónicas de la época, como “Crónica Universal de Metz”, escrita alrededor de 1250 y en ediciones subsecuentes de la “Mirabilia Urbis Romae” del siglo XII.
Juana, Agnes, Gilberta o Margarita, era hija de un clérigo y desde muy chica fue instruida por su padre en las artes liberales: gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música, además de estudiar latín y otras lenguas modernas.
Como Juana deseaba continuar sus estudios fuera de la casa paterna, la única opción posible era la carrera eclesiástica, absolutamente vedada para las mujeres. Por lo que decidió modificar su aspecto con un hábito de fraile y adoptar un nombre masculino. Como Johannes Anglicus –Juan el Inglés– consiguió un trabajo de copista. Más tarde, viajó por distintos monasterios de Europa y se relacionó con las figuras más influyentes del momento, sorprendiendo a todos con su carisma y erudición. Después de codearse con la emperatriz Teodora de Constantinopla, pasó por la corte alemana y llegó por fin a Roma.
Según algunos cronistas, en Roma fue admitida como profesor de la Schola Graecorum, antiguo colegio de diáconos, donde enseñó y obtuvo el título de Príncipe de los sabios. Gracias a sus brillantes disertaciones, la nobleza, los cardenales y los sacerdotes admiradores de su palabra la postularon como sucesora de León IV, del que había sido secretario de asuntos internacionales. Fue consagrada en San Pedro en el año 855 por unanimidad.
Los problemas para Juana habrían comenzado en el segundo año de su papado.

Visita inoportuna
Nadie había notado sus facciones femeninas, ni su inmaculada palidez, lo único destacable era su tamaño. El Papa crecía como el Nilo. Pero es sabido que los altos cargos provocan ensanchamiento de estómago y apetito sin freno. Sin embargo, Juana no había engordado. Estaba embarazada, uno de sus asistentes era el padre de la criatura y la criatura no tuvo mejor idea que nacer en una procesión de rogaciones desde San Pedro a Letrán, en el camino que va del Coliseo a San Clemente.
Imagine usted al cortejo solemne interrumpido por la caída intempestiva del líquido amniótico, los dolores de parto y los berridos del recién llegado. El espanto se dibujó en las sotanas, las palabras sacrilegio y demonio llenaron las bocas beatas y aquello pasó de procesión a vía crucis, en menos que canta un gallo. Las versiones hablan de turbas enfurecidas, piedras, caballos desbocados con la papisa a la rastra, muerte instantánea, prisión, convento y otras formas de castigo non sanctas. Según Martín de Troppau, quien fuera capellán penitenciario en Roma hasta 1278, tras el parto Juana fue destituida e hizo penitencia hasta el último de sus días. Su hijo sobrevivió y llegó a ser obispo de Ostia, donde fue enterrada la rebelde.
Otros aseguran que en el lugar del nacimiento fue enterrada junto a su hijo, oportunamente ahogado por los sacerdotes, y que sobre su tumba erigieron más tarde una capillita con estatua de mármol alusiva, donde aparecía la papisa con hábitos sacerdotales y bebé en brazos. Benedicto III habría ordenado destruir la construcción, aunque las ruinas se conservaron hasta el siglo XV.
El caso es que a partir de entonces las procesiones papales esquivaban el camino donde se había producido el hecho. Tal vez para evitar nuevos alumbramientos o quizá para negar el insólito suceso.

Del Vaticano al tarot
La figura de Juana era conversación recurrente a la salida de la iglesia medieval. Su existencia no era puesta en duda, aunque se multiplicaran principios y finales para ella o su descendencia. Si bien la historia está llena de interrogantes, no es fácil desmentir la existencia de la papisa. Una cantidad nada despreciable de documentos –alrededor de 500– dan cuenta de su papado. Autores como Petrarca o Boccaccio la mencionan en sus escritos, documentos del siglo XV hablan de la estatua de “La mujer papa con su hijo en brazos”.
El monje benedictino Marianus Scotus (1028-86), en algunos de sus manuscritos de su Historiographia escribe sobre lo acontecido en el año 854: “El Papa León murió en las Calendas de agosto. Fue reemplazado por Juana, una mujer, que reinó por dos años, cinco meses, y cuatro días”.
Gotfrid de Viterbo, secretario de la Corte Imperial, en su obra el Pantheon, de 1185, señala que “después del papa León IV, Juana, el papa femenino, reinó durante dos años”.
A partir de la reforma católica en el XVI, la Iglesia comienza a negar progresivamente a Juana, mientras los protestantes aseguran su existencia. Algunos autores han llegado a decir que fue un invento luterano para desprestigiar a la Iglesia romana. También se comentaba que estando camino a San Pedro, Lutero se encontró frente a una estatua ubicada en una de las vías, en la que aparecía una mujer con el cetro y la mitra papal, sosteniendo a un niño. “Estoy sorprendido –habría declarado– de cómo los papas permiten que la estatua permanezca allí.” Cuarenta años más tarde, la estatua había desaparecido.
Hay quien afirma que la aventura femenina fue la causante de esa fea costumbre vigente hasta el siglo XVI de palpar las partes pudendas de los aspirantes a papa antes de ser consagrados. Sin embargo, otros sostienen que la silla en cuestión era para desalentar a eunucos. En una ceremonia conocida como de “inspección”, el candidato a Papa ocupaba la Sella Stercoraria y un diácono sopesaba genitales, verificaba que estaba todo en su lugar y declaraba por fin: “Habet!”, mientras la concurrencia daba gracias al Señor.
En fin, algunos negaban y otros afirmaban su existencia, pero el acervo popular la inmortalizó en forma de naipe. Efectivamente, el tarot de Marsella, nacido en la Edad Media, concedió a la Papesse la carta número dos de los Arcanos mayores. El naipe que representa la sabiduría femenina. Aunque años más tarde su figura fuera rebautizada, oportunamente, como la Sacerdotisa.

Esclarecimiento papal
Por si alguna despistada no hubiera comprendido que las mujeres están excluidas de las jerarquías de gobierno y de las estructuras del poder católico, y frente a reclamos femeninos de igualdad en los estamentos religiosos, Juan Pablo II emitió el siguiente comunicado, antes de abandonarnos:
“...con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
Carta Apostólica. Ordinatio sacerdotalis del papa Juan Pablo II, sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres.
No sorprende que frente a este panorama se niegue la existencia de Juana. Tal vez fue sólo una violenta alegoría para demostrar lo que podía esperar una mujer si se atrevía a ocupar el sillón de San Pedro.
Lo que sí sorprende es cómo han resistido hasta nuestros días algunas estructuras tan explícitamente misóginas.


link al diario:
La papisa Juana y el eterno rechazo cristiano a las mujeres

viernes, junio 20, 2008

Yo soy Frankenstein




LAS/12

Página 12

Viernes, 20 de junio de 2008

Este año, Frankenstein cumple 190 desde su publicación, casi tantos como el número de versiones que se han realizado sobre su historia. Su creadora, una jovencísima artista huérfana de madre, moldeó a su criatura mirándose al espejo: vegetariana, huérfana de madre, enfrentada con su padre, ninguneada por sus contemporáneos, aprendió del mundo a través de la literatura. Con ese cóctel, Mary Shelley fabrica su novela haciendo gala de una modernidad sorprendente: construye su relato a partir de fragmentos, como su monstruo encantador.

Por Fernanda García Lao
Nunca una novela ha sido tan tergiversada, versionada, como la de Mary Shelley. Y ella, como el doctor Frankenstein, repite el destino de la novela. La bestia solitaria –su creación– la sobrevive y la sepulta. El cine se adueñó del fenómeno desde el costado más básico: el miedo a lo desconocido. Así, el engendro (Boris Karloff en las versiones de 1931 y 1935, dirigidas por James Whale) comparte cartel con El hombre lobo (1943), con vampiros (Drácula contra Frankenstein, 1972) o se humaniza y tiene novia (La novia de Frankenstein, con la inolvidable Elsa Lanchester) e hijo (El hijo de Frankenstein, dirigida por Rowland V. Lee en 1939). Su creador se convierte en barón, tiene ayudante con joroba (Fritz, Hans, Ludwig, o Igor) y bigotito anchoa. La criatura usurpa el nombre de su creador y acaricia infantes perdidos en el bosque. La chusma lo sigue con antorchas y el fuego termina consumiendo la maldición.

Entre lo más bizarro, podemos mencionar a Frankenstein y el monstruo del espacio (1964), Carne para Frankenstein (1974) de Paul Morrissey, supervisada por Andy Warhol o The Rocky Horror Picture Show (1975) de Jim Sharman, con travesti y monstruo superdotado incluidos. El cine actual también se ha dejado seducir por la potencia del relato. Frankenstein de Mary Shelley de Kenneth Branagh, con Helena Bonham Carter y Robert de Niro, es uno de los más fieles al original. Gothic (1986), de Ken Russell, recrea la noche en la que Mary, su hermana Claire, Lord Byron, Percy y Polidori, entre láudano y sexo pergeñan los relatos terribles de los que surgirán las criaturas más terroríficas que ha dado la literatura: Frankenstein y Drácula. Frankenweenie, un corto de unos 25 minutos de duración, filmado en blanco y negro y dirigido por Tim Burton en el año 1984, es una parodia de la novela, así como la popular El joven Frankenstein (1974), donde Mel Brooks da rienda suelta al disparate y termina casando a la novia del doctor con el mismísimo monstruo. Guillermo del Toro, el realizador mexicano de El Laberinto del fauno (2006) amenaza con filmar próximamente una nueva versión libre o “una permutación del mito”, según sus palabras, del manoseado original.
Hollywood también se encargó de ponerle un rostro, tornillos incluidos, a un personaje que se parecía más a un Adán demonizado que a un robot grotesco. Las disertaciones de la criatura –exquisitas– fueron sustituidas por gruñidos, la violencia original, mutó en melancolía. El secreto de la creación se convierte en una maquinaria infantil, rayos y alambiques incluidos. La habitación en la universidad se transforma en castillo. La maldad se justifica por la naturaleza del fragmento: el monstruo está hecho de pedazos de criminales. Sin embargo, en el original, es la violencia de la sociedad y la negación del padre, lo que genera la venganza de ese ser anónimo y solitario que debe ocultarse para sobrevivir. Su aspecto lo condena. Sólo un ciego le dedica palabras amables.

EL ESCENARIO DE HIELO
Frankenstein arranca y termina con una serie de cartas heladas –escritas en las cercanías del Polo Norte– por un buscador de imposibles: Robert Walton, en las que relata a su hermana los extraños acontecimientos de los que ha sido testigo, además de sus padecimientos personales en un barco cuya tripulación no está muy convencida de seguir adelante. Y es que en una noche glacial, mientras el barco está rodeado de bloques de hielo, ha visto pasar a una criatura en alocada carrera sobre un trineo, tirado por perros. La imagen alucinada del “hombre de apariencia humana, pero de gigantesca estatura”, se completa al amanecer con la llegada de su perseguidor, un hombre a la deriva sobre un pedazo de hielo, en un trineo destartalado donde sólo un perro está con vida: “Voy en busca de alguien que huyó de mí”.
Víctor Frankenstein se deja rescatar con la condición de que el barco siga hacia el norte. A pesar de su estado, debe alcanzar un último objetivo. Mientras se recupera, narra sus desventuras con la vida y la muerte. Walton las escribe por la noche.

SOMOS CRIATURAS IMPERFECTAS
Según sus propias palabras, un afán desmedido de conocimiento obliga a un púber Frankenstein a seguir el dictamen de su destino: ser seducido por la alquimia. De la mano de Cornelius Agrippa, Paracelso y Alberto Magno, sin ayuda de mentor o maestro, se sustrae a viejas fórmulas de encantamiento que prometen el elixir de la vida o la aparición de fantasmas y demonios a partir de hechizos mágicos. Pero es una terrible tormenta la que desata la maldición: un haz de fuego precioso –palabras textuales– aniquila un viejo roble vecino a su casa convirtiéndolo en virutas frente a sus ojos. La potencia de la electricidad y el galvanismo destruye el conocimiento medieval e introduce a Frankenstein en la ciencia moderna.

Años después, ya en la universidad, conoce al profesor Waldman, quien termina por sepultar sus ingenuas teorías oscurantistas: “Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, han conseguido milagros”. A partir de ese día, el joven Víctor se dedica a la química y a las matemáticas, sin perder de vista el misterio del fenómeno primero: la creación de vida. Infundirla en la materia inerte, se convierte en su principal preocupación. Dedica días y noches a los experimentos. Sin revelar el mecanismo, ni los detalles de su descubrimiento, Frankenstein consigue la fórmula y se pregunta si debe crear un ser semejante o uno de funcionamiento más simple. Finalmente se decide por un ser humano sin reparar en el peligro de su creación. “Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí hacer una criatura de dimensiones gigantescas.”

Pero los pasajes más inquietantes son los que relata el mismo monstruo, condenado a la soledad. Un recién nacido de dos metros y medio, que debe instruirse a partir de libros encontrados (El paraíso perdido, de Milton; Las vidas paralelas, de Plutarco, y Las aventuras del joven Werther, de Goethe), o de la observación de una familia a la que espía durante más de un año. Un autodidacta que lee el horror de su creador y su lamentable principio. Un ser único en su especie que reclama una compañera “con la cual pueda vivir intercambiando el afecto que necesito para poder existir. Te exijo una criatura del otro sexo tan horripilante como yo”. La negación de esa única felicidad provocará la venganza de la criatura hacia su padre.

LA MAMA DEL MONSTRUO
Mary Godwin nació en Londres en 1797. Su madre, Mary Wollstonecraft, fue una reconocida filósofa, autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, uno de los primeros textos feministas de la historia. Murió días después de dar a luz a Mary. Su padre, político y escritor, fue uno de los primeros liberales británicos en abordar el pensamiento anarquista y el utilitarismo. Educada en libertad bajo los preceptos de su progenitor, según su diario personal, en un año era capaz de leer unos setenta y cinco libros. A los diez años publicó su primer poema. Vivió feliz hasta que se enamoró de Percy B. Shelley, que además de escritor romántico, estaba casado y era amigo de su padre. Frente a la ira del señor Godwin que reivindicaba el amor libre sólo en teoría, Mary decide escapar con su amante. Sólo tiene diecisiete años. Sin hogar y con su media hermana Jane Clairmont a cuestas, recorren Francia, Suiza, Alemania y Holanda. Pero la muerte la acecha. En 1815, nace su hija Claire que muere a los pocos días. Al año siguiente, su medio hermana Fanny sigue el mismo destino, esta vez por una sobredosis de láudano. La siguiente en la lista sería la ex esposa de Shelley que se suicida en el lago de Hyde Park.

Mary comienza a suponer que todo lo que la rodea se muere, como si una maldición la persiguiera. Ese año, embarazada de su segundo hijo William, comienza la escritura de Frankenstein. Pero, “el destino era demasiado potente y sus leyes inmutables habían decretado mi completa y terrible destrucción”. William muere de malaria tres años después, seguido por Percy, quien en julio de 1822 se ahoga en un naufragio.

Con veinticinco años y un único hijo sobreviviente –Percy Junior– se instala en Londres frente a la mirada esquiva de la sociedad victoriana que sabe de sus aventuras y de la libertad de sus acciones. La Iglesia también tiene una lista interminable de reproches que hacerle después de leer Frankenstein, publicado originalmente en 1818.

Mary escribió otros textos potentes y oscuros, entre los que se destacan Mathilde, donde la protagonista sufre los abusos de su padre, y una de las primeras novelas apocalípticas de la historia de la literatura: El último hombre. Continuó publicando ensayos, cuentos, crónicas de viaje y biografías sobre escritores de la talla de Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Montaigne, Rabelais, Corneille, Rochefoucauld, Molière, Pascal, Racine, Voltaire y Rousseau.

Murió en 1851, de un tumor cerebral. Fue enterrada junto a sus padres. “Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y estaré exultante de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar”, había escrito ella presagiando su epitafio.


sábado, mayo 10, 2008

En la ruta cruel

LAS/12
Página12
Mayo 2008


Nacida a principios del XX en el seno de Suiza –país cucú donde nunca pasa nada- Ella Maillart pasó de ser una niña delgaducha a una experimentada deportista y navegante. En su insólita vida trabajó de mecanógrafa, modelo de un escultor, doble de riesgo o profesora de francés, participó en cine como guionista, actriz y asistente de dirección. Pero lo que realmente le gustaba dirigir era su destino, sobre esquís o en embarcaciones de cualquier tamaño. Una auténtica Ulises, que puso rumbo a Grecia rodeada de sirenas.

Por Fernanda García Lao

El 7 de julio de 1928, cuatro jóvenes europeas, Ella Maillart, Marthe Oulié, Hermine e Yvonne de Saussure, partieron a bordo del Bonita, una embarcación sin motor de catorce toneladas, desde el Puerto viejo de Marsella, rumbo a Grecia. Costearon Córcega, Cerdeña y en Sicilia, Yvonne de Saussure abandona la expedición por motivos inciertos. En Naupacta, antigua Lepanto, embarcó Mariel Jean-Brunhes (con provisiones). Las chicas atravesaron el canal de Corinto -la etapa más complicada- y tres días más tarde llegaron a Falero, el viejo puerto de Atenas donde debieron abandonar la decrépita embarcación y tomar un vapor en El Pireo.

Ella Maillart había nacido en Ginebra en 1903. Su padre era comerciante de pieles y su madre una danesa con espíritu deportivo que abandonaba a su marido cada domingo para ir a esquiar. Desde muy niña, Ella adora la lectura de mapas y los libros de aventuras.
Al cumplir diez años, la familia se traslada a la orilla del lago en Creux-de-Genthod, a unos 7 kilómetros de Ginebra. Allí conoce a Hermine - "Miette"- de Saussure, hija de un oficial naval francés, de la que se hará inseparable compinche de aventuras. Ella comienza a descubrir que sus lecturas y la vida al aire libre pueden coexistir. Su delicada salud se ve fortalecida y en poco tiempo se convierte en esquiadora y navegante. Con Miette aprende a dominar barcos cada vez más grandes, con los que se alejan un poco más cada día. A los 13, gana sus primeras regatas. Mientras tanto, Europa está en guerra y las dos adolescentes detestan la época que les ha tocado vivir. Entonces leen e imaginan viajes imposibles. Cada vez, un destino diferente. Al terminar la escuela, viaja sola a Inglaterra para aprender inglés, idioma en el que escribirá la mayoría de sus libros.

"Excepto cuando estoy navegando o sobre un esquí, me siento perdida, sólo vivo la mitad de la vida. Todo es deprimente, salvo leer”.

Para leer el resto de la nota, acá:
En la ruta cruel

viernes, marzo 07, 2008

8 días menos


Las12
Viernes, 07 de Marzo de 2008
rescates

Cuando se cumplían 15 años de la publicación de La vuelta al mundo en 80 días, la novela de Julio Verne, una chica audaz decidió desafiar a la ficción misma acortando el tiempo del mismo recorrido para después escribir la crónica. Su editor le dijo que estaba loca y que, al menos, debería ser un hombre para intentarlo. ¿Final de esta historia? Un libro que inscribió a Nellie Bly en la historia.


Por Fernanda García Lao
Pionera del periodismo de investigación, aventurera e irreverente, Nellie Bly fue una reportera arriesgada que se animó a infiltrarse en una institución psiquiátrica, recorrer el mundo contrarreloj o cubrir la Primera Guerra Mundial, cuando el mundo de la comunicación dependía exclusivamente del telégrafo.
Tirada en la cama un domingo, Nellie se preguntaba qué nuevo reto presentar al editor del New York World al día siguiente. Un cansancio interminable le dictaba al oído algo muy concreto: necesitaba vacaciones.
Ese agotamiento fue el disparador de Alrededor del mundo en 72 días, la crónica que haría a Nellie Bly célebre internacionalmente. Era el año 1888. Ese lunes, su editor escuchó atónito la propuesta. Dar la vuelta al mundo en menos de ochenta días y quebrar el record de Phileas Fogg, el personaje de ficción creado por Julio Verne, paradigma del viajero del XIX: británico, excéntrico, millonario y, por sobre todas las cosas, hombre. Ella, una joven periodista de carne y hueso, retaba a duelo al universo masculino y sobre todo, a la ficción.
Su editor fue contundente: “Es imposible. Necesitarías un protector y aunque pudieras viajar sola, tendrías que cargar mucho equipaje. Sólo un hombre puede hacerlo”. Ella dobló la apuesta: “Muy bien. El mismo día que salga tu hombre, lo haré yo para otro periódico y le ganaré”.
Finalmente, consiguió el aval de Pulitzer y el 14 de noviembre de 1889 comenzó su viaje de 21.740 millas desde Nueva York, en el “Augusta Victoria”, rumbo a Londres. Se había hecho confeccionar un vestido sencillo de paño azul y un abrigo de cuadros. Sólo llevaba un bolsito de mano. Y un anotador.

La huérfana solitaria
La vuelta al mundo no era el primer desafío que debía sortear Nellie Bly, seudónimo detrás del cual se ocultaba Elizabeth Cochran (Pink, para los amigos). Aparecida en este mundo en un pueblito de Pennsylvania, el 5 de mayo de 1864, era hija de un magistrado y vivió cómodamente hasta los seis años, cuando murió su padre sin haber hecho testamento. Descubrió entonces las limitaciones que sobre la herencia tenían las mujeres del siglo XIX. Después de enterrar al progenitor y a su pasado en el mismo hoyo, sus bienes fueron subastados y se mudó con su familia a una humilde casita. El siguiente obstáculo en su vida fue el segundo esposo de su madre, un borrachín maltratador, del que consiguieron escapar mudándose a Pittsburg.
Nellie, que aún no es Nellie, escribe cuentos por la noche y busca trabajo en la mañana. Precisamente leyendo los clasificados, descubre una columna que la revela por sus observaciones misóginas. Pink firma como “Huérfana solitaria” una furiosa misiva al Pittsburg Dispatch. El editor, profundamente sorprendido, convoca mediante un aviso a la misteriosa autora. Al día siguiente, apareció una jovencita menuda en las oficinas de Madden. Al verla, le propone una columna donde sitúe con exactitud la nueva “esfera de las mujeres”. Pink escribe un encendido artículo sobre los derechos femeninos y las injusticias que se cometían con las jóvenes solteras que no tenían talento, belleza o dinero, para “salvarse” con el matrimonio. Su estilo eficaz y vibrante consiguió desarmar al editor que le ofreció empleo. El título de su nota era algo desconcertante: La chica puzzle.
Como no estaba bien visto que una mujer firmara sus opiniones y su seudónimo de “huérfana solitaria” era demasiado poético, el editor le sugirió un cambio. Una canción muy popular de la época tenía un estribillo que hacía juego con el carácter de la nueva reportera: “Nellie Bly tiene un corazón, que hace al fuego crepitar”. Así la bautizaron en la redacción. Había nacido un mito.

El resto de la nota, acá:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-3953-2008-03-07.html

viernes, enero 25, 2008

La Minerva de Francia


Las/12
Viernes, 25 de Enero de 2008



Por Fernanda García Lao
Conspiración, intriga o frivolidad ociosa. Las reinas europeas ocupan en nuestro imaginario un papel algo enrarecido. La historia y el cine se han encargado de recordar a las que se ajustaban a ese canon. Amantes del exceso, ávidas criaturas destinadas al romance, la espada o la festichola han opacado a otras figuras aparentemente menos sensacionales. Sin embargo, en los turbulentos palacios renacentistas se crió una mujer culta, instruida en varias lenguas y voraz lectora. Que además tenía voz propia.


Hubo una mujer en Francia, nacida en 1492, hija de Carlos de Angulema y de la muy influyente Luisa de Saboya, que recibió una educación humanista a juego con los tiempos de revolución cultural que movilizaban a Europa, pero inusual para su género.
Buscando su cara, tropecé con distintos retratos en los que se la ve más o menos atractiva, según la bondad del artista, pero en los que se advierte una particular manera de mirar. Decisión y complicidad. Algo infrecuente en una reina. En la misma página, observo sendos retratos de María Tudor, que mira como un verdugo, de María Antonieta, que lo hace con una mueca de asco o de María Cristina de Borbón, como si no tuviera nadie adentro.

Me quedo con Margarita
Margarita de Angulema hablaba francés pero aprendió español, italiano, latín, griego y hebreo siendo casi una niña. Su hermano menor, futuro rey de Francia, era conocido tanto por su debilidad hacia el arte italiano, como por su inmensa nariz.
Tras la muerte de Carlos, viuda e hijos de Angulema se trasladan a la corte de Luis XII, primo del fallecido señor. Y la señora de Saboya, de gran talento para la diplomacia, convierte a su infante en el favorito del rey. Aprovechando sus contactos en la corte, también ofrece a Margarita en matrimonio al déspota de Enrique VIII, que en ese momento era un insulso mocosito de once años, aspirante al trono de Inglaterra. Afortunadamente para todos, es rechazada. Margarita tenía un cuello terso de diez años de edad. Y ganas de conservarlo en su lugar.
En el castillo real a orillas del Loira, la docta y virginal doncella lee a Platón, Petrarca, Erasmo o Bocaccio. Entre sus tesoros más preciosos, guarda un ejemplar del Decameron en italiano, que le dejara su padre. La imaginamos solitaria, penitente, asceta, abstraída en los jardines y en la alcoba. O atrevida, con los dedos negros y la mirada desafiante.


Para leer la nota completa:
Al rescate de vidas ejemplares

Taller en Billar de Letras: Inventario (im)personal

CURSO DE NARRATIVA INTERNACIONAL Comienza con: Fernanda García Lao (Argentina) Inventario (im)personal: Narrar desde los objetos. Memori...