Mostrando las entradas con la etiqueta Verano12. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Verano12. Mostrar todas las entradas

miércoles, febrero 05, 2020

El tormento más puro

VERANO/12, Página/12
25 de enero de 2020

EL CUENTO POR SU AUTOR
Por FGL




Si hay un territorio idealizado es el de la infancia. Se dice, equivocando mil veces la fuente, que la patria es la infancia. Como si con eso bastara para calmar el desequilibrio que significa aparecer en un mundo armado y demencial que no te necesita. En la infancia descubrimos el miedo, lo fantástico, dudamos del tiempo y jugamos con la muerte. Pero la infancia como fenómeno burgués niega el hambre, el terror, y hace hincapié en la inocencia, mientras fomenta el consumo de actividades y fuerza la mímesis de las criaturas con sus progenitores bien pensantes. Nadie se asume idiota. Heredamos mucho más que bienes muebles, o inmuebles, problemas gástricos o disfunciones de variado tenor. Heredamos dogmas, mentiras, duelos y formas de ejercer la violencia sobre los otros, más o menos solapadas por la velocidad de existir.

Estos tres relatos breves forman parte de El tormento más puro, y hacen ancla en ese campo oscuro del principio, donde los límites son borrosos, que resulta tan fructífero para imaginar. A pesar de las apariencias, son seudo realistas.

Los hechos de “Fragilidad” acontecieron, leí la noticia en un diario local. No así el desarrollo de su intimidad, que desconocía e inventé. Lo mismo sucede con “Las parlantes”. Aunque a veces dudo de mis fuentes y me da por suponer que también fueron inventadas. “Primer amor” es fruto de una pesadilla. Soy adicta a mis sueños, de ellos extraigo la libertad que la vigilia me roba.

Elijo esta secuencia para escapar de la obligación del cuento largo, y para obligar a quien lea a saltar un poco en el vacío, aunque ese vacío no sea más que un hueco entre párrafos.




FRAGILIDAD

Leonardo tiene dos años y nueve dientes. Juega solo entre las macetas del patio. La luz del mediodía cae sobre la baldosa que ocupa. Y así, tan iluminado, parece bendecido desde el cielo.

Junto al malvón hay un ser extraño, como un muñeco largo que saca intermitente la lengua finita, nerviosa. A Leonardo le pesa el pañal, pero igual se arrastra, seducido. Gatea y la cosa se paraliza, se deja atrapar. El nene la pesca con las dos manos, la reduce y se la mete en la boca. La muerde con sus colmillos recién nacidos. Le mastica la cabeza. Oprime ese cuerpo como si fuera un demonio al que someter. El juego consiste en aguantar el tironeo. Perder un poco el equilibrio sin soltar. Las baldosas se humedecen bajo el pañal.

A la madre le resulta raro tanto silencio. Y asoma medio cuerpo por la ventana de la cocina. Lo que ve, la espanta. Su hijo tiene la cara y las manos llenas de sangre. Una víbora entre los dientes. No te asustes, Leonardito, mamá te salva.

Frente a ella, el nene se niega a abrir la boca. La madre tira, pero de una patinada se golpea contra al suelo. La cabeza de la bicha sigue adentro de Leonardo, que la muerde con felicidad. La madre teme. La víbora parece mala. El nene mordisquea un ojo. Lo desprende, se lo traga. La madre no sabe qué hacer y le golpea la espalda para que escupa. Pero no funciona.

Corre a buscar cualquier cosa. Un elemento contundente. Piensa en la tijera, pero vuelve con un martillo. Lo primero que encontró. Leonardo se asusta al verla armada y tira lejos a su presa, que cae muerta junto al malvón. La madre la golpea con el martillo para asegurarse de que ya no existe. Después, levanta al nene y busca la moto, lo sienta adelante. Acelera.

Las diez cuadras hasta el hospital parecen doscientas. Sube la rampa, sortea unas camillas y entra a los gritos. Las enfermeras de la guardia se lo arrancan de las manos. Leonardo llora fuerte, la madre no puede pasar. Los chillidos del nene retumban en la sala de espera.

La tarde se dilata en la observación de las lesiones mientras la madre moquea, desesperada. Cuando por fin se abre la puerta, un médico la calma. No hay heridas ni síntomas de envenenamiento. La sangre no era del nene. Pueden volver a casa. Si hay fiebre, paracetamol.

El regreso en moto es lento. Por ser tan valiente, Leonardo se gana un cucurucho. El sol se retira del cielo.

La puerta del patio quedó abierta y llamó la atención de las libélulas, están por todos lados. La madre las espanta con la escoba, y con su furia.

Leonardo quiere salir, pero es hora de bañarse. No desea que la madre lo moje, lo seque, lo perfume. Un pañal limpio significa que es hora de dormir, la retirada. Pero la madre sabe cómo convencerlo. Primero se bañará ella, mientras él toma la leche en su sillita.

El vapor borra rápido la imagen de los dos. La madre se mete veloz bajo el agua, corre la cortina. Se enjabona. Al cerrar la ducha, silencio. ¿Leonardito estás bien? Se asoma. El nene salió. En su lugar, la mamadera goteando.

Afuera, hasta hace un instante, la cabeza sin vida de la víbora era picoteada por un pájaro negro. Un mirlo corregía esa muerte inútil, convirtiéndola en su improvisada cena. La carne de la serpiente es blanda, deliciosa.

Leonardo salió al patio y gateó hasta la carroña con el martillo en la mano. Tenía la seguridad de un ingenuo. El ave no lo vio llegar. Por eso ahora, aletea y se desangra. Leonardo golpea como su mamá, con la boca abierta. Hay plumas negras junto al pañal.


PRIMER AMOR

Qué limpita fue tu infancia, aunque mataras insectos. Nunca te vi sucia. Y mirá que arrancar con los dientes alas de mosca no es asunto delicado. Pero usabas delantal. Los cuerpitos heridos iban a tarros de vidrio. Había que verlos de noche, qué brillo. Nos invitabas a pasar, de a uno. Cerrá los ojos y elegí. A ciegas, el bullicio crecía. Los zumbidos se enredaban. Cuando fue mi turno, señalé sin ver. Es un grillo, dijiste, tuviste suerte. Abrí la boca sin mirar. Voy a destapar el frasco, no te asustes. Escuché tu risita muy cerca. Cuando abrí los ojos, la vi. Con tu lengua infantil chupabas el cuerpo de una araña. Después la guardaste en el tarro. Ahora besame, dijiste. El terror me cerró la garganta.


LAS PARLANTES

Eran mofletudas, con los ojos fijos y las pupilas de vidrio. Los tirabuzones secos, el tronco de metal, miembros articulados. Fueron realizadas a fines del XIX. La producción de estas muñecas fue un fracaso. Demasiado raras, las boquitas entreabiertas mostraban mucho los dientes. Filas en carey diminuto, de sonrisa falsa. Algunas se vendieron, por la novedad. Estas dos quedaron sin dueño, en la vidriera de la juguetería Fingen. El dueño del local, Álvaro Fingen, se negaba a dejarlas ir. Era amigo del fabricante y por eso, su hija Rosie, de seis años, les había prestado la voz.

En cuanto salieron a la venta las muñecas, la nena cayó enferma. El infortunio mostró su perfil más macabro y, a los tres meses, Rosie murió sin decir una palabra.

Después del entierro, el cielo parecía un bache, una depresión oscura. El señor Fingen pasó en el local toda la noche, dando cuerda a las muñecas. Quería escuchar a la fallecida.

En el cuerpo de la rubia, Rosie cantaba una vieja canción de cuna. Y centelleo, centelleo, a través de la noche. Su voz era triste, distante. Parecía venir del sepulcro. A través de la pelirroja, repetía otra frase como un mantra. Según Fingen, hablaba del paraíso. Los labios del cielo dicen cosas, parecía decir. Nunca se entendió qué cosas. A la vocecita quebrada, se le sumaba el crujido de la grabación.

Se hizo rutina en él pasar la noche con ellas. Temía dejar sola a Rosie, apagarle la luz. Nunca cierren los ojos, les decía. Como si pudieran. Esperaba a que el primer rayo rozara la persiana para subir a su casa y dormir hasta el mediodía. Su mujer no abandonaba la casa, detestaba a las muñecas. Y los empleados tenían prohibido tocarlas. Renovaban la vidriera cada mes, salvo por esos cuerpitos duros de robadoras de garganta. Una junto a la otra, la rubia y la pelirroja fueron cercadas por juguetes menos sofisticados que se vendían bien: pistolas, caballos mecedora, bloques de madera, burbujas, bancos mecánicos y monos a cuerda.

Cuando nació Rosie B, la segunda hija del matrimonio, el señor Fingen dejó de visitar a las muñecas. Su mujer murió en el parto y él debía concentrarse en la sobreviviente. Pero prohibió que las parlantes fueran retiradas de vidriera.

Una tarde, el encargado rozó a la rubia con un plumero y tuvo ahí mismo una convulsión nerviosa. Se atribuyó al contacto. Quedó como extraviado, la boca seca. Fue internado. Dos meses más tarde regresó, pero nunca se recuperó del todo. Temblaba o se quedaba duro, agarrotado de miedo.

El personal comenzó a temer. Las parlantes encarnaban el horror. Si se cortaba la luz de golpe, eran ellas. Un rayón en el vidrio de color rojo, ellas. Dolores, pérdidas, ellas, ellas. Quedaron más aisladas que nunca. Los cilindros escondidos bajo sus ropas enmudecieron. Nadie giraba la manivela de aquellas espaldas. El polvo hizo un dibujo sobre sus bucles más espeso que la niebla.

Durante meses, los nenes que se detenían a contemplar la vidriera de la juguetería, lloraban frente a la visión de las parlantes. Algo siniestro, un imán amargo, hacía imposible no perturbarse delante de aquel doble rictus congelado de bocas entreabiertas. El empleado, resentido, resolvió tapar ese sector con un teloncito de corazones rojos. Pero el sol fue destiñendo el color y, al poco tiempo, el aspecto era tétrico de nuevo.

Al igual que su padre, la pequeña Rosie B se sintió, en cuanto pudo bajar al local, cautivada por las muñecas. Les pasaba un algodón cada semana para retirarles la mugre. Les cepillaba los tirabuzones con un peine chino. Y pidió que, en las tardes, le fuera servido un té para tomar con ellas en la vidriera, ocultas por el telón descolorido. Ya no quería salir, ni subir a la casa. Fingen tuvo que traer un maestro para que le diera lecciones, la nena se negaba a ir al colegio. Aprendió algunas cosas sin moverse de la vidriera, pero los asuntos mundanos no le interesaban.

Algunos dicen que, a los quince, Rosie B tenía largas conversaciones con las parlantes sin darles cuerda. Pero son habladurías. No se cansaba nunca de las frases repetidas.

Nuestro mundo habla más alto que el paraíso, cantaba con las Rosie. Las muñecas parecían menos severas, incluso infantiles. El señor Fingen se sentía casi feliz. Sus hijas derrotaban a la muerte. Él no pudo, murió bastante joven. Su fortuna pasó a Rosie B, pero ella eligió mal. Así dijeron. En lugar de quedarse con la casa y alquilar el local, hizo al revés. Los empleados recibieron un telegrama de despido.

La primera noche que pasó sola en el local, alguien forzó la puerta. Varios sospecharon del encargado, resentido por el asunto del plumero y sus secuelas. Pero no pudo probarse. Fue junto a las parlantes que el extraño la forzó, a cara bien cubierta. Ni se bajó el pantalón. Con una mano pudo inmovilizar a Rosie B, con la otra, dio cuerda a las muñecas. Pero se quedaron mudas, ni pestañearon.

En cuanto el atacante huyó, ella cerró la puerta. Nunca más puso un pie en la vereda. Vivía en la vitrina, con la persiana baja. Le gustaba la noche porque la gente está menos consciente y las rarezas se notan menos. Permanecía sentada junto a las muñecas, hablando de sus visiones. Mientras tanto, adentro suyo, se gestaba otra. Una distinta, carne nueva.

Los inquilinos de la casa le dejaban comida caliente y la asistieron en el parto. Pero Rosie B parió a una Rosie que no se parecía a las otras. Los ojos diminutos, muy pegados: parezco un pájaro. Huí en cuanto pude. Ayer me informaron que murió. Su madre murió, dijeron. Y tardé en asociar esa palabra con ella.

Hoy tomo el control, un avión. Tengo ideas. Al llegar, encuentro las persianas del local bajas. Un abogado me espera en el restorán de enfrente. Papelerío, certificados. La llave. Lo primero que hago al entrar es buscar a las muñecas. Es lo único que sé de mi familia.

La rubia estaba bajo una viga de madera que se desplomó por falta de mantenimiento. El mecanismo descompuesto, la cabeza rota. La meto en una bolsa de basura. A su lado, la pelirroja ha salvado su cuerpo. La examino. Le doy cuerda. Una vocecita antigua susurra una frase idiota. Me parece cómica, inofensiva. Decido venderla. Hago lo mismo con la casa y el local.



domingo, enero 06, 2019

El cielo se abre

Verano12
PAGINA/12
3 ENERO 2019





No sé qué hago con Berta. Tiene cara de idiota. Siempre que voy a lo de Otto me encaja alguna amiga que me distraiga de la miseria. Esta noche entregué el abrigo y ella, un trombón sin funda. Era tarde cuando entramos, toda la noche en vela. Una fila interminable. Se sale mal, con menos plata de la que uno espera. Con mi abrigo comeré una vez. Recibí apenas dos billetes. Berta está indignada y cierra de un portazo. Con amigos así, dice.

La ciudad recién empieza cuando dejamos la casa de empeños. Tengo frio y no quiero volver a casa, es una heladera oscura. Ni una lamparita quedó.

¿Tenés algo que hacer? Le digo que no. Te invito a ver un muerto. Bueno, le digo. El barrio es lejos. No hay árboles, no hay familias, no hay perros. Pero seguro que ligamos comida.

Berta ya no parece tan idiota, mientras camina va intentando abrir las puertas de cada auto gris estacionado. Son de garca, dice.

Percibo en ella un tipo de peligro que me atrae. Los madrugadores nos esquivan y nosotros a ellos. Vamos rápido, para entrar en calor. Las nubes negras que me persiguen se diluyen de a ratos.

Cuando llegamos a la puerta del muerto, está cerrada. Deben haberlo enterrado ya, dice. Tardó un montón en morirse. Hace años que anunciaba que le quedaban dos días. Antes de ayer apareció en mi edificio y dijo: el miércoles quiero que vengas a casa porque voy a morirme en serio. Pero hoy es viernes, le digo. Qué cagada, según él, era mi papá.

Volvemos al centro. Tomamos por una avenida ancha llena de grúas y cemento. La ciudad entera está en obra. Me duelen los pies, cada paso es una futura ampolla. Berta interrumpe mi silencio con observaciones imprevistas. La gente piensa que soy estúpida porque tengo la frente muy salida, dice. Pero el cerebro está en otro lado. Uno piensa con todo el cuerpo. Sí, obvio, le digo, aunque no sé a qué se refiere. Mi cuerpo no cavila. La cabeza tampoco. El ruido de las grúas y la resaca me tienen mareado. Antes de ir a Otto bebo. Así olvido que mi casa se fue vaciando en su casa de empeños. Su negocio es adueñarse de lo que fue mi vida. Debería mudarme ahí. Está todo: la aspiradora, el ventilador, el sofá cama. Lo que no voy a soltar nunca es la petaca de mamá. Duermo en el suelo, abrazado a su sabor.

Berta descubre la puerta de un auto sin cerrar y ocupa el asiento del conductor con naturalidad. Me invita a subir. Dale, vamos. Querés conocer a mi hermana, me pregunta. Se llama Berlin. En realidad, media hermana. Mi papá supuesto no era el suyo. ¿O era al revés?

Parece que va a presentarme a toda su familia. Arrancamos después de varios intentos. Mete los dedos y luego tironea de un cable con la boca. Yo tirito, impaciente. Berta maneja pésimo, acelera y casi atropellamos a un ciego, perro incluido. Por suerte el ciego no puede vernos y sigue caminando sin saber. El perro nos gruñe con los dientes apretados, para no asustar a su protegido. Berta gira en el bulevar y señala unas mesas oxidadas sobre la vereda. Esa es Berlin, dice mientras toca bocina. La hermana está sentada en un bar exterior que parece un pedazo de sábana en la mitad del mundo. Es un palito, la hermana. Dejamos el auto mordisqueando el cordón y al bajar, Berlin me pasa un papel, tiene la lengua dura. El pelo, color violeta. Se sienta con las piernas encogidas por el frío y me mira fijamente. Está intentando seducirme. Berta se da cuenta, pero ni se inmuta. Nos dice vamos y me toma de la camisa. Berlin se roba una botella. Subimos al auto, pero no tiene más nafta. El mozo nos toca la ventanilla. Siempre lo mismo ustedes dos. Pagale, me dice Berlin. Si no, te va a surtir. A nosotras ya nos conoce. Le doy un billete al tipo y me siento un imbécil. Sólo me queda uno.

Vamos a casa, dice la tonta.

Caminamos los tres por calles destrozadas sin caernos, como disparates sin sombra. La luz de la mañana es tan brillante que no hay proyecciones de oscuridad. Tomamos del pico y de pronto, Berta echa a correr como embobada. Corre y nosotros atrás, intentando prevenirla. Cruza sin mirar y se salva de camiones y motos. Mete la cabeza en la fuente de una placita destartalada. Nos mira sorprendida por el agua, se moja el vestido. Está más borracha que yo. La agarramos de las axilas y a la rastra llegamos a un edificio sin ascensor.

Berlin no encuentra las llaves y Berta se desmaya en la entrada. Las tiene ella, dice, revisala vos. Abro su cartera. Hay de todo, agito y no suenan. Las tengo encima, dice Berta reanimada. Busco en sus bolsillos y junto a una costilla encuentro el manojo. Subo con ella, besando cada escalón. Berlin abre y yo suelto el paquete sobre la alfombra, agotado. Hay partituras con manchas de grasa en el suelo. Un gato flacucho, que nos ignora, toma agua de una canilla mal cerrada y luego, desaparece.

Las hermanas se desvisten a medias, terminamos los tres en la cama. Dormimos sin tocarnos mientras la ciudad se agita en la ventana, sirenas sin mar ensordecen el dormitorio.

Es de noche otra vez cuando abro los ojos. Berlin está como perdida con un cigarrillo incendiándole los labios. Entre nosotros, una resaca pesada y tuerta. Una resaca madura, acuchillada, sin perfume. Berlin no se deja tocar, pero Berta se lanza hacia ella igual que un toro, y vomita hacia un costado. Su cuerpo baja rodando hasta el charco de vino, como un ojo en una lata, ruidosa y torpe. Es una tarada, dice Berlin. Y la otra ronca de inmediato.

Fumamos pensando en las horas muertas y ellas en nosotros. La noche ha quedado rendida, lamiéndose. Estrellada contra la primera luz del día. Berlin se prende un porro y se come el humo. No le gusta perder el protagonismo ni por un segundo. Me da una pitada humedecida, con su aliento ahí en la punta.

Te gustan las madalenas, me pregunta. Y devoramos un paquete entero. Berta resucita y prepara café a eso de las seis. Se sienta en el suelo a tomarlo, nos mira en contrapicado con el ceño fruncido.

¿Vamos a lo de Otto? Los sábados no abre, le digo. Por eso, me responde.

Nos duchamos los tres al mismo tiempo y de la risa nos queda pegado el champú en lugares raros. Soy tímido, digo. Y yo qué culpa tengo, Berta me frota cada nalga.

Juntemos herramientas y nos vestimos de rojo. Con medias de lycra y bombachas en la cabeza. Que parezca una joda, dice Berlin. Cuanto más nos miren menos nos verán.

El cielo está roto cuando salimos a delinquir. Yo de negro, ellas de rojo. Paramos un taxi en la primera esquina. Pero damos otra dirección, a la vuelta de Otto. Si se quieren enfiestar, cuenten conmigo, dice el peladito que maneja. Ninguno lo registra. Mi petaca es más interesante. Al llegar, el tipo se ofrece a cambio del viaje y preferimos pagarle para que se vaya. Con mi último billete.

Caminamos hasta la casa de empeños. La calle está en silencio, hubo un corte de luz y aun el día no se decide. Ninguna cámara funciona, todo está de adorno en el mundo, dice Berta.

Tocamos el timbre de Otto por si acaso y nada, no viene. Sacamos una llave cualquiera para dejar atravesada en la cerradura. De un golpe, Berlin la quiebra con un trozo de vereda. Por si vuelve, dice. Vos rompé el vidrio de la ventana chiquita, me pide Berta, la que da al sótano. Y me da su cartera. Es tan pesada que lo destroza de un golpe. Todo lo que necesito está ahí, dice ella. Un par de zapatos, la poesía de Bolaño y un discman viejo que no puedo soltar porque tiene adentro un Nino Rota.

Berlin aparta los vidrios y se desliza hacia abajo. Le sobra espacio de lo esmirriada que es. Nos abre desde adentro por la puerta de atrás. Berta camina hacia el estante de las linternas y nos da una. No hay que prender la luz, susurra.

Enseguida veo el abrigo. Mis cosas están todas juntas, con carteles que repiten mi nombre. Me veo periódico en objetos de poco valor. Yo yoyo, entre formas que había olvidado, como el esqueleto de una juguera inmunda que heredé de alguien de la familia. El juego completo de living, los candelabros de mamá. Ese olor intenso que junta la vida de uno. Berlin se prueba un sombrero con pluma que dice Norberto, y Berta unas botas hasta la rodilla, sin nombre. El pasado está lleno de hongos, dice. Nos reímos como niños un poco muertos. Elijo un tapado mejor que el mío, con corderito teñido de azul.

Cuando estoy revisando los cajones del secreter de mi abuela, escuchamos el giro nítido de una llave en el piso de arriba. Me agacho tras la vitrina donde mamá guardaba la platería, ahora llena de polvo, y veo que las hermanas hacen señas de luz con las linternas para marcar el camino hacia la puerta del fondo. Pero los pies de Otto ya están bajando la escalera, a pocos metros de mí. Enciende la luz de golpe y las ve, las corre y ellas, entre risas, tiran un par de secadores de pie que le traban el paso. Putas, grita Otto. Y agarra un sable que hasta ese momento colgaba inofensivo de la pared. Cierra la puerta de un golpe.

Me quedo solo, desconcertado. Dudo. Sin ellas, vuelvo a ser yo: un borrachín en decadencia, sin ideas ni valor. Cuento hasta mil sin decidirme. El sol se mete en los estantes y golpea las vitrinas. Salgo de mi escondite sin quitarme el abrigo de cordero y camino hacia la puerta, pero no abre. Me lleno los bolsillos de cosas de Rubén, Jorge y María Luisa. Luego vuelvo a dejarlos en su lugar, no quiero quedarme con el karma de nadie. Busco algo contundente para enfrentar a Otto y luego contemplo opciones para suicidarme. Encuentro una lata de galletas. Pruebo una y no está mal. Trago varias de un saque. Estoy famélico. La desesperación me lleva hasta la caja registradora. Vacía. Hago círculos con mis pasos, y así encuentro el libro de Bolaño que Berta olvidó en el suelo. Abro al azar. La muerte es un automóvil/con dos o tres amigos lejanos. Me siento a leer.

Ciento sesenta y nueve páginas después, decido acomodarme en el canapé de mamá porque me duele el cuello. Incluso prendo nuestra vieja lámpara, la del cisne cromado. Lleno la petaca con gin del bueno y la guardo en el abrigo. Hacía tiempo que el mundo no me regalaba un momento de armonía.

Cuando Otto regresa, me despabilo. Por suerte, la columna me tapa y no me ve. Sube la escalera en automático con una hermana en cada brazo. En pedo, los tres. Ni siquiera cierran la puerta. Apago la lámpara y me dispongo a salir, pero entonces los escucho cabalgar en el piso de arriba. Berta pide a gritos que le devuelva su trombón y Berlin, reclama cierto clarinete. Otto dice que sí a todo. Más fuerte, pide con la voz de un loco o de un vendedor. Subo despacio y me asomo a un dormitorio lleno de trastos, sólo por curiosidad.

Ahí están los tres, subidos a un potro mecánico que gira. La panza de Otto domina el cuadro. Las hermanas vuelan como cometas rojas sin dirección. Aletean contra las cortinas. Retrocedo en silencio, bajo la escalera.

Huyo con el libro, el abrigo y las galletas. El cielo se abre.

miércoles, enero 17, 2018

Inmunda

VERANO 12
16 de enero de 2018
Inmunda
Por Fernanda García Lao



El cuento por su autor
Casi no intervine en la escritura de “Inmunda”. Digo, mi parte consciente sabe poco de este objeto. Es mi anomalía la que escribe por mí. Confío en ella. Dice cosas que no tienen moral ni vergüenza. En eso se parece a este momento que nos toca atravesar. No es un cuento nuevo, en el sentido de que ya fue publicado. Es parte de mi libro Cómo usar un cuchillo. No fue escrito pensando en esta coyuntura, se hizo con retazos de observaciones vividas. Cuando llegué de Madrid, hace muchos años, los jubilados eran reprimidos a base de hambre. Y yo fui anotando mis impresiones. No imaginaba que ese asunto se iba a repetir. El horror es recurrente. Había otro presidente absurdo y la clase media era igual de patética. El resto de acontecimientos tiene base real aunque parezcan distorsiones. Ahora lo releo como si no fuera mío. No me gusta pensar que soy dueña de lo que escribo. No creo en ese tipo de propiedad. Son las palabras las que se llaman unas a otras. Yo las dejo. Tampoco sé cuál es el asunto ni me preocupa entenderlo. La poesía y la muerte no tienen explicación. La autoconciencia es una mentira. La única verdad es que la escritura me arrastra fuera de mí. Señala cosas que no veo. Y por eso escribo. Porque lo cotidiano es una anestesia y el mundo carece de sentido.



(foto Ale Meter)

***

El silencio se había hecho de yeso blanco y se paseaba indómito por el jardín y por las flores. Antes de decidir el día, Dios se puso los guantes y se calzó sus preciosos muertos en cada pie hermoso. La virgen cantaba como cada mañana y todos sonreíamos para la foto.

El más simpático de los condenados se precipitó hacia mí y me confesó que me amaba como a un fruto prohibido. Nos abrazamos largo y tendido y tuvimos hijos. Después me alejé de su vida dispuesta a recuperar mi virginidad alegre. Cerré el capítulo del amor y abrí el de los viajes. Fui a conocer el mundo de los inmundos, que también tienen derechos y deberes como cualquier ciudadano decente o religioso. El día me estaba doliendo en los ojos así que me puse a pensar en cosas de miradas sublimes.

Tu cuerpo tendido y vencido de whisky era una cosa importante. Yo me levantaba como si fuéramos vecinos y me iba al baño, donde me esperaba la ducha. El fuego me lavaba las manos y me ponía escarlata para besarte, como en las películas. No llovía ni era invierno. Había sapos. El señor portero se presentaba reclamando las expensas y preguntaba por un tal marido inexistente. Yo sonreía entre los billetes violetas. Era feliz. Pero no tanto.

Tuve que caminar muy poco para ver a los inmundos. Ellos también viajan. Tienen pelo y se comen las uñas con enorme prolijidad. Se parecen mucho a nosotros y lo único que los distingue es su maravillosa mirada de satisfacción. Las mujeres inmundas son civilizadas y huelen a perfume de París. Conversan con soltura y comen sabrosos bizcochos de excremento. El clima es festivo. Los periodistas se cuelgan de las ramas y hacen piruetas. Todos tiramos maní y hacemos declaraciones. Los inmundos ven la tele y gozan de los mismos placeres que el resto de la humanidad. Tienen himno y llevan a sus hijos de las orejas.

Soy una criminal. Por eso estoy tranquila y aclimatada en este rincón de vida. Algunos individuos averiados me miran y aprietan los dientes. Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo. Aquí reina la casualidad. Está de moda hacerse el aturdido. Muchas caras miran la luna de costado.

Lo Inmundo está de fiesta. Hay reunión en el microestadio. Las señoras se afeitaron a la hora del desayuno y ahora ocupan ruidosamente las gradas. Los señores son más naturales, apestan. Las señoritas sin cabeza reparten gaseosa y pan dulce. El ministro se abre paso entre eructos y aplausos de la concurrencia. Sube al podio. Sonríe. Se tira en picado y muere como un héroe inmundo. Todo es algarabía y alajú. Siempre es extremadamente algo en este mundo. Todos se divierten y bailan al compás de sus tripas ennegrecidas. Todos excepto el Candoroso. Él ha sido enviado por el Señor para resaltar la inmundicia ajena.

He conocido al ángel inmundo. Huele a jazmines y se viste con armadura y botonera de plata. Es un ser abnegado. Casto. Objetivo. He querido besarlo, pero él ama suavemente. Sin blasfemias. Es excelso y no bebe champán. Yo, la extranjera, voy a profanarlo. Hoy es un día patrio.

Al viento le pusieron la camiseta y lo sentaron a la mesa. La noche está pesada y sin luna. Se celebra el fin de los tiempos sencillos y todos los hombres se sienten estúpidos otra vez. El sol contrajo matrimonio con la suave soltera de los pelos de oro, pero la crueldad de la vida los besa igual en el cuello. La mayor de las niñas de luto se enjuaga la garganta con un trozo de océano y comienza a gritar. Su voz es maravillosa. Todos recordamos algo sin importancia y entonces el mundo deja de ser inmundo y pasa a ser un fósforo.

Besé al Candoroso y no sentí nada. Él tampoco. Después nos perdimos en un bosque asfaltado. Me gusta mirar a los inmundos. Algunos van con los brazos en la espalda, domésticos como ciruelas. Hoy les enseñaron a doblar manteles de plástico y a pensar usando sólo un riñón. Es magnífico verlos sonreír. Mañana aprenderán a decir gracias y a no mirar a la cámara. Parecer natural es importante. Serlo, no.

Insisto con el inmundo higiénico. Me lleva a su jardín domesticado. Las flores tienen apellido y no están desnudas. Él me incita sobre la hierba. Su pelo se confunde. Hacemos el amor mientras una fila de hormigas arrastra todo tipo de semillas. Me siento inútil. O será él. Le digo basta y no puede creerme.

Ha muerto su padre esta mañana. Se atragantó con una almendra. Habrá que abrir el cementerio otra vez. Hay tres llantos, los de sus amigos incondicionales: su perro, sus gafas de ver de lejos y su dentadura postiza. El resto del mundo no se dio cuenta. Sigue ocupado en perder el tiempo y en intentar llegar al orgasmo para tener tema de conversación. Pobre inmundo de mierda, fue un ser anodino como los demás, pagó sus impuestos, envidió el pene de su primo y ahora se encuentra a tres metros bajo tierra.

La naturaleza es sabia, a veces.

El Candoroso no llora. Parece no saber. Yo ni me molesto. La inmundicia crece por mi cuerpo como una hiedra salvaje. De pronto, nos miramos. Él y yo. Dos egoístas frente a frente. Dos figuritas de porcelana que no tienen nada que decirse. Fuimos casi amantes y ahora somos una sonrisa estúpida. Ahora me dice cómo estás. Llueve nervioso entre nosotros y ya no me importa. El cadáver de su padre empieza a llenarse de lodo.

Caminamos en silencio hacia el ágape mortuorio. Y pude estar con ellos sin que notaran mi desprecio. Comer en su mesa. Probar sus ciruelas y ser feliz. Ya dudo de mi inteligencia: sueño sus sueños y pongo cara de imbécil, para ser igual. Lo consigo sin mucho esfuerzo y soy tan convincente que ya me veo sobre la masa inmunda fumando mi cigarrillo. Pero no. Sospechan de mí. Así que vuelvo al paraíso de mi simpática rutina lexicológica.

Me dejan a solas con un tonto de calcetines de lana. Me invita a ver cómo matan a los jubilados en la tele. Caen víctimas de una vacuna gripal. Les inyectan una bacteria con cerebro. El tonto aplaude y yo me conmuevo. Ahora la muerte está mintiendo. Ha jurado que no es vieja, que tiene sólo treinta y cinco. Todos los inmundos tienen que reír al compás del presidente que dice ¡mentira! mientras se les caen los mocos de un verde tropical. La muerte va a ser acribillada a balazos. Al presidente no le gusta que sea tan popular.

El Candoroso me confirma que lo nuestro es imposible. Pero no me importa. Ya encontré otro joven maravilloso. El tonto besa bien. ¿Me estaré contagiando? ¿Seré casi una inmunda? Mi amante dice que no, que soy estupenda. Pero, cómo voy a considerar el criterio de un imbécil. Creo que he perdido la perspectiva.

Esta vida de colores fuertes se me enreda en la nuca. Veo hombres saltando en la charca. Enormes barrigas balanceándose sin sentido. Yo salto, corro y papo moscas, pero soy una rana falsa. No. No nací para esto. Fue divertido eructarle a la luna un tiempo. Ahora quisiera recuperar el conocimiento, ponerme el viejo abrigo de mi padre y remontar el peligroso río de la razón. Dos tremendas ranas custodian las puertas de este mundo y saben que quiero escapar. Una lengua fétida acaba de rozarme.

Mis deseos mueren para resistir la vulgaridad de este mundo. Mi ex amante pasea entre otros fideos con manteca como él. El muy tonto no me llama.

Hago las valijas sin decir nada. Llego a una piedra chata con mal olor donde espero la llegada del besugo. Una lancha que te aleja de la locura por un rato y te introduce en otra. Irse del todo es imposible. Acaban de cerrarse las puertas. Me río y salen pájaros o soles plateados de mi boca. Soy libre. Aunque esté en el estómago de un pez. Pierdo la noción del tiempo. Paso momentos de incertidumbre y recuerdo las tostadas con aceite de mi madre. Sola, dentro de un desconocido, me alejo.

Salgo del besugo a las 7:15. Un reloj de plástico me devuelve la lucidez. Hay un árbol. El cielo es verde y la tierra también. Resulta muy difícil mantener la compostura. El besugo se fue. Son las 8:36. Nunca pensé en una libertad tan verde y sincronizada. Esto es terrible.

Ha habido un cambio. He destrozado el reloj. Estoy más animada. No hay resto de cadáveres ni tumba alguna. Me siento bajo el árbol. Soy un poco Eva y un poco Newton. Participo de un cansancio neutro. Proyectan imágenes sobre mi cuerpo para que no haga sombra.

Pasan las horas como buitres ridículos. Buitres de acero inoxidable con seis meses de garantía. No merece la pena seguir evitando la carroña. Todos tenemos hambre y asaltamos las ideas con desprolijo desprecio. Ya no queda un sólo niño.

Lo vacío no es tan malo. Hoy es el día más feliz desde que llegué. Creo que mi mente ha evolucionado, soy etérea. Esto es ideal para descansar y conocerse a uno mismo. Soy una basura.

Escucho un sonido pero no voy a alegrarme. Tal vez sea testigo de una catástrofe. Este zumbido áspero es el único acontecimiento en días. Voy a subirme al árbol. No quiero morir a la intemperie. Yo fui verde, aprendí y fui sincera. No ayudó.

El besugo regresa y vuelvo con el eclipse. El último del siglo. Abandono el pez con los pies dormidos y deposito un poco de mi cuerpo sobre la antigua cama, ahora tan poco silenciosa. El mundo entra por la ventana pintado como una puta, gritando y sacándome la lengua. Su baba impregna la casita donde pasaré mis días de naturaleza muerta. No soy una buena vecina. No saludo al portero. En el edificio de enfrente ha crecido un enorme pezón. Tal vez sea una señal.

El pezón corresponde a una campaña publicitaria. Los inmundos son así. Les gusta llamar la atención. He decidido dejar de dormir. Creo que no es valiente de mi parte. Debo afrontar la realidad y casarme con el primer inmundo que me lo pida. Sale el sol y no es metáfora. La vida es ruin. He perdido todo. Lo inmundo me subyuga. Tal vez deba formar un hogar como en la tele. Los especialistas en construir vidas y en dar consejos dicen que voy por buen camino.

Soy una privilegiada. Ya no tendré que casarme: Todos los hombres me esquivan. Me voy a insultar a la luna. Compraré flores para enterrar mi dignidad y escribiré una breve elegía inservible. No soy tan fría como algunos imbéciles suponen.

Dejo mi cabeza abierta sobre la mesa porque me pesa este cerebro perfumado. La prensa pide permiso para asesinarme por un rato y yo los dejo. Soy un habitante del mundo sano y voy a demostrar que mi vida no ha sido silvestre. He aprendido mucho, por eso declaro:

1. Puedo besar sin boca

2. Puedo

3. Soy pura.

Nadie me cree.

Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir. He conseguido ser un pan de centeno, como la mayoría de los intelectuales. Es más sano que el trigo. Me miro al espejo y sólo veo el campo y las manos del panadero que me dieron forma. Este cuerpo es una bendición. Voy a desmigajarme para cerrar el círculo. Visitaré a mis enemigas momentáneas. Las hormigas me asedian. Quiero hacerme pedazos y trasladarme a su agujero. Hoy sería capaz de sacrificarme para verles la sonrisa.

He terminado mi elegía. Ya puedo abandonar el cuerpo. Te propongo vivir dentro de un vaso. Protestar metido en una minúscula copita de jerez mientras la gorda amasa pálidas roscas. Ser ladrido y ser diablo, mientras un lánguido aprieta el gatillo. Te propongo ser ingrato y nacer de noche. Este aullido serás; y te llamarás persona.

miércoles, enero 04, 2017

Retrato de Alfonso en su corcel


Verano12. Página12
Miércoles 4 de enero de 2017

El cuento por su autor
Por Fernanda García Lao

Quién hubiera sido yo, si en cuarto grado no aparecía en España como eyectada por el exilio. No sé, pero mi imaginario sería otro. No tendría este rumor de monarquías pestilentes que pueblan mi sesera.
Tuve una profesora de Historia que en lugar de batallas nos narraba intimidades, colapsos e intrigas desde principios del siglo XV, cuando existían cuatro grandes reinos: Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, hasta el regreso de la monarquía tras la muerte de Franco. Yo volvía de clase muy perturbada, en el buen sentido. Supongo que las visitas al Museo del Prado también hicieron su trabajo. Las Meninas y sus caritas decadentes, el primer retrato español de una familia real viva, la riqueza,los perros y la hemofilia, me habían causado un gran impacto. La puerta abierta del fondo y el espejo me dieron la sensación de presenciar algo más que una imagen. Estaba frente a un abismo. Con La familia de Carlos IV, ese lienzo de Francisco de Goya donde opta por no disimular la fealdad de sus retratados, me sentí horrorizada. No por lo poco agraciado del grupo, sino porque uno de los infantes, Francisco de Paula Antonio de Borbón, el hijo menor del rey, miraba directamente a los ojos de quien se detuviera frente al cuadro. Lo que hace el infante es atravesar al observador con sus ojitos movedizos e implacables, a izquierda o a derecha. Curiosamente, la salida del joven príncipe en un coche de caballos, abandonando el Palacio Real, fue el detonante para iniciar el Levantamiento del Dos de mayo de 1808, también retratado por Goya.
De aquellas jornadas infantiles, del travestismo histórico del que fui víctima, ha de ser heredero este cuento. Porque su escritura apenas me tomó unas horas.


Retrato de Alfonso y su corcel



Nunca hubo corona sobre este cráneo. Nací con el don de la prudencia. Mamá era una reina perezosa. Se levantaba tarde, la bañaban entre tres. A papá, la panza le pesaba más que sus obligaciones. Dirigir el destino de su pueblo le daba hambre.

Ser el segundo me dejó sin tarea. Alfonso, el primogénito, había llegado un año antes que yo. Todo le pertenecía. Las sobras del reino serían para mí. Pero en estas costas no hay demasiados recursos. Lluvia, viento y salinidad exagerada. Las joyas de los barcos fueron vendidas mucho antes de nuestros nacimientos. El abuelo devoró crudo al último pirata que se aventuró hasta acá y desde el siglo pasado que no hay sorpresas. Por eso a papá lo casaron con la ociosa del reino más cercano. Mi madre.

La cuna de Alfonso me correspondió en herencia. Entonces, los primeros olores fueron suyos. Leche agria que impregnaba los encajes, las sabanitas. Sus vómitos pasados arrullaban mis sueños. Las tetas de Angustias, la nodriza, ya habían sido succionadas. Sin embargo, yo encontraba cierto gustillo novedoso en aquellas mamas fecundas. La leche nunca es la misma leche, diría Heráclito.

No supe ser salvaje. Mi secretario de motricidad fue contratado para ayudar en mi aprendizaje, pero pasaban los meses y yo me negaba a comer con la mano. Los manjares eran semi masticados por el secretario para evitar mi inanición. Mientras deglutía una pierna de cordero que sabía a boca ajena, contemplaba a Alfonso practicar sobre su pony de madera. Se balanceaba con furia, clavando los talones sobre aquel cuerpo áspero.

A los tres años, lo subieron a uno de verdad y a mí tocó el falso. Mis cabalgatas eran lentas, mezquinas. Me encandilaba frente al paisaje seco del tapiz del salón de juegos, oscilaba fuera del tiempo. Entretenido por el chirrido ambiguo de un caballo enano que no sabía avanzar.

El heredero -mientras tanto- emergía y se ocultaba lejos de los ventanales, apurado en su carrera al aire libre. Corría hasta la última fuente de la pradera artificial que había diseñado un francés para nosotros. Iba y venía envuelto en pieles, transpirado, húmedo. Como su caballito defecaba sobre las rosas de mamá, cada vez eran más grandes, primitivas.

Desde muy temprano entendí la matemática, el latín y otras ciencias inútiles. Alfonso era lerdo hasta en las sumas simples, pero qué equilibrio. Dominaba su cuerpo con tal soltura que a los cinco ya practicaba tiro al pato, arco y lanzamiento de martillo con la facilidad de quien se ata los cordones con una mano. Pronto le correspondió un caballo árabe casi tan alto como papá. Mientras yo leía a Plotino y sus realidades derivadas, Alfonso se aventuraba hasta los límites más oscuros del reino. Volvía cada vez más indomable.

Una mañana de invierno en que las fuentes amanecieron heladas, Alfonso pidió a gritos su caballo, a pesar de las alertas. Mamá tomaba un baño en la torre norte y papá había salido con la excusa de alguna guerra. Nadie pudo detener a mi hermano.

El cielo estaba oculto tras nubes oscuras, idénticas, cuando subió a la cabalgadura. Un rayo laceró el cielo. Alfonso tiró con tanta fuerza de las crines, que su caballo se encabritó. Desbocados ambos, atravesaron los vidrios del jardín de invierno y terminaron sobre la colección de cactus americanos de mamá. La imagen me impactó por su belleza, no podía abandonar la contemplación.

Al equino lo sacrificaron enseguida pero el embalsamador del reino lo dejó impecable. En su nueva faceta de caballo eterno me fue donado. Me asustaban un poco sus ojos duros como almendras sin pelar, los músculos tensos. El gesto pasivo de la muerte. Pero tenía pelo. Y olía salvajemente.

Aunque Alfonso respiraba, no pudo mover las piernas. Vinieron médicos de otras latitudes a sanar sus heridas. Los miembros inferiores le fueron entablillados y embadurnados con yeso.

Mientras tanto, yo estudiaba qué hacer con su caballo. Una tarde logré subir a la montura plateada con la ayuda de tres lacayos y una escalera. Ya no quise bajarme. Tomaba allí el almuerzo, mis lecciones de latín. Algo de su sangre fiera resistía bajo el formol inyectado.

Lo hice ubicar en mi dormitorio, apuntando hacia el precipicio del lado sur. El animal y yo éramos una parábola del ocaso como principio místico.

Cuando por fin retiraron el yeso, las piernas de Alfonso eran dos palitos sin energía, flojas y desnutridas. El torso había crecido desproporcionado. Ya no era capaz de caminar sin ayuda. Bañaron en oro una silla, le pusieron ruedas y ahí lo sentaron, hasta el final de la adolescencia.

Su natural arrojo fue sustituido por el malhumor típico de los lisiados. Pedía ser reubicado en distintos salones porque se aburría. Atrás iba un lacayo borrando las huellas de grasa. Los suelos de palacio estaban repletos de marcas, cambios de dirección. Como la silla lo incitaba a las zonas bajas, su carácter se tiñó de rarezas. El servicio lo esquivaba en cuanto se quedaba dormido. Pedía ver coitos ajenos e incitaba a las criadas a que le mostraran los pezones. Fueron años de tortura. Mamá simuló sordera. Papá decidió embarcarse en busca de esclavos africanos, sólo para mantenerse lejos. Yo resolví aplicar mi mente en dirección contraria a los sentidos. Leía hasta que no había velas.

Una noche, sorprendí a Alfonso llorando. Se negaba a volver a la silla mientras torturaba a su valet con un rebenque. Decidí ocuparme de él. No fue ternura sino egoísmo. Sus lamentos entorpecían mi lectura.

Le diseñé un corsé fijo con dos patas laterales para que se mantuviera en posición erguida. No es bueno que un príncipe se tuerza. De lejos, hasta parecía elegante. Pero el andador era aparatoso y las burlas no tardaron en inundar el reino. Incluso mamá se rió de él un día en que decidió mirarnos. Estaba muy desmejorada. Había envejecido tanto que no recordaba nuestros nombres.

Llegó el verano. La noche más corta coincidiría con el cumpleaños número dieciocho de mi hermano. Papá regresó a salvo de sus tropelías, con cientos de esclavos. Al ver a Alfonso de pie, decidió que era hora de festejarlo.

Se elaboraron listas de invitados con lo más fétido de la realeza internacional por orden alfabético: marqueses pútridos, condesas descalabradas, archiduques de conducta retorcida, en suma, seres disfuncionales con escudo heráldico. Y, por supuesto, Margarite. La princesa que, desde la cuna, le pertenecía a Alfonso.

Mi padre decidió que lo mejor sería embutirlo en una armadura con movilidad propia, antes que pasar apuro frente a tanto imperio. Por eso contrató a un ortopedista checo de gran popularidad, el ingeniero óseo Leopoldo Topocèk.

Llegó de madrugada, tres meses antes del natalicio de mi hermano. Su coche era manejado por un caballo de chapa negra, de silueta finísima. Los cascos eran mínimas ruedas de giro infame. A pesar de la hora, entendí que su llegada era un umbral hacia el futuro. Atrás quedaba el mundo de la materia primitiva.

Una mezcla de pavor y de euforia se apoderó de nosotros. Los criados no sabían cómo alimentar a aquel caballo sin boca, pero fueron instruidos. Topocèk solicitó aceite de maíz y silencio. Escuchó los requerimientos de papá, hizo un gesto con los labios y se abocó a su tarea. Se instaló en las caballerizas abandonadas. Desde la aparatosa caída del sucesor al trono, papá había prohibido los equinos en todo el territorio.

Topocèk permaneció encerrado en los establos. Sin señales de él por varios días, las bandