Ahora
La gata araña la puerta y entonces sé que es de día. G lee un prólogo a Spinoza en el patio, yo intento abrir el frasco con mermelada de pera que hice ayer. Anoche nos acostamos dos veces. La oscuridad nos dejó con los ojos abiertos, tatuados. Hubo que levantarse. La serie polaca se estiró un capítulo más. El artilugio de la ficción a veces salva.
Ayer
Recibí un llamado misterioso de mi verdulero: ¿Te interesa un cajón de peras medio al límite? No las quiero tirar y por ahí te entretenés haciendo mermelada. Fui a buscarlo sin dudar. Hacía dos días que no salía para nada. Subió la persiana lo justo para que pasara el cajón. Te sumé unas ciruelas, algunas bananas. No hay que tirar nada, dijo el verdulero bajando la persiana. Me sentí en un policial, de contrabando. Después, ochenta y siete personas en Facebook me explicaron amorosamente qué hacer con tanta pera. Preparé mermelada, helado y chutney. No los probé todavía.
Ahora
La Turca me manda nota de Horacio González: La inmovilización. ¿Ya la leíste? No, recién me levanto, le digo. Cómo estás. No paro de subir y bajar emocionalmente. Un día es mucho más que el tiempo, dice. Te quiero, le escribo. Yo también. Le envío la nota a G, que está a cinco metros. La lee en voz alta. Coincidimos en el riesgo que implica este ensayo de control poblacional.
Ayer
Primera sesión de análisis por Skype. Problemas técnicos: veo a mi analista, él a mí no. Siento que hago trampa. Tengo información de su cara, a pesar de que él se mantiene casi imperturbable. Le hablo de mis dudas sobre el estado de restricción. De mis dificultades para acatar la norma. Y de mi compromiso por respetar el aislamiento. Estoy encerrada como todos, pero con reparos ontológicos. Mi itinerancia de siempre: creo y descreo a la vez.
Ahora
Miro la tijera, no voy a usarla. Que el pelo crezca. Que algo de la animalidad consentida se me instale en la cabeza. Aunque sea a nivel capilar. Tengo que regresar al trapo y la lavandina, nunca limpié tanto en mi vida. También en contra de la asepsia obsesiva, y a favor. Quiero ser mi propio anticuerpo.
Ayer
Que el virus este tiene un comportamiento ultra neoliberal, le digo al analista. Un momento, la perra quiere salir al patio. Cuando regresa, mi cara aparece sorpresivamente en la pantalla. Que el virus es el otro, le digo. Temor al contagio, distancia. El mal habita al otro. Yo soy el mal de mi vecino. Qué te asusta, me pregunta. Que no se termine, que el miedo sea eterno. No saber.
Ahora
G escucha el nuevo tema de Bob Dylan mientras contesta mails. El correo se ha vuelto intenso. Los amigos, la música, el amor. Las chicharras compiten con Dylan desde el patio. Es verdad que el jardín vibra de un modo sugestivo. Han vuelto las mariposas, el colibrí. La Pandora rosada está exultante. Pero cuando escribo, oscuridad. Apenas unas líneas, el presente anula cualquier avance.
Ayer
Llamado de Orne, desconsolada. No salgan, la situación es terrible. Hablamos los tres por altoparlante. Ahora entendés mejor lo que siento, le digo a G cuando cortamos el teléfono. Las mías en Praga, desde hace año y medio. Juli me enseña a hacer un barbijo reutilizable, estudia, sube fotos de platos veganos increíbles. Valen escribe, compone, pinta. Trabajan cada una desde su casa. Hablamos a diario, las tres. Ya acostumbré el cuerpo a no tener sus abrazos. O eso pretendo.
Ahora
Volvió el sueño recurrente del aeropuerto. El bolso vacío, ninguno de mis pasaportes. El de acá, el de allá. Miro la agenda, hoy debería estar en Málaga presentando Nación vacuna. Iberia no canceló mi vuelo ni me dio un reembolso. Por suerte no viajé, pero. Mis apestados de ficción compiten con los reales. La escritura siempre sabe más que yo.
Ayer
Clase con Julia, la tallerista de Ecuador. Mientras me lee su cuento aparece su hijita. Enseguida el papá se la lleva sonriendo. Si no supiera que hay un virus, la escena sería encantadora. A veces el mal hace bien las cosas.
Tuve que usar la tijera, pero no conmigo. Hago de peluquera para G en el patio. Dónde aprendiste a cortar, me pregunta. En mi cabeza, le digo. Nunca le tuve respeto.
Ahora
Leo a Emily Dickinson: el destino es la casa sin puertas.
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sábado, julio 11, 2020
miércoles, agosto 31, 2016
Imposible no caer en esta tentación
Imposible no caer en esta tentación:
Cuando la explosión Auster aconteció en lengua castellana no me interesó. Era un autor excesivamente encantador, alto y yanqui para mi gusto. Su teoría del azar me tenía sin cuidado. Otro norteamericano fascinado por la cultura europea, otro aspirante a intelectual lejos de casa, pensé. Puse en acción el gesto púber de prescindir de él. De dejarlo pasar. Uno también elige a sus autores de cabecera de ese modo. Haciendo abuso del gusto. Con impunidad, seleccionamos despóticamente a quién sí, a quién no. No se lee para quedar bien con nadie.
El tiempo lo puso delante de mis ojos varios años después. Imposible no caer en la tentación. Empecé por La invención de la soledad , ese libro en que Paul Auster se despide de su padre, poniéndoselo encima. “Cuando el padre muere, el hijo se convierte en su propio padre”. Por entonces, yo había tenido mi propio duelo. Ya me había enfrentado a los objetos sobrevivientes, ese espanto, y no había podido ver su cuerpo. No ver el final de mi padre me hizo especular mil veces con su vuelta. El cuerpo y el hombre, dos asuntos. Cosas distintas, escribe Auster. Mientras él encontraba otras versiones del suyo, el álbum vacío de su familia, yo imaginaba pliegues del tiempo en los que el mío existía prescindiendo de su pasado, es decir de mí. Un padre atrás, otro adelante. Encontré no sólo una ficción en torno a la pérdida, sino un libro que contenía distintas especulaciones sobre la memoria “el espacio en que una cosa sucede por segunda vez”, la evocación del pasado como infierno, la certeza de que la distancia es una segunda piel.
En La trilogía de Nueva York, Auster tensa los conceptos de realidad e invención, enajenación y aventura, dando como resultado una escritura mestiza, una especie de Edmond Jabès en clave policial. Un Beckett pulp. “En la oscuridad hablo el lenguaje de Dios y nadie me oye”. En La ciudad de cristal, el primero de los libros que la integra, Daniel Quinn escribe novelas de misterio que firma como William Wilson. Mientras todos suponen que Quinn ha dejado de escribir, Wilson logra cierto éxito gracias a su personaje de ficción, el detective Max Work. Quinn es un trío en sí mismo, aunque Wilson sólo sea un puente para llegar a Work. El escritor y el detective son intercambiables. Como si no fuera suficiente, William Wilson es un personaje de Edgard Alan Poe, aquel que mataba a su doble perverso condenando su propia existencia. Entonces, una noche cualquiera suena el teléfono. ¿Es usted Paul Auster? No, responde Quinn. Tras una serie de llamados nocturnos, resuelve asumir esa nueva personalidad. No por él, sino para darle el gusto a Work. Ya son cinco en uno. El que llama, dice ser y no ser Peter Stillman. En cualquier caso, está amenazado de muerte y requiere de sus servicios. Su padre, otro Peter Stillman, quiere matarlo. Al verlo, Quinn piensa en su propio hijo muerto que se llamaba Peter. Stillman habla extraño, o mejor dicho, es hablado.
No sólo hay superpoblación en el elenco, cada movimiento, cada avance, es una summa del pensamiento universal. Paul Auster escribe su versión de Babel adueñándose de palabras ajenas, nombres falsos y mitos alterados sobre el mapa de Nueva York, que hiede a hamburguesas y café quemado.
Fantasmas continúa con las reflexiones en torno a la observación, la identidad, la escritura. Las referencias literarias son huellas textuales, reescritura fuera de lugar. La trama es sencilla. El desenlace, oscuro. Hay un cliente, Blanco. Un observador, Azul. Un observado, Negro. En el medio, informes. La descripción objetiva de los hechos. Y el pago en consecuencia. En la vigilancia de Negro, Azul se topa consigo mismo. Observar al otro es observarse. “El otro es un vacío en la textura de las cosas”. La ausencia y el tiempo conspiran contra la tarea.
En La habitación cerrada, Auster recurre a la primera persona. Pero quién es yo. Yo es otro, escribió Rimbaud en sus Cartas del Vidente . “Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente”. La captura del instante es una invitación a la incertidumbre. El yo que narra devora al otro, asume su lugar. La trilogía... es pura distorsión, giros en torno a la locura. Los nombres y los roles se cruzan. La multiplicación es un prisma del clásico doppelgänger : refracta, refleja y descompone. Auster elabora tramas que reivindican la lectura. Si todo libro es evocación, en sus novelas se ocultan Baudelaire, Melville, Hawthorne, Whitman, Cervantes, Gógol, Kafka, Derrida, Blanchot o Hamsun.
Imposible no caer y disfrutar de las heridas.
Fernanda García Lao es narradora, poeta y dramaturga. Acaba de reeditar su novela Muerta de hambre (Emecé), que ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Para leer en Revista Ñ, click en el título.
Cuando la explosión Auster aconteció en lengua castellana no me interesó. Era un autor excesivamente encantador, alto y yanqui para mi gusto. Su teoría del azar me tenía sin cuidado. Otro norteamericano fascinado por la cultura europea, otro aspirante a intelectual lejos de casa, pensé. Puse en acción el gesto púber de prescindir de él. De dejarlo pasar. Uno también elige a sus autores de cabecera de ese modo. Haciendo abuso del gusto. Con impunidad, seleccionamos despóticamente a quién sí, a quién no. No se lee para quedar bien con nadie.
El tiempo lo puso delante de mis ojos varios años después. Imposible no caer en la tentación. Empecé por La invención de la soledad , ese libro en que Paul Auster se despide de su padre, poniéndoselo encima. “Cuando el padre muere, el hijo se convierte en su propio padre”. Por entonces, yo había tenido mi propio duelo. Ya me había enfrentado a los objetos sobrevivientes, ese espanto, y no había podido ver su cuerpo. No ver el final de mi padre me hizo especular mil veces con su vuelta. El cuerpo y el hombre, dos asuntos. Cosas distintas, escribe Auster. Mientras él encontraba otras versiones del suyo, el álbum vacío de su familia, yo imaginaba pliegues del tiempo en los que el mío existía prescindiendo de su pasado, es decir de mí. Un padre atrás, otro adelante. Encontré no sólo una ficción en torno a la pérdida, sino un libro que contenía distintas especulaciones sobre la memoria “el espacio en que una cosa sucede por segunda vez”, la evocación del pasado como infierno, la certeza de que la distancia es una segunda piel.
En La trilogía de Nueva York, Auster tensa los conceptos de realidad e invención, enajenación y aventura, dando como resultado una escritura mestiza, una especie de Edmond Jabès en clave policial. Un Beckett pulp. “En la oscuridad hablo el lenguaje de Dios y nadie me oye”. En La ciudad de cristal, el primero de los libros que la integra, Daniel Quinn escribe novelas de misterio que firma como William Wilson. Mientras todos suponen que Quinn ha dejado de escribir, Wilson logra cierto éxito gracias a su personaje de ficción, el detective Max Work. Quinn es un trío en sí mismo, aunque Wilson sólo sea un puente para llegar a Work. El escritor y el detective son intercambiables. Como si no fuera suficiente, William Wilson es un personaje de Edgard Alan Poe, aquel que mataba a su doble perverso condenando su propia existencia. Entonces, una noche cualquiera suena el teléfono. ¿Es usted Paul Auster? No, responde Quinn. Tras una serie de llamados nocturnos, resuelve asumir esa nueva personalidad. No por él, sino para darle el gusto a Work. Ya son cinco en uno. El que llama, dice ser y no ser Peter Stillman. En cualquier caso, está amenazado de muerte y requiere de sus servicios. Su padre, otro Peter Stillman, quiere matarlo. Al verlo, Quinn piensa en su propio hijo muerto que se llamaba Peter. Stillman habla extraño, o mejor dicho, es hablado.
No sólo hay superpoblación en el elenco, cada movimiento, cada avance, es una summa del pensamiento universal. Paul Auster escribe su versión de Babel adueñándose de palabras ajenas, nombres falsos y mitos alterados sobre el mapa de Nueva York, que hiede a hamburguesas y café quemado.
Fantasmas continúa con las reflexiones en torno a la observación, la identidad, la escritura. Las referencias literarias son huellas textuales, reescritura fuera de lugar. La trama es sencilla. El desenlace, oscuro. Hay un cliente, Blanco. Un observador, Azul. Un observado, Negro. En el medio, informes. La descripción objetiva de los hechos. Y el pago en consecuencia. En la vigilancia de Negro, Azul se topa consigo mismo. Observar al otro es observarse. “El otro es un vacío en la textura de las cosas”. La ausencia y el tiempo conspiran contra la tarea.
En La habitación cerrada, Auster recurre a la primera persona. Pero quién es yo. Yo es otro, escribió Rimbaud en sus Cartas del Vidente . “Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente”. La captura del instante es una invitación a la incertidumbre. El yo que narra devora al otro, asume su lugar. La trilogía... es pura distorsión, giros en torno a la locura. Los nombres y los roles se cruzan. La multiplicación es un prisma del clásico doppelgänger : refracta, refleja y descompone. Auster elabora tramas que reivindican la lectura. Si todo libro es evocación, en sus novelas se ocultan Baudelaire, Melville, Hawthorne, Whitman, Cervantes, Gógol, Kafka, Derrida, Blanchot o Hamsun.
Imposible no caer y disfrutar de las heridas.
Fernanda García Lao es narradora, poeta y dramaturga. Acaba de reeditar su novela Muerta de hambre (Emecé), que ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Para leer en Revista Ñ, click en el título.
viernes, mayo 27, 2016
Dejarse atrapar
Por Lao

Uno ingresa a un autor varias veces. Y cada vez es capturado de una manera distinta. Creo recordar el primer impacto, la bofetada que recibí leyendo El tambor de hojalata. Yo aún era menor de edad. Pero ese libro estaba en casa. Si para Gunter Grass “buena parte de la literatura que yo puedo escribir surge de las pérdidas”, en aquel momento yo misma, su lectora, había sufrido las mías propias. No hubo tiempo de prepararse para su irrupción. El libro ya estaba abierto. Frente a mí, un niño monstruo, el cuerpo detenido del que se niega a crecer. Oscar Matzerath, voz vítrea, rodeado de personajes estrafalarios, escenas sexuales y oscuras, que de tan delirantes resultan poderosamente realistas. El niño y a su tambor, como un miembro más de su cuerpo, fetiche ruidoso y revelador, que se niega a desarrollarse a los tres años como método de resistencia. Aunque el tiempo siga y la historia familiar sea atravesada por la segunda guerra. La voz vitricida del pequeño criminal y sus arrebatos de tambor, lo condenan a arrestos domiciliarios impuestos por la madre, después de romper cristales, vidrios o anteojos y de generar escenas a golpe de redoblante donde los adultos pierden las formas y quedan desnudos, patéticos.
Poeta, dibujante, dramaturgo y narrador, laureado primero, reprobado después, Gunter Grass empezó leyendo en su pequeña casa de dos ambientes cerca del suburbio de Danzig-Langfuhrt los libros que su madre guardaba en un pequeño armario. “Mi madre era de un club del libro. Allí estaban las novelas de Dostoievski y de Tolstoi al lado de Hamsun, Raabe y Vicki Baum. También el Gösta Berling de Selma Lagerlöf quedaba a mano”. Para concentrarse, se tapaba las orejas con los dedos índices. La realidad era ensordecedora y había que fabricar el silencio para ingresar a lo que Grass bautizó contramundo: el mundo metido entre dos tapas. Su propia madre, como la de Oscar, administraba un almacén y tenía su dosis de extravagancia. Cantaba óperas y operetas a dúo con el receptor de radio popular, mientras hacía las cuentas. Y llevaba a Gunter al teatro municipal.
Mi segunda lectura fue, precisamente, teatral. Busco mis subrayados sobre la pieza Antes. “La utilería será reducida a un mínimo y dejará lugar a la actuación. La realidad es la realidad de la escena”. En la primera, Starusch, un profesor de segunda enseñanza, está sentado frente al Dentista. No se habla de muelas. Toda la pieza es un gran diálogo entre cinco personajes donde las intervenciones son absolutamente políticas y se mezclan asuntos personales con teorías sobre la embriaguez del triunfo, perros con submarinos, deportados y estadísticas. La Literatura como el reverso de la Historia. La que se enfoca en los sucesos menores y destruye la intimidad del mismo modo que las decisiones de Estado lo hacen a gran escala. “Para la Literatura, lo elevado resulta ridículo, lo grande insignificante”.
De El gato y el ratón no me olvido. Lo tomé en préstamo en una biblioteca madrileña y no podía devolverlo. Literalmente. Fui conminada cada mes, mediante llamados telefónicos. Cada vez menos amables. Antes de dejar Madrid, decidí devolverla. Pero anoté frases en un cuaderno, como quien registra un encuentro amoroso. “Mahlke no tomaba las cosas a la ligera, y mientras nosotros dormitábamos en el bote, él trabajaba bajo el agua”. Otra: “Tenía los párpados enrojecidos, ligeramente inflamados y con escasas pestañas, y los ojos de un azul claro que sólo mostraban curiosidad”. Para contarlo, como buen dibujante, Gunter Grass recurre a una zona visible de su cuerpo. “No tenía nada de hermoso. Para ello hubiera debido hacerse reparar la nuez. Es posible que todo residiera en ese cartílago”.
Este libro me persigue y se oculta desde hace tiempo. En cuanto llegué a Buenos Aires me lo compré, pero por algún fenómeno que no entiendo está y no está en mi biblioteca. Hace horas que lo busco, que juega a hacerse desear. Haciendo honor a su título.
Dejarse atrapar

Uno ingresa a un autor varias veces. Y cada vez es capturado de una manera distinta. Creo recordar el primer impacto, la bofetada que recibí leyendo El tambor de hojalata. Yo aún era menor de edad. Pero ese libro estaba en casa. Si para Gunter Grass “buena parte de la literatura que yo puedo escribir surge de las pérdidas”, en aquel momento yo misma, su lectora, había sufrido las mías propias. No hubo tiempo de prepararse para su irrupción. El libro ya estaba abierto. Frente a mí, un niño monstruo, el cuerpo detenido del que se niega a crecer. Oscar Matzerath, voz vítrea, rodeado de personajes estrafalarios, escenas sexuales y oscuras, que de tan delirantes resultan poderosamente realistas. El niño y a su tambor, como un miembro más de su cuerpo, fetiche ruidoso y revelador, que se niega a desarrollarse a los tres años como método de resistencia. Aunque el tiempo siga y la historia familiar sea atravesada por la segunda guerra. La voz vitricida del pequeño criminal y sus arrebatos de tambor, lo condenan a arrestos domiciliarios impuestos por la madre, después de romper cristales, vidrios o anteojos y de generar escenas a golpe de redoblante donde los adultos pierden las formas y quedan desnudos, patéticos.
Poeta, dibujante, dramaturgo y narrador, laureado primero, reprobado después, Gunter Grass empezó leyendo en su pequeña casa de dos ambientes cerca del suburbio de Danzig-Langfuhrt los libros que su madre guardaba en un pequeño armario. “Mi madre era de un club del libro. Allí estaban las novelas de Dostoievski y de Tolstoi al lado de Hamsun, Raabe y Vicki Baum. También el Gösta Berling de Selma Lagerlöf quedaba a mano”. Para concentrarse, se tapaba las orejas con los dedos índices. La realidad era ensordecedora y había que fabricar el silencio para ingresar a lo que Grass bautizó contramundo: el mundo metido entre dos tapas. Su propia madre, como la de Oscar, administraba un almacén y tenía su dosis de extravagancia. Cantaba óperas y operetas a dúo con el receptor de radio popular, mientras hacía las cuentas. Y llevaba a Gunter al teatro municipal.
Mi segunda lectura fue, precisamente, teatral. Busco mis subrayados sobre la pieza Antes. “La utilería será reducida a un mínimo y dejará lugar a la actuación. La realidad es la realidad de la escena”. En la primera, Starusch, un profesor de segunda enseñanza, está sentado frente al Dentista. No se habla de muelas. Toda la pieza es un gran diálogo entre cinco personajes donde las intervenciones son absolutamente políticas y se mezclan asuntos personales con teorías sobre la embriaguez del triunfo, perros con submarinos, deportados y estadísticas. La Literatura como el reverso de la Historia. La que se enfoca en los sucesos menores y destruye la intimidad del mismo modo que las decisiones de Estado lo hacen a gran escala. “Para la Literatura, lo elevado resulta ridículo, lo grande insignificante”.
De El gato y el ratón no me olvido. Lo tomé en préstamo en una biblioteca madrileña y no podía devolverlo. Literalmente. Fui conminada cada mes, mediante llamados telefónicos. Cada vez menos amables. Antes de dejar Madrid, decidí devolverla. Pero anoté frases en un cuaderno, como quien registra un encuentro amoroso. “Mahlke no tomaba las cosas a la ligera, y mientras nosotros dormitábamos en el bote, él trabajaba bajo el agua”. Otra: “Tenía los párpados enrojecidos, ligeramente inflamados y con escasas pestañas, y los ojos de un azul claro que sólo mostraban curiosidad”. Para contarlo, como buen dibujante, Gunter Grass recurre a una zona visible de su cuerpo. “No tenía nada de hermoso. Para ello hubiera debido hacerse reparar la nuez. Es posible que todo residiera en ese cartílago”.
Este libro me persigue y se oculta desde hace tiempo. En cuanto llegué a Buenos Aires me lo compré, pero por algún fenómeno que no entiendo está y no está en mi biblioteca. Hace horas que lo busco, que juega a hacerse desear. Haciendo honor a su título.
Dejarse atrapar
domingo, diciembre 28, 2014
No prometer nada es un arte complejo
Revista Ñ
Sábado 27 de diciembre de 2015
2015. A algunos, la llegada del Año Nuevo los coloca en la situación de hacer un listado de propósitos y objetivos a cumplir. La autora de esta nota sugiere evitar promesas y actuar sin límites ni calendarios.
Por fernanda garcia lao

La promesa (René Magritte). “Siempre hay otro que espera que uno apalabre algo, que se pronuncie en relación al devenir”, define García Lao.
No logro entender el tiempo. Hace unas semanas, en la oscuridad de un avión en el aire, un pasajero con insomnio me hizo esa declaración. Nadie entiende, respondí. El insistió: en algunos lugares es de día, en otros de noche. Es por la rotación del sol, me atreví. Ah, claro. La azafata nos llamó a silencio. Apuré un vasito de tequila y regresé a mi asiento. ¿El tiempo es luz? El absurdo me disparó la pregunta. No hay movimiento lineal. Vivimos alternando luces y sombras.
Los años nunca terminan en diciembre ni empiezan el uno de enero. Por más que el sentido común nos repita lo contrario, la convención no cierra. O seré yo. Sin noche, el tiempo se hace rastrero. En los polos deben padecer una especie de eternidad luminosa que dura seis meses, una oscuridad igual de perenne. La percepción del tiempo ha de ser distinta. A veces imagino que los años son giros, una rueda de parque de diversiones. Uno sube y regresa distinto. El cielo se acerca por un instante, pero es ironía. El giro te devuelve al suelo. Sin espacio para cambiar, pero con un poco más de aire.
A pesar de todo, el fin se parece en todos lados. Se acaba el año con estallidos de pólvora mientras hay que cenar las últimas migajas de tiempo. Se engulle sin recato, se riega con champán o sidra o cualquier otra efervescencia, y se explota sin elegancia en el aire. Hay un miedo ancestral sentado a la mesa en todas las latitudes. El miedo es el invitado de honor. Un pusilánime con temor a que la rueda no gire, a que se quede sin fuerzas, a que se acabe. Fin es igual a desenlace. Y ahora qué. La superchería nos empuja sin razón hacia el abismo. Lo que no fue, lo que salió torcido, todo espanta y ha de ser borrado sin más propósito que el de propulsarse como una ventosa felizmente liberada. Pero el abuso feliz es más que una artimaña de salvación. La fiebre inevitable del último día es un empacho que se construye con tesón a base de calor, cansancio, cuotas a pagar, y lujuria. Diciembre se parece mucho a un orgasmo porno: demasiado gritado. Luces, guirnaldas, posturas sin sentido. Sonreír y acabar, actuar la felicidad de estar vivos.
