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sábado, julio 12, 2008

No pasarán


LAS12
Página12
11 de julio de 2008
Cuenta la leyenda que hace más de mil años una mujer usurpó la silla sagrada de Roma convirtiéndose en papisa. Y que terminó apedreada, empalizada o arrastrada por su caballo. Las versiones se multiplican (aunque todas terminan mal). Y como en las religiones nada es casual y cada parábola tiene su moraleja, valga la desventura de una para mantener a las demás alejadas del Vaticano. Sí, se coló una, pero que no vuelva a repetirse.

Por Fernanda García Lao
Para la Iglesia Católica, las mujeres tenemos dos opciones. Ser vírgenes o pecadoras. Desde el principio ha sido así y parece imposible modificar el estereotipo. Se pueden elegir entonces dos modelitos básicos: castidad, pureza y mutismo a la manera de la Virgen María, o desobediencia y provocación de Eva con manzana en la boca y diablo entre las piernas, al tono.
Si arrancamos tirando el paraíso por la borda, muy difícilmente seamos aceptadas para dirigir un rebaño. Ni siquiera postularíamos para oveja. Y si aceptamos la castidad, menos. Hay que permanecer en silencio. Así que pura o depravada es igual, las limitaciones son claras: se niega absolutamente la participación activa de las mujeres en las élites de poder eclesiástico. Y fundamentalmente, se prohíbe abrir la boca. Sin voz propia, la interpretación de la palabra divina es un imposible.
El Nuevo Testamento nos alecciona así:
“...pues Dios no es Dios de confusión, sino de paz. Como en todas las iglesias de los santos, vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación. ¿Acaso ha salido de vosotros la palabra de Dios, o sólo a vosotros ha llegado? Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor. Mas el que ignora, ignore” (1ª Cor. 14:33-40).
“La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio” (1ª Timoteo 2:11-12).
Pero tranquilas, no solamente nos cierran las puertas del Vaticano. La Iglesia Anglicana enfrenta en este momento una amenaza de ruptura, encabezada por 500 sacerdotes, que abandonarían la comunidad si prospera la propuesta de ordenar mujeres obispos en el sínodo general previsto para este mes de julio. Unas 15 provincias episcopales votaron a favor del nombramiento de mujeres obispos incluyendo Australia, Brasil, Canadá, América Central, México, Filipinas, Sudáfrica y Estados Unidos, pero el ala conservadora provocaría un cisma antes que aceptar semejante posibilidad.

La historia de Juana

Las versiones acerca de la existencia de la papisa la sitúan a mediados del 800 después de Cristo y fueron publicadas en el siglo XIII por varios historiadores de la época. Su existencia fue aceptada por la Iglesia Católica hasta el siglo XVI, momento en el que decidieron negar el asunto. A partir de entonces llegaron a decir que la fantasía habría surgido como una burla al papa Juan VIII, de mano blanda y carácter ambiguo, al que sus detractores llamaban Papisa Juana. El papa Juan VIII murió en 882, en circunstancias extrañas. Algunos apuntan que fue envenenado y que tardaba tanto en morir que fue rematado a martillazos. Otros aseguran que la mujer era Benedicto III. Sin embargo, en varias representaciones medievales de la papisa Juana, aparece con el nombre de Juan VII. Su imagen se encuentra en multitud de grabados y tablas medievales, o en crónicas de la época, como “Crónica Universal de Metz”, escrita alrededor de 1250 y en ediciones subsecuentes de la “Mirabilia Urbis Romae” del siglo XII.
Juana, Agnes, Gilberta o Margarita, era hija de un clérigo y desde muy chica fue instruida por su padre en las artes liberales: gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música, además de estudiar latín y otras lenguas modernas.
Como Juana deseaba continuar sus estudios fuera de la casa paterna, la única opción posible era la carrera eclesiástica, absolutamente vedada para las mujeres. Por lo que decidió modificar su aspecto con un hábito de fraile y adoptar un nombre masculino. Como Johannes Anglicus –Juan el Inglés– consiguió un trabajo de copista. Más tarde, viajó por distintos monasterios de Europa y se relacionó con las figuras más influyentes del momento, sorprendiendo a todos con su carisma y erudición. Después de codearse con la emperatriz Teodora de Constantinopla, pasó por la corte alemana y llegó por fin a Roma.
Según algunos cronistas, en Roma fue admitida como profesor de la Schola Graecorum, antiguo colegio de diáconos, donde enseñó y obtuvo el título de Príncipe de los sabios. Gracias a sus brillantes disertaciones, la nobleza, los cardenales y los sacerdotes admiradores de su palabra la postularon como sucesora de León IV, del que había sido secretario de asuntos internacionales. Fue consagrada en San Pedro en el año 855 por unanimidad.
Los problemas para Juana habrían comenzado en el segundo año de su papado.

Visita inoportuna
Nadie había notado sus facciones femeninas, ni su inmaculada palidez, lo único destacable era su tamaño. El Papa crecía como el Nilo. Pero es sabido que los altos cargos provocan ensanchamiento de estómago y apetito sin freno. Sin embargo, Juana no había engordado. Estaba embarazada, uno de sus asistentes era el padre de la criatura y la criatura no tuvo mejor idea que nacer en una procesión de rogaciones desde San Pedro a Letrán, en el camino que va del Coliseo a San Clemente.
Imagine usted al cortejo solemne interrumpido por la caída intempestiva del líquido amniótico, los dolores de parto y los berridos del recién llegado. El espanto se dibujó en las sotanas, las palabras sacrilegio y demonio llenaron las bocas beatas y aquello pasó de procesión a vía crucis, en menos que canta un gallo. Las versiones hablan de turbas enfurecidas, piedras, caballos desbocados con la papisa a la rastra, muerte instantánea, prisión, convento y otras formas de castigo non sanctas. Según Martín de Troppau, quien fuera capellán penitenciario en Roma hasta 1278, tras el parto Juana fue destituida e hizo penitencia hasta el último de sus días. Su hijo sobrevivió y llegó a ser obispo de Ostia, donde fue enterrada la rebelde.
Otros aseguran que en el lugar del nacimiento fue enterrada junto a su hijo, oportunamente ahogado por los sacerdotes, y que sobre su tumba erigieron más tarde una capillita con estatua de mármol alusiva, donde aparecía la papisa con hábitos sacerdotales y bebé en brazos. Benedicto III habría ordenado destruir la construcción, aunque las ruinas se conservaron hasta el siglo XV.
El caso es que a partir de entonces las procesiones papales esquivaban el camino donde se había producido el hecho. Tal vez para evitar nuevos alumbramientos o quizá para negar el insólito suceso.

Del Vaticano al tarot
La figura de Juana era conversación recurrente a la salida de la iglesia medieval. Su existencia no era puesta en duda, aunque se multiplicaran principios y finales para ella o su descendencia. Si bien la historia está llena de interrogantes, no es fácil desmentir la existencia de la papisa. Una cantidad nada despreciable de documentos –alrededor de 500– dan cuenta de su papado. Autores como Petrarca o Boccaccio la mencionan en sus escritos, documentos del siglo XV hablan de la estatua de “La mujer papa con su hijo en brazos”.
El monje benedictino Marianus Scotus (1028-86), en algunos de sus manuscritos de su Historiographia escribe sobre lo acontecido en el año 854: “El Papa León murió en las Calendas de agosto. Fue reemplazado por Juana, una mujer, que reinó por dos años, cinco meses, y cuatro días”.
Gotfrid de Viterbo, secretario de la Corte Imperial, en su obra el Pantheon, de 1185, señala que “después del papa León IV, Juana, el papa femenino, reinó durante dos años”.
A partir de la reforma católica en el XVI, la Iglesia comienza a negar progresivamente a Juana, mientras los protestantes aseguran su existencia. Algunos autores han llegado a decir que fue un invento luterano para desprestigiar a la Iglesia romana. También se comentaba que estando camino a San Pedro, Lutero se encontró frente a una estatua ubicada en una de las vías, en la que aparecía una mujer con el cetro y la mitra papal, sosteniendo a un niño. “Estoy sorprendido –habría declarado– de cómo los papas permiten que la estatua permanezca allí.” Cuarenta años más tarde, la estatua había desaparecido.
Hay quien afirma que la aventura femenina fue la causante de esa fea costumbre vigente hasta el siglo XVI de palpar las partes pudendas de los aspirantes a papa antes de ser consagrados. Sin embargo, otros sostienen que la silla en cuestión era para desalentar a eunucos. En una ceremonia conocida como de “inspección”, el candidato a Papa ocupaba la Sella Stercoraria y un diácono sopesaba genitales, verificaba que estaba todo en su lugar y declaraba por fin: “Habet!”, mientras la concurrencia daba gracias al Señor.
En fin, algunos negaban y otros afirmaban su existencia, pero el acervo popular la inmortalizó en forma de naipe. Efectivamente, el tarot de Marsella, nacido en la Edad Media, concedió a la Papesse la carta número dos de los Arcanos mayores. El naipe que representa la sabiduría femenina. Aunque años más tarde su figura fuera rebautizada, oportunamente, como la Sacerdotisa.

Esclarecimiento papal
Por si alguna despistada no hubiera comprendido que las mujeres están excluidas de las jerarquías de gobierno y de las estructuras del poder católico, y frente a reclamos femeninos de igualdad en los estamentos religiosos, Juan Pablo II emitió el siguiente comunicado, antes de abandonarnos:
“...con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
Carta Apostólica. Ordinatio sacerdotalis del papa Juan Pablo II, sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres.
No sorprende que frente a este panorama se niegue la existencia de Juana. Tal vez fue sólo una violenta alegoría para demostrar lo que podía esperar una mujer si se atrevía a ocupar el sillón de San Pedro.
Lo que sí sorprende es cómo han resistido hasta nuestros días algunas estructuras tan explícitamente misóginas.


link al diario:
La papisa Juana y el eterno rechazo cristiano a las mujeres

viernes, junio 20, 2008

Yo soy Frankenstein




LAS/12

Página 12

Viernes, 20 de junio de 2008

Este año, Frankenstein cumple 190 desde su publicación, casi tantos como el número de versiones que se han realizado sobre su historia. Su creadora, una jovencísima artista huérfana de madre, moldeó a su criatura mirándose al espejo: vegetariana, huérfana de madre, enfrentada con su padre, ninguneada por sus contemporáneos, aprendió del mundo a través de la literatura. Con ese cóctel, Mary Shelley fabrica su novela haciendo gala de una modernidad sorprendente: construye su relato a partir de fragmentos, como su monstruo encantador.

Por Fernanda García Lao
Nunca una novela ha sido tan tergiversada, versionada, como la de Mary Shelley. Y ella, como el doctor Frankenstein, repite el destino de la novela. La bestia solitaria –su creación– la sobrevive y la sepulta. El cine se adueñó del fenómeno desde el costado más básico: el miedo a lo desconocido. Así, el engendro (Boris Karloff en las versiones de 1931 y 1935, dirigidas por James Whale) comparte cartel con El hombre lobo (1943), con vampiros (Drácula contra Frankenstein, 1972) o se humaniza y tiene novia (La novia de Frankenstein, con la inolvidable Elsa Lanchester) e hijo (El hijo de Frankenstein, dirigida por Rowland V. Lee en 1939). Su creador se convierte en barón, tiene ayudante con joroba (Fritz, Hans, Ludwig, o Igor) y bigotito anchoa. La criatura usurpa el nombre de su creador y acaricia infantes perdidos en el bosque. La chusma lo sigue con antorchas y el fuego termina consumiendo la maldición.

Entre lo más bizarro, podemos mencionar a Frankenstein y el monstruo del espacio (1964), Carne para Frankenstein (1974) de Paul Morrissey, supervisada por Andy Warhol o The Rocky Horror Picture Show (1975) de Jim Sharman, con travesti y monstruo superdotado incluidos. El cine actual también se ha dejado seducir por la potencia del relato. Frankenstein de Mary Shelley de Kenneth Branagh, con Helena Bonham Carter y Robert de Niro, es uno de los más fieles al original. Gothic (1986), de Ken Russell, recrea la noche en la que Mary, su hermana Claire, Lord Byron, Percy y Polidori, entre láudano y sexo pergeñan los relatos terribles de los que surgirán las criaturas más terroríficas que ha dado la literatura: Frankenstein y Drácula. Frankenweenie, un corto de unos 25 minutos de duración, filmado en blanco y negro y dirigido por Tim Burton en el año 1984, es una parodia de la novela, así como la popular El joven Frankenstein (1974), donde Mel Brooks da rienda suelta al disparate y termina casando a la novia del doctor con el mismísimo monstruo. Guillermo del Toro, el realizador mexicano de El Laberinto del fauno (2006) amenaza con filmar próximamente una nueva versión libre o “una permutación del mito”, según sus palabras, del manoseado original.
Hollywood también se encargó de ponerle un rostro, tornillos incluidos, a un personaje que se parecía más a un Adán demonizado que a un robot grotesco. Las disertaciones de la criatura –exquisitas– fueron sustituidas por gruñidos, la violencia original, mutó en melancolía. El secreto de la creación se convierte en una maquinaria infantil, rayos y alambiques incluidos. La habitación en la universidad se transforma en castillo. La maldad se justifica por la naturaleza del fragmento: el monstruo está hecho de pedazos de criminales. Sin embargo, en el original, es la violencia de la sociedad y la negación del padre, lo que genera la venganza de ese ser anónimo y solitario que debe ocultarse para sobrevivir. Su aspecto lo condena. Sólo un ciego le dedica palabras amables.

EL ESCENARIO DE HIELO
Frankenstein arranca y termina con una serie de cartas heladas –escritas en las cercanías del Polo Norte– por un buscador de imposibles: Robert Walton, en las que relata a su hermana los extraños acontecimientos de los que ha sido testigo, además de sus padecimientos personales en un barco cuya tripulación no está muy convencida de seguir adelante. Y es que en una noche glacial, mientras el barco está rodeado de bloques de hielo, ha visto pasar a una criatura en alocada carrera sobre un trineo, tirado por perros. La imagen alucinada del “hombre de apariencia humana, pero de gigantesca estatura”, se completa al amanecer con la llegada de su perseguidor, un hombre a la deriva sobre un pedazo de hielo, en un trineo destartalado donde sólo un perro está con vida: “Voy en busca de alguien que huyó de mí”.
Víctor Frankenstein se deja rescatar con la condición de que el barco siga hacia el norte. A pesar de su estado, debe alcanzar un último objetivo. Mientras se recupera, narra sus desventuras con la vida y la muerte. Walton las escribe por la noche.

SOMOS CRIATURAS IMPERFECTAS
Según sus propias palabras, un afán desmedido de conocimiento obliga a un púber Frankenstein a seguir el dictamen de su destino: ser seducido por la alquimia. De la mano de Cornelius Agrippa, Paracelso y Alberto Magno, sin ayuda de mentor o maestro, se sustrae a viejas fórmulas de encantamiento que prometen el elixir de la vida o la aparición de fantasmas y demonios a partir de hechizos mágicos. Pero es una terrible tormenta la que desata la maldición: un haz de fuego precioso –palabras textuales– aniquila un viejo roble vecino a su casa convirtiéndolo en virutas frente a sus ojos. La potencia de la electricidad y el galvanismo destruye el conocimiento medieval e introduce a Frankenstein en la ciencia moderna.

Años después, ya en la universidad, conoce al profesor Waldman, quien termina por sepultar sus ingenuas teorías oscurantistas: “Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, han conseguido milagros”. A partir de ese día, el joven Víctor se dedica a la química y a las matemáticas, sin perder de vista el misterio del fenómeno primero: la creación de vida. Infundirla en la materia inerte, se convierte en su principal preocupación. Dedica días y noches a los experimentos. Sin revelar el mecanismo, ni los detalles de su descubrimiento, Frankenstein consigue la fórmula y se pregunta si debe crear un ser semejante o uno de funcionamiento más simple. Finalmente se decide por un ser humano sin reparar en el peligro de su creación. “Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí hacer una criatura de dimensiones gigantescas.”

Pero los pasajes más inquietantes son los que relata el mismo monstruo, condenado a la soledad. Un recién nacido de dos metros y medio, que debe instruirse a partir de libros encontrados (El paraíso perdido, de Milton; Las vidas paralelas, de Plutarco, y Las aventuras del joven Werther, de Goethe), o de la observación de una familia a la que espía durante más de un año. Un autodidacta que lee el horror de su creador y su lamentable principio. Un ser único en su especie que reclama una compañera “con la cual pueda vivir intercambiando el afecto que necesito para poder existir. Te exijo una criatura del otro sexo tan horripilante como yo”. La negación de esa única felicidad provocará la venganza de la criatura hacia su padre.

LA MAMA DEL MONSTRUO
Mary Godwin nació en Londres en 1797. Su madre, Mary Wollstonecraft, fue una reconocida filósofa, autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, uno de los primeros textos feministas de la historia. Murió días después de dar a luz a Mary. Su padre, político y escritor, fue uno de los primeros liberales británicos en abordar el pensamiento anarquista y el utilitarismo. Educada en libertad bajo los preceptos de su progenitor, según su diario personal, en un año era capaz de leer unos setenta y cinco libros. A los diez años publicó su primer poema. Vivió feliz hasta que se enamoró de Percy B. Shelley, que además de escritor romántico, estaba casado y era amigo de su padre. Frente a la ira del señor Godwin que reivindicaba el amor libre sólo en teoría, Mary decide escapar con su amante. Sólo tiene diecisiete años. Sin hogar y con su media hermana Jane Clairmont a cuestas, recorren Francia, Suiza, Alemania y Holanda. Pero la muerte la acecha. En 1815, nace su hija Claire que muere a los pocos días. Al año siguiente, su medio hermana Fanny sigue el mismo destino, esta vez por una sobredosis de láudano. La siguiente en la lista sería la ex esposa de Shelley que se suicida en el lago de Hyde Park.

Mary comienza a suponer que todo lo que la rodea se muere, como si una maldición la persiguiera. Ese año, embarazada de su segundo hijo William, comienza la escritura de Frankenstein. Pero, “el destino era demasiado potente y sus leyes inmutables habían decretado mi completa y terrible destrucción”. William muere de malaria tres años después, seguido por Percy, quien en julio de 1822 se ahoga en un naufragio.

Con veinticinco años y un único hijo sobreviviente –Percy Junior– se instala en Londres frente a la mirada esquiva de la sociedad victoriana que sabe de sus aventuras y de la libertad de sus acciones. La Iglesia también tiene una lista interminable de reproches que hacerle después de leer Frankenstein, publicado originalmente en 1818.

Mary escribió otros textos potentes y oscuros, entre los que se destacan Mathilde, donde la protagonista sufre los abusos de su padre, y una de las primeras novelas apocalípticas de la historia de la literatura: El último hombre. Continuó publicando ensayos, cuentos, crónicas de viaje y biografías sobre escritores de la talla de Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Montaigne, Rabelais, Corneille, Rochefoucauld, Molière, Pascal, Racine, Voltaire y Rousseau.

Murió en 1851, de un tumor cerebral. Fue enterrada junto a sus padres. “Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y estaré exultante de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar”, había escrito ella presagiando su epitafio.


sábado, mayo 10, 2008

En la ruta cruel

LAS/12
Página12
Mayo 2008


Nacida a principios del XX en el seno de Suiza –país cucú donde nunca pasa nada- Ella Maillart pasó de ser una niña delgaducha a una experimentada deportista y navegante. En su insólita vida trabajó de mecanógrafa, modelo de un escultor, doble de riesgo o profesora de francés, participó en cine como guionista, actriz y asistente de dirección. Pero lo que realmente le gustaba dirigir era su destino, sobre esquís o en embarcaciones de cualquier tamaño. Una auténtica Ulises, que puso rumbo a Grecia rodeada de sirenas.

Por Fernanda García Lao

El 7 de julio de 1928, cuatro jóvenes europeas, Ella Maillart, Marthe Oulié, Hermine e Yvonne de Saussure, partieron a bordo del Bonita, una embarcación sin motor de catorce toneladas, desde el Puerto viejo de Marsella, rumbo a Grecia. Costearon Córcega, Cerdeña y en Sicilia, Yvonne de Saussure abandona la expedición por motivos inciertos. En Naupacta, antigua Lepanto, embarcó Mariel Jean-Brunhes (con provisiones). Las chicas atravesaron el canal de Corinto -la etapa más complicada- y tres días más tarde llegaron a Falero, el viejo puerto de Atenas donde debieron abandonar la decrépita embarcación y tomar un vapor en El Pireo.

Ella Maillart había nacido en Ginebra en 1903. Su padre era comerciante de pieles y su madre una danesa con espíritu deportivo que abandonaba a su marido cada domingo para ir a esquiar. Desde muy niña, Ella adora la lectura de mapas y los libros de aventuras.
Al cumplir diez años, la familia se traslada a la orilla del lago en Creux-de-Genthod, a unos 7 kilómetros de Ginebra. Allí conoce a Hermine - "Miette"- de Saussure, hija de un oficial naval francés, de la que se hará inseparable compinche de aventuras. Ella comienza a descubrir que sus lecturas y la vida al aire libre pueden coexistir. Su delicada salud se ve fortalecida y en poco tiempo se convierte en esquiadora y navegante. Con Miette aprende a dominar barcos cada vez más grandes, con los que se alejan un poco más cada día. A los 13, gana sus primeras regatas. Mientras tanto, Europa está en guerra y las dos adolescentes detestan la época que les ha tocado vivir. Entonces leen e imaginan viajes imposibles. Cada vez, un destino diferente. Al terminar la escuela, viaja sola a Inglaterra para aprender inglés, idioma en el que escribirá la mayoría de sus libros.

"Excepto cuando estoy navegando o sobre un esquí, me siento perdida, sólo vivo la mitad de la vida. Todo es deprimente, salvo leer”.

Para leer el resto de la nota, acá:
En la ruta cruel

viernes, marzo 28, 2008

Amazonas del arte


Hasta el 27 de abril, se realiza en Madrid –y se puede visitar en Internet– una exposición retrospectiva que recupera del olvido a 41 artistas que por diferentes motivos no ocuparon el lugar que merecían en la Historia del Arte Moderno.


Por Fernanda García Lao
Si bien algunas de estas artistas gozaron de prestigio en su época –Chana Orloff, Grete Jurguens, Louise Breslau o Suzanne Valadon– con el transcurso del tiempo sus nombres fueron omitidos de los manuales de arte. El nazismo y la estigmatización con la que sometió tanto a hombres como a mujeres con el rótulo de artistas degenerados, la misoginia de sus pares, la falta de marchand, galerías o críticas, la autorretirada, las dos guerras, los exilios o la locura, son algunos de los motivos que ayudaron a desconocer las obras de estas creadoras de vanguardia.
Según los organizadores: “Las protagonistas de Amazonas del arte nuevo pertenecen a las primeras generaciones de mujeres artistas que, salvo algunas excepciones, se mantuvieron en primer plano dentro del mundo del arte”.
Sin embargo, la gran mayoría son desconocidas, y en su momento sufrieron todo tipo de trabas para mostrar y vender su trabajo. Es más, ni siquiera eran aceptadas en las escuelas de Bellas Artes. Los movimientos de vanguardia necesitaban mujeres musas o amantes, no artistas independientes.
Siguiendo la línea optimista, el curador afirma que ellas “convivieron, se mezclaron, expusieron junto a los hoy identificados como los grandes creadores, masculinos de su época; formaron parte activa de las corrientes artísticas y aportaron puntos de vista que las convirtieron en referentes obligados en la historia del arte moderno”.
La muestra presenta a estas creadoras, verdaderas heroínas del olvido masivo, en grupo. Y el público asistente escucha y observa por primera vez los nombres y las obras de Käthe Kollwitz, Marianne von Werefkin, Francisca Clausen, Mela Muter, Florence Henri, Valentine de Saint-Point, Marie Toyen, María Nocz Borowiak, Marthe Donas o Meraud Guevara, entre otros más familiares como Goncharova, Tamara de Lempicka, Dora Maar, Frida Kahlo, Lee Miller, Claude Cahun, Maruja Mallo o Leonora Carrington.
Un mar de nombres, dos o tres obras por cabeza y un abordaje convencional desde lo teórico o bibliográfico, resultan insuficientes para entender la magnitud del “despiste” de historiadores y galeristas que durante un siglo negaron la presencia de estas artistas. Un proyecto ambicioso, que por su magnitud hace imposible conocer en profundidad a cada una de ellas. Sin embargo, ante la falta de exposiciones individuales, bienvenida sea la colectiva.
Para leer el resto de la nota, acá:
Para ver la exposición, acá:

viernes, marzo 07, 2008

8 días menos


Las12
Viernes, 07 de Marzo de 2008
rescates

Cuando se cumplían 15 años de la publicación de La vuelta al mundo en 80 días, la novela de Julio Verne, una chica audaz decidió desafiar a la ficción misma acortando el tiempo del mismo recorrido para después escribir la crónica. Su editor le dijo que estaba loca y que, al menos, debería ser un hombre para intentarlo. ¿Final de esta historia? Un libro que inscribió a Nellie Bly en la historia.


Por Fernanda García Lao
Pionera del periodismo de investigación, aventurera e irreverente, Nellie Bly fue una reportera arriesgada que se animó a infiltrarse en una institución psiquiátrica, recorrer el mundo contrarreloj o cubrir la Primera Guerra Mundial, cuando el mundo de la comunicación dependía exclusivamente del telégrafo.
Tirada en la cama un domingo, Nellie se preguntaba qué nuevo reto presentar al editor del New York World al día siguiente. Un cansancio interminable le dictaba al oído algo muy concreto: necesitaba vacaciones.
Ese agotamiento fue el disparador de Alrededor del mundo en 72 días, la crónica que haría a Nellie Bly célebre internacionalmente. Era el año 1888. Ese lunes, su editor escuchó atónito la propuesta. Dar la vuelta al mundo en menos de ochenta días y quebrar el record de Phileas Fogg, el personaje de ficción creado por Julio Verne, paradigma del viajero del XIX: británico, excéntrico, millonario y, por sobre todas las cosas, hombre. Ella, una joven periodista de carne y hueso, retaba a duelo al universo masculino y sobre todo, a la ficción.
Su editor fue contundente: “Es imposible. Necesitarías un protector y aunque pudieras viajar sola, tendrías que cargar mucho equipaje. Sólo un hombre puede hacerlo”. Ella dobló la apuesta: “Muy bien. El mismo día que salga tu hombre, lo haré yo para otro periódico y le ganaré”.
Finalmente, consiguió el aval de Pulitzer y el 14 de noviembre de 1889 comenzó su viaje de 21.740 millas desde Nueva York, en el “Augusta Victoria”, rumbo a Londres. Se había hecho confeccionar un vestido sencillo de paño azul y un abrigo de cuadros. Sólo llevaba un bolsito de mano. Y un anotador.

La huérfana solitaria
La vuelta al mundo no era el primer desafío que debía sortear Nellie Bly, seudónimo detrás del cual se ocultaba Elizabeth Cochran (Pink, para los amigos). Aparecida en este mundo en un pueblito de Pennsylvania, el 5 de mayo de 1864, era hija de un magistrado y vivió cómodamente hasta los seis años, cuando murió su padre sin haber hecho testamento. Descubrió entonces las limitaciones que sobre la herencia tenían las mujeres del siglo XIX. Después de enterrar al progenitor y a su pasado en el mismo hoyo, sus bienes fueron subastados y se mudó con su familia a una humilde casita. El siguiente obstáculo en su vida fue el segundo esposo de su madre, un borrachín maltratador, del que consiguieron escapar mudándose a Pittsburg.
Nellie, que aún no es Nellie, escribe cuentos por la noche y busca trabajo en la mañana. Precisamente leyendo los clasificados, descubre una columna que la revela por sus observaciones misóginas. Pink firma como “Huérfana solitaria” una furiosa misiva al Pittsburg Dispatch. El editor, profundamente sorprendido, convoca mediante un aviso a la misteriosa autora. Al día siguiente, apareció una jovencita menuda en las oficinas de Madden. Al verla, le propone una columna donde sitúe con exactitud la nueva “esfera de las mujeres”. Pink escribe un encendido artículo sobre los derechos femeninos y las injusticias que se cometían con las jóvenes solteras que no tenían talento, belleza o dinero, para “salvarse” con el matrimonio. Su estilo eficaz y vibrante consiguió desarmar al editor que le ofreció empleo. El título de su nota era algo desconcertante: La chica puzzle.
Como no estaba bien visto que una mujer firmara sus opiniones y su seudónimo de “huérfana solitaria” era demasiado poético, el editor le sugirió un cambio. Una canción muy popular de la época tenía un estribillo que hacía juego con el carácter de la nueva reportera: “Nellie Bly tiene un corazón, que hace al fuego crepitar”. Así la bautizaron en la redacción. Había nacido un mito.

El resto de la nota, acá:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-3953-2008-03-07.html

viernes, febrero 08, 2008

La musa del silencio


LAS12
Página12
Viernes 8 de febrero de 2008


Asta Nielsen fue la primera vamp que conmocionó al mundo con un baile erótico en una película muda: maestra de Greta Garbo, independiente hasta lo imposible para la época, madre soltera a los 20... y casada por quinta (y última vez) a los 90. En Alemania, el primer geriátrico para homosexuales de toda Europa acaba de inaugurar llevando su nombre como homenaje.

Por Fernanda García Lao
La diva danesa se convirtió en estrella internacional con su primer film El abismo (1910), dirigida por su marido de entonces, Urban Gad. El argumento era sencillo. Asta Nielsen era Magda Vang, una recatada profesora de piano comprometida con un caballero que asiste, junto al estirado, a una función de circo que cambiará el rumbo de su vida. Y es que allí una mezcla de cowboy nórdico con gaucho de cotillón queda flechado por ella... hasta el punto de obligar al prometido a regresarla a su casa. Pero el cowboy, como todo morocho que se precie, la sigue e irrumpe en su morada por la ventana. En pocos segundos ella decide darse a la fuga, escribir una notita explicativa y huir con el excéntrico, que responde al nombre de Rudolf, hacia el escarnio. Su prometido intenta hacerla entrar en razones después de localizarla, pero ella lo rechaza. Ha perdido la cordura. Magda se convierte en performer de circo y realiza una danza pseudo gaucha en el escenario, alrededor de un Rudolf atado. La fría platea danesa observaba atónita sus contoneos. Después de idas y vueltas, el matambre se desata y se siente atraído por otra. Magda lo abandona, él la sigue. Ella termina asesinándolo y llorando su muerte, hasta ser detenida. En escena queda el prometido absolutamente descolocado, y el muerto absolutamente ídem.
En poco más de 37 minutos, Asta había inaugurado su fama de femme fatale. Y Urban, su marido, un género que sería explotado hasta el hartazgo en el cine posterior: la tragedia erótica. La sensualidad de Asta dejó boquiabiertos a sus compatriotas, y más tarde daría la vuelta al mundo creando una larga lista de secuelas. Heroínas eróticas en blanco y negro de diversas nacionalidades –Pola Negri, Theda Bara, Greta Garbo o Marlene Dietrich– que mataban o morían en sórdidas circunstancias.
Su imagen estaba teñida de una ambigüedad exquisita construida a base de audacia y ausencia. Una suerte de trance, que ella denominaba “autosugestión”, al que se entregaba para crear sus criaturas en un ámbito falso “como es el cine para una actriz de teatro”.
EL CINE MUDO DANES
La primera empresa cinematográfica danesa había sido fundada cuatro años antes del estreno de El abismo. Sus primeras filmaciones habían sido documentales palaciegos encargados por el rey. Sin embargo, su primer éxito vino de la mano de una idea insólita: disfrazar una isla del Báltico de paraíso tropical, construir palmeras falsas y, para imprimir un toque de verdad, emplear leones enfermos del zoológico de Hamburgo que estaban por ser sacrificados. El desvarío en cuestión llevaba el sugestivo título de La caza del león (1908), y fue dirigida por el también actor Viggo Larsen. A pesar de semejante ilusión, la cinta resulta de una crueldad inesperada. Los leones eran sacrificados y descuartizados frente a la cámara, sin evitar los detalles más violentos. El siguiente éxito de Larsen, La trata de blancas, donde imaginamos que los leones fueron sustituidos por muchachas ingenuas, abrió las puertas del mercado alemán a las estrellas danesas. Las películas nórdicas se pueblan de besos y mujeres fatales: Betty Nansen, Lily Beck y la más escandalosa de todas. La Nielsen, por supuesto.
Entre 1910 y 1918, Dinamarca vive su edad de oro, estrenando alrededor de 1200 películas. El actor Valdemar Psilander fue su primer galán exportado y significó ganancias millonarias para los estudios hasta su controvertido suicidio en 1917... después de discutir acerca de su salario.
DIE ASTA
Asta Sofie Amalie Nielsen estaba muy lejos de ser una vampiresa. Hija de un calderero y de una empleada de limpieza, abandonó el colegio a los catorce años, coincidiendo con la muerte de su padre. Sin embargo, mientras trabajaba para ayudar en casa, consiguió una audición para estudiar Arte Dramático en la escuela del Teatro Real de Copenhague. Físicamente tampoco coincidía con el canon de belleza voluptuoso imperante. Era flaca, de labios finos y mirada insondable, a lo que sumó otra osadía, la de convertirse –a los veinte años– en madre soltera de una niña, su hija Jesta. Cuando, en 1909, conoce a Urban Gad, ya es una sólida actriz, la más popular y mejor pagada de Escandinavia. Y duda en incorporarse a la industria cinematográfica danesa.
Después de filmar casi treinta películas en los siguientes siete años, tanto en Dinamarca como en Alemania, el distribuidor alemán Paul Davidson la invita a sumarse a su estudio, el más grande de Europa –The Universum Film Union (UFA)–, ofreciéndole un contrato desorbitado para la época: 80 mil dólares al año. Su fama sólo se ve opacada por la del gran comediante francés Max Linder, reverenciado a ambos lados del Atlántico.
El nombre de Asta se convierte en marca de cigarrillos, en perfume, en automóvil. Sus fotos autografiadas se venden a millones. En ese sentido también es pionera, lamentablemente: fue la primera actriz-producto de la historia.
Durante su estadía en Alemania filma más de setenta películas, donde hace de sufragista, sevillana, prostituta, esquimal, huerfanita, proletaria, santa, hombre, anciana y niña, encandilando a todos con su mágica naturalidad para metamorfosearse. Además estrena clásicos de Strindberg e Ibsen con su compañía de teatro, y crea su propia productora, con la que hace una controvertida versión de Hamlet, en el rol principal.

viernes, enero 25, 2008

La Minerva de Francia


Las/12
Viernes, 25 de Enero de 2008



Por Fernanda García Lao
Conspiración, intriga o frivolidad ociosa. Las reinas europeas ocupan en nuestro imaginario un papel algo enrarecido. La historia y el cine se han encargado de recordar a las que se ajustaban a ese canon. Amantes del exceso, ávidas criaturas destinadas al romance, la espada o la festichola han opacado a otras figuras aparentemente menos sensacionales. Sin embargo, en los turbulentos palacios renacentistas se crió una mujer culta, instruida en varias lenguas y voraz lectora. Que además tenía voz propia.


Hubo una mujer en Francia, nacida en 1492, hija de Carlos de Angulema y de la muy influyente Luisa de Saboya, que recibió una educación humanista a juego con los tiempos de revolución cultural que movilizaban a Europa, pero inusual para su género.
Buscando su cara, tropecé con distintos retratos en los que se la ve más o menos atractiva, según la bondad del artista, pero en los que se advierte una particular manera de mirar. Decisión y complicidad. Algo infrecuente en una reina. En la misma página, observo sendos retratos de María Tudor, que mira como un verdugo, de María Antonieta, que lo hace con una mueca de asco o de María Cristina de Borbón, como si no tuviera nadie adentro.

Me quedo con Margarita
Margarita de Angulema hablaba francés pero aprendió español, italiano, latín, griego y hebreo siendo casi una niña. Su hermano menor, futuro rey de Francia, era conocido tanto por su debilidad hacia el arte italiano, como por su inmensa nariz.
Tras la muerte de Carlos, viuda e hijos de Angulema se trasladan a la corte de Luis XII, primo del fallecido señor. Y la señora de Saboya, de gran talento para la diplomacia, convierte a su infante en el favorito del rey. Aprovechando sus contactos en la corte, también ofrece a Margarita en matrimonio al déspota de Enrique VIII, que en ese momento era un insulso mocosito de once años, aspirante al trono de Inglaterra. Afortunadamente para todos, es rechazada. Margarita tenía un cuello terso de diez años de edad. Y ganas de conservarlo en su lugar.
En el castillo real a orillas del Loira, la docta y virginal doncella lee a Platón, Petrarca, Erasmo o Bocaccio. Entre sus tesoros más preciosos, guarda un ejemplar del Decameron en italiano, que le dejara su padre. La imaginamos solitaria, penitente, asceta, abstraída en los jardines y en la alcoba. O atrevida, con los dedos negros y la mirada desafiante.


Para leer la nota completa:
Al rescate de vidas ejemplares

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