Algunos huyen, es cierto. Pero la fiebre los persigue y los encuentra. Los fugados se rehúyen y terminan haciendo cola por una falsa libertad en una playa abarrotada de gente.
El fin es el tiempo de las promesas. El abismo sugiere una proposición al cambio. Ser mejor persona, escribir mejor, ser solvente, buen ciudadano. Intentos de toda índole que no funcionan de febrero a noviembre ahora parecen posibles, al fin. Así como un devoto promete misericordia a la salida de la iglesia a cambio de algún beneficio divino, la humanidad jura que será decente en enero. Y hace listas, compromisos con un tibio deseo de superación que nadie toma demasiado en serio. O balances. Peor: la vida no es un almacén. Que las cuentas cierren define la materialidad de los propósitos. Y si no, la insatisfacción se hace inevitable compañera. Más que al balance, adhiero al balanceo. Al vaivén y al desequilibrio.
Cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad de no saber, el mundo brilla distinto. Eso me digo mientras pasa el tiempo y escribo estas líneas. Nada como el vértigo de vivir sin juramentos, moverse por el deseo y dejarse asaltar por lo que el azar provea. No se equivoque, lo mío no es una demostración de anarquía simpática. Cada vez que hice un plan inventé un fracaso. Me aburre planificar. O será que mi padre murió por accidente un día de vacaciones. Entonces, decir mañana es decir tal vez. Mi futuro queda a una baldosa de mí. Y no lo recomiendo. Simplemente, no me nace un futuro allá a lo lejos. Veo una nebulosa y el movimiento de la rueda, hacia arriba. Sabiendo que habré de bajarme.
El que sobrevive al escándalo del 31, llega a enero como una monjita descalza al altar, sin mácula. Enero tiene la virtud de que todo parezca limpio. La roña ya se fue y las calenturas de diciembre han engendrado a un ser impoluto. El recién nacido, puro, aunque levemente transpirado por las altas temperaturas, babeará nuestro destino con su suerte. Si nace encorvado, nos rumbeará mal y ya nada será lo que esperábamos. Así que hay que ponerlo de frente, a cielo abierto, y observarlo como es. Un vacío esperando sentido. El desierto hecho de posibilidades. Lo no dicho.
Entonces, permitir el silencio. El arte de no prometer nada es una disciplina compleja. Siempre hay otro que espera que uno apalabre algo, que se pronuncie en relación al devenir. Que diga cómo va a hacer y qué con su tiempo. Pero nada más imprevisible que estar vivo. Y sin embargo, la necesidad de ser confiable. Esto sí, aquello no. No soy una política ni una atleta. No sé casi nada de lo que viene. Me digo que voy a ser yo, que voy a vivir en mi casa, que escribiré. Que saldrá un libro mío. Y sin embargo, la duda. Escribirlo e inmediatamente ponerlo en cuestión. La literatura me ha llevado a tensar la realidad. ¿Voy a ser yo? ¿Otra vez?
Hagan sus listas, prometan, planifiquen y después, mueran de risa. Prometo no prometer nada. Dudo del tiempo. De ustedes. Y de mí. Sólo quiero subir de nuevo.
Para leer en Revista Ñ, click en el título.
jueves, septiembre 12, 2013
Viajar es un modo de contar el mundo
REVISTA Ñ
11/9/2013
El viaje ha tenido una importancia clave en la narrativa clásica. Homero, Cervantes, Carroll, Bowles contaron Lo que vieron en sus paseos. “El escritor de hoy, ¿prefiere la vida sedentaria?”, se pregunta la autora de esta nota.
POR FERNANDA GARCÍA LAO ESCRITORA. SU ULTIMO LIBRO ES “COMO USAR UN CUCHILLO” (EDITORIAL ENTROPIA)
Uno: allá a lo lejos
Si bien la épica grecolatina se inaugura con los viajes de Ulises, no es hasta el siglo II que aparece la ficción delirante relacionada al arte de partir, de la mano de Luciano de Samosatta. Escultor frustrado y más tarde Rétor para sobrevivir, Samosatta impartía conferencias, a la manera de los sofistas, y llevaba sus lecturas por las ciudades helénicas.
“Me orienté a la ficción, pero mucho más honradamente que mis predecesores, pues al menos diré una verdad al confesar que miento”, proclamaba Samosatta.
En sus Relatos verídicos , obra dividida en dos libros de unas cincuenta páginas, se burló de los viajeros formales, narrando en primera persona un viaje en barco a la Luna en el “Libro I”, y la visita al País de los Bienaventurados en el “Libro II”. En la Luna, imaginó a los selenitas, grandes bebedores de aire que daban a luz a sus hijos sin vientres femeninos, y asistió a la guerra entre los caballeros buitres y los caballeros hormiga del solar.
Su ironía y espíritu satírico influyó en la obra de varios grandes de la literatura. Desde Cervantes, quien desmitificó las novelas de caballerías, pasando por Swift y sus Viajes de Gulliver , Bergerac en Viaje a la Luna , o Lewis Carroll y sus dos Alicias. El viaje de la imaginación era pérdida, disparate estético de la razón.
Dos: un poco más acá
En el siglo XIX, la erudición geográfica, los múltiples viajes por Europa, Africa o América y el fanatismo por los adelantos tecnológicos derivó en grandes novelas de aventuras. Verne, Stevenson, London o Conrad hicieron de sus biografías un modo de narrar el mundo. La ficción asimilaba la realidad, la refería y hasta predecía su futuro. En el siglo XX, el viaje se relaciona con el LSD, la deriva mística, la ruta, el exilio forzado o la crónica de guerra. El viaje es pura subjetividad, la primera persona se apura en el riesgo y aventura escenarios de desacomodo de los sentidos. Hay deleite en el abandono. Y se sobrevive para contarlo. Paul Bowles hace del nomadismo un arte, escribe El cielo protector , su primera novela, después de instalarse en Marruecos, habiendo recorrido Europa y México. William Burroughs, otro inclasificable, comienza sus viajes con la heroína, a la que mezcla con la ironía, como modo de experimentación contracultural.
Tres: nosotros, ahora
Frente a estos especímenes, el escritor del siglo XXI parece un viajero burócrata y fugaz. Un camafeo helado que debe moverse para sortear las deficiencias de la distribución editorial o las dificultades de publicación y territorialidad. Alguien que asume la frenética labor de la autodifusión en persona para no quedar aislado de posibles lectores y editores allende los mares.
Hay lecturas, viajes relámpago, disertaciones más allá del domicilio y otras delicias que implican ser rápido de valija, contar con espíritu sociabilizador y no tener carácter fóbico o esquivo. El escritor viaja con su teclado, escribe en habitaciones descartables y revisa mails en aeropuertos o terminales. Se hospeda en pequeños cuartos de provincia o espléndidas habitaciones internacionales, y sondea su ficción frente a un plato de pasta o en presencia de autoridades de diversa calaña, a sala llena o vacía.
Debe afilar su lengua en un par de idiomas y corregir su ponencia con los pies fríos, en un estado de alteración constante. Hay insomnio, trago, despiste. También sucesos de amor, disfunciones gástricas o ausencia de sentido.
Viajar no garantiza ningún avance epistemológico. Uno prospera y retrocede en un damero cada vez más gastado. No hay tiempo para la reflexión crítica. La consigna es clara: vaya, hable, venda y vuelva.
Estas actividades extraliterarias llegan al paroxismo si se resulta beneficiario de un premio multinacional de suma astronómica. En ese caso, el escritor se convierte en un expedicionario de la conferencia, un visitador de librerías y suplementos foráneos, una especie de rockstar, sin banda pero con micrófono, que insta a lectores esquivos a leer su ficción mientras ensaya una y otra vez cómo aparecieron los personajes, cuáles son sus escritores preferidos y a quién va dirigida la novela. La llegada a su próximo proyecto de escritura puede verse perturbada una vez concluida la gira porque el mareo persiste. Aun cuando la valija haya sido vaciada.
No es de sorprender que la literatura resulte cada vez más doméstica. Pareciera que el escritor cultiva la inmovilidad geográfica como método de curación instintiva. ¿Ya no quedan Homeros en la literatura? ¿El viaje es un trámite? ¿Perdimos el registro?
Cuatro: pero el viaje altera
Aunque a simple vista el escritor del siglo XXI pueda resultar menos emotivo, un desapasionado del acontecer, no hay viaje que no contemple el extravío. Por cómoda que parezca la travesía, por tibias o absurdas que parezcan las motivaciones, el escritor en viaje es alguien fuera de lugar. Y sin lugar, aparecen los desajustes. La literatura está hecha de orden y desorden en alternancia.
El mundo está para ser cuestionado. No es conveniente escribir sin salir de casa. Si bien realizamos viajecitos diarios a bordo de nuestras computadoras, esas navegaciones aparentes son un como sí caprichoso. La información se simula, los datos están tergiversados, las imágenes se alteran. No hay como hacer una mínima valijita y aventurarse lejos de casa. Así sea al pueblo más cercano. La ficción, agradecida.
Cinco: viva el movimiento
Hace un par de meses me tocó viajar a Francia a una invitación doble: Le Festival du Livre de la Canebière en Marsella y Le Marathon des Mots en Toulouse. Mis desplazamientos coincidieron con la escritura de una nouvelle que inicié el mismo día de mi partida. Entonces, no viajé sola. Mi personaje coincidía conmigo en el espacio, aunque vivía en otro tiempo. Lo hice amar donde yo dormía, padecer mientras yo disfrutaba.
Pasé en tren por Cannes sin levantar la vista, atrapada en la escritura de ese ser inquieto que me habitaba desde el teclado. Además de las charlas, de los lectores ignotos, del placer de los encuentros, deseaba quedarme sola para hacer crecer a mi criatura, de sexo masculino, que aguardaba inquieto en la habitación del hotel. Viajamos los dos, él y yo. Quién es más verdadero.
Al llegar a casa, las imágenes propias se fundieron con los episodios ficcionales. El viaje se había duplicado. Uno viaja para ser otro, sin dejar de ser.
Viajares un modo de contar el mundo
REVISTA Ñ
LITERATURA 11/9/2013
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11/9/2013
El viaje ha tenido una importancia clave en la narrativa clásica. Homero, Cervantes, Carroll, Bowles contaron Lo que vieron en sus paseos. “El escritor de hoy, ¿prefiere la vida sedentaria?”, se pregunta la autora de esta nota.
POR FERNANDA GARCÍA LAO ESCRITORA. SU ULTIMO LIBRO ES “COMO USAR UN CUCHILLO” (EDITORIAL ENTROPIA)
Uno: allá a lo lejos
Si bien la épica grecolatina se inaugura con los viajes de Ulises, no es hasta el siglo II que aparece la ficción delirante relacionada al arte de partir, de la mano de Luciano de Samosatta. Escultor frustrado y más tarde Rétor para sobrevivir, Samosatta impartía conferencias, a la manera de los sofistas, y llevaba sus lecturas por las ciudades helénicas.
“Me orienté a la ficción, pero mucho más honradamente que mis predecesores, pues al menos diré una verdad al confesar que miento”, proclamaba Samosatta.
En sus Relatos verídicos , obra dividida en dos libros de unas cincuenta páginas, se burló de los viajeros formales, narrando en primera persona un viaje en barco a la Luna en el “Libro I”, y la visita al País de los Bienaventurados en el “Libro II”. En la Luna, imaginó a los selenitas, grandes bebedores de aire que daban a luz a sus hijos sin vientres femeninos, y asistió a la guerra entre los caballeros buitres y los caballeros hormiga del solar.
Su ironía y espíritu satírico influyó en la obra de varios grandes de la literatura. Desde Cervantes, quien desmitificó las novelas de caballerías, pasando por Swift y sus Viajes de Gulliver , Bergerac en Viaje a la Luna , o Lewis Carroll y sus dos Alicias. El viaje de la imaginación era pérdida, disparate estético de la razón.
Dos: un poco más acá
En el siglo XIX, la erudición geográfica, los múltiples viajes por Europa, Africa o América y el fanatismo por los adelantos tecnológicos derivó en grandes novelas de aventuras. Verne, Stevenson, London o Conrad hicieron de sus biografías un modo de narrar el mundo. La ficción asimilaba la realidad, la refería y hasta predecía su futuro. En el siglo XX, el viaje se relaciona con el LSD, la deriva mística, la ruta, el exilio forzado o la crónica de guerra. El viaje es pura subjetividad, la primera persona se apura en el riesgo y aventura escenarios de desacomodo de los sentidos. Hay deleite en el abandono. Y se sobrevive para contarlo. Paul Bowles hace del nomadismo un arte, escribe El cielo protector , su primera novela, después de instalarse en Marruecos, habiendo recorrido Europa y México. William Burroughs, otro inclasificable, comienza sus viajes con la heroína, a la que mezcla con la ironía, como modo de experimentación contracultural.
Tres: nosotros, ahora
Frente a estos especímenes, el escritor del siglo XXI parece un viajero burócrata y fugaz. Un camafeo helado que debe moverse para sortear las deficiencias de la distribución editorial o las dificultades de publicación y territorialidad. Alguien que asume la frenética labor de la autodifusión en persona para no quedar aislado de posibles lectores y editores allende los mares.
Hay lecturas, viajes relámpago, disertaciones más allá del domicilio y otras delicias que implican ser rápido de valija, contar con espíritu sociabilizador y no tener carácter fóbico o esquivo. El escritor viaja con su teclado, escribe en habitaciones descartables y revisa mails en aeropuertos o terminales. Se hospeda en pequeños cuartos de provincia o espléndidas habitaciones internacionales, y sondea su ficción frente a un plato de pasta o en presencia de autoridades de diversa calaña, a sala llena o vacía.
Debe afilar su lengua en un par de idiomas y corregir su ponencia con los pies fríos, en un estado de alteración constante. Hay insomnio, trago, despiste. También sucesos de amor, disfunciones gástricas o ausencia de sentido.
Viajar no garantiza ningún avance epistemológico. Uno prospera y retrocede en un damero cada vez más gastado. No hay tiempo para la reflexión crítica. La consigna es clara: vaya, hable, venda y vuelva.
Estas actividades extraliterarias llegan al paroxismo si se resulta beneficiario de un premio multinacional de suma astronómica. En ese caso, el escritor se convierte en un expedicionario de la conferencia, un visitador de librerías y suplementos foráneos, una especie de rockstar, sin banda pero con micrófono, que insta a lectores esquivos a leer su ficción mientras ensaya una y otra vez cómo aparecieron los personajes, cuáles son sus escritores preferidos y a quién va dirigida la novela. La llegada a su próximo proyecto de escritura puede verse perturbada una vez concluida la gira porque el mareo persiste. Aun cuando la valija haya sido vaciada.
No es de sorprender que la literatura resulte cada vez más doméstica. Pareciera que el escritor cultiva la inmovilidad geográfica como método de curación instintiva. ¿Ya no quedan Homeros en la literatura? ¿El viaje es un trámite? ¿Perdimos el registro?
Cuatro: pero el viaje altera
Aunque a simple vista el escritor del siglo XXI pueda resultar menos emotivo, un desapasionado del acontecer, no hay viaje que no contemple el extravío. Por cómoda que parezca la travesía, por tibias o absurdas que parezcan las motivaciones, el escritor en viaje es alguien fuera de lugar. Y sin lugar, aparecen los desajustes. La literatura está hecha de orden y desorden en alternancia.
El mundo está para ser cuestionado. No es conveniente escribir sin salir de casa. Si bien realizamos viajecitos diarios a bordo de nuestras computadoras, esas navegaciones aparentes son un como sí caprichoso. La información se simula, los datos están tergiversados, las imágenes se alteran. No hay como hacer una mínima valijita y aventurarse lejos de casa. Así sea al pueblo más cercano. La ficción, agradecida.
Cinco: viva el movimiento
Hace un par de meses me tocó viajar a Francia a una invitación doble: Le Festival du Livre de la Canebière en Marsella y Le Marathon des Mots en Toulouse. Mis desplazamientos coincidieron con la escritura de una nouvelle que inicié el mismo día de mi partida. Entonces, no viajé sola. Mi personaje coincidía conmigo en el espacio, aunque vivía en otro tiempo. Lo hice amar donde yo dormía, padecer mientras yo disfrutaba.
Pasé en tren por Cannes sin levantar la vista, atrapada en la escritura de ese ser inquieto que me habitaba desde el teclado. Además de las charlas, de los lectores ignotos, del placer de los encuentros, deseaba quedarme sola para hacer crecer a mi criatura, de sexo masculino, que aguardaba inquieto en la habitación del hotel. Viajamos los dos, él y yo. Quién es más verdadero.
Al llegar a casa, las imágenes propias se fundieron con los episodios ficcionales. El viaje se había duplicado. Uno viaja para ser otro, sin dejar de ser.
Viajares un modo de contar el mundo
REVISTA Ñ
LITERATURA 11/9/2013
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sábado, marzo 30, 2013
sábado, marzo 16, 2013
Donde voy está mi casa
CLARÍN
16/03/13
SOCIEDAD MUNDOS ÍNTIMOS
A los 10 años inicié un exilio que no terminó: donde voy está mi casa
POR FERNANDA GARCÍA LAO ESCRITORA ARGENTINA. ENTRE SUS LIBROS FIGURAN “LA PIEL DURA” Y “VAGABUNDAS”
Nuevo nombre. La necesidad de sus padres de dejar la Argentina violenta de 1976 se vivió, primero, como un juego. Luego vino el deseo de ser invisible y una crisis de identidad que incluyó el cambio de nombre y la sensación de sentirse –acá y allá– un poco extraña.

Mi primer quiebre, uno de los fundamentales que viví, se produjo en octubre del 76. Fui subida a un avión y en pleno vuelo hacia el exilio cumplí diez años. Había viajado en varias ocasiones a España porque mi madre es española. Pero, en ese momento, todo era diferente. No había placer, ni vacaciones. Hubo que elegir algunos objetos que volarían con nosotros. El resto, quedaría en el departamento de Mendoza hasta nuevo aviso.
Quizá por eso nunca he podido sentir que mi vida fuera una línea continua. Es que mi historia personal sufrió varios cortes similares.
Cuando pienso en mí en pasado, debo situarme por domicilio para recordar mejor qué acontecimientos son los que corresponden. Mi vida está signada por el movimiento, por la mudanza.
Mi padre, Ambrosio García Lao, tenía 50 años en 1976, había sido pionero de la televisión mendocina, multipremiado, y dos años antes, su productora de TV había sido estatizada por el gobierno de Isabel Martínez de Perón. A ese motivo se sumaron otros en el 76, y entonces se decidió a dejar el país.
Empezar de nuevo. El periodismo se había convertido en una profesión de alto riesgo.
Resolvió que lo más conveniente era no vender el departamento y dejar todo como estaba, por si acaso. Viajar con lo mínimo. Mi padre dudaba de conseguir empleo a su edad en un lugar donde era un absoluto desconocido.
“Hasta las toallas en el toallero”, fue la consigna. Así que pudimos elegir un libro y una muñeca cada una, somos tres hermanas, y ropa que entrara en pocas valijas. Viajaríamos ligero.
A pesar de la gravedad de la situación, yo subí emocionada al avión. Era cinco de octubre por la tarde. Sabía que después de cenar, en medio del Atlántico, iba a ser mi cumpleaños. Mis padres se habían conocido sobre esas mismas aguas, pero dentro de un barco y en sentido inverso. Detrás de mi asiento, había jugadores de básquet del Real Madrid. A las doce en punto, me cantaron el cumpleaños feliz en el aire y no soplé ninguna vela. Pero recibí una foto del equipo firmada, y un escudito. Sentí que había empezado bien el tema del exilio.
En mi cerebro, hay lagunas de agua pantanosa en torno a la llegada. Lo único que sé es que pasamos algunos días en León, en la casa de mi abuelo Manolo, un tipo seco y de pocas pulgas. Nos dedicábamos a jugar, a esperar, a espiar por la ventana a las niñas que vivían enfrente. Ejercían sobre mí una enorme fascinación. Porque hablaban distinto.
Decían cosas como “jolines”, “chavalinas”, y “¿qué miráis?” Mi abuelo nos dejaba solas mientras se iba a la librería, o al bar, y entonces nosotras aprovechábamos para utilizar los objetos del comedor. Había vitrinas enormes llenas de copas, jarras y cositas que nunca se usaban. Recuerdo una tarde en que habíamos sacado prácticamente todo y yo me había disfrazado de cura. Estaba oficiando una misa, con mis hermanas vestidas de devotas, cuando apareció Manolo.
Se quedó dislocado por un instante, y enseguida comenzó a cambiar de color hasta convertirse en un hombre carmesí y vociferante. “¿Pero qué hacéis? ¿Sois bobas?“. Era tan excedido que daba risa. Mi abuelo era un tipo complejo. Había hecho sufrir a todos sus hijos, por turno. Nunca había tenido un gesto de cariño en su casa. Solía estar solo, esquivaba cualquier conversación. Nunca pudo entender nuestra libertad para jugar con las cosas o las situaciones serias. Y que no le tuviéramos miedo. Sus amenazas de sacarse el cinto tampoco resultaron. A nosotras nos habían educado de otra manera. Sin violencia ni intimidaciones.
Nuestras carcajadas lo dejaron desarmado y nos miró confundido.
Yo también estaba descolocada. El mundo había mutado sin aviso. Incluso el cielo era diferente. Con qué asombro descubrí que las Tres Marías no estaban. En su lugar, miles de estrellas desconocidas brillaban con naturalidad. De un plumazo, la infancia se diluía.
Ya no teníamos casa, mi abuela y mi tía de Mendoza estaban muy lejos. Mi pasado se había esfumado. Y mi acento tenía los días contados.
El exilio es una herida y cada miembro de la familia lidia como puede con la propia.
No teníamos amigos en Madrid.
Aunque al poco tiempo, comenzaron a llegar algunos. Escritores, músicos y artistas. Cada tanto, había un encuentro signado por la nostalgia.
Escuchaban tango y hablaban de política. También de muertos.
Argentina se convirtió en una película sin color para mí. Los amigos más cercanos de mis padres eran Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch. Un escritor y un pintor de una cultura impresionante. Empecé a pensar que el país, además de violento, estaba ciego.
¿Cómo podía expulsar a tipos tan cultos y sensibles? Me enojaba la melancolía. Decidí que había que empezar de cero. Construirse, como si uno fuera nuevo. Sería una niña sin historia.
Mi padre se encerraba en el escritorio y allí pasaba horas. Sólo se escuchaban las teclas y el encendedor que a cada rato prendía un nuevo cigarrillo. Pronto, consiguió trabajo en RTVE, aunque no podía salir al aire por su acento argentino. Colaboraba esporádicamente en El País, pero ganaba poco. Tuvo un pre infarto.
Las clases ya habían empezado. Yo no había terminado cuarto grado y de pronto, estaba en quinto. Franco había muerto un año antes y la educación española aún conservaba intactos valores muy cuestionables. Había dos alas en esa escuela para separar por género: niños por un lado, niñas por otro. Cada grado tenía un moñito identificativo. En mi caso, era anaranjado. O como decían allí: color butano.
Fui adoctrinada por una profesora franquista, que me exprimió cual naranja mecánica en el uso debido de zetas, cés, y eses con silbido. Sonar como argentina era un síntoma de incorrección fonético-política. La madre patria exigía la entrega absoluta de mi lengua, de mi identidad.
Me bombardeaban con preguntas de todo tipo. Mis compañeras no sabían ni qué idioma se hablaba en Argentina. Convengamos que cuarenta años de dictadura las había privado de información sobre el mundo exterior. Los primeros recreos los pasé en el baño, encerrada y sentada sobre el inodoro para que no se me vieran los pies. Hubo momentos en que deseé ser invisible.
Además, la geografía era otra. De pronto, nacieron miles de ríos con sus afluentes frente a mis ojos, montañas que no había oído mencionar. El mapa entero era un enigma.
En breve, mi cáscara fue perfecta. Logré construir sobre mi corteza a una españolita más. Quería mimetizarme con el entorno para sobrevivir.
¿Mi rebeldía se había anestesiando?
No. Porque yo sabía de mi impostura, y en el fondo me sentía poderosa. Y débil. Nada es simple. Será por eso que empecé a desear la simplicidad ajena. Me parecía de una complejidad impresionante. Ser simple, qué técnica. Digamos que practicaba la contradicción. Gran escuela.Mi primer quiebre, uno de los fundamentales que viví, se produjo en octubre del 76. Fui subida a un avión y en pleno vuelo hacia el exilio cumplí diez años. Había viajado en varias ocasiones a España porque mi madre es española. Pero, en ese momento, todo era diferente. No había placer, ni vacaciones. Hubo que elegir algunos objetos que volarían con nosotros. El resto, quedaría en el departamento de Mendoza hasta nuevo aviso.

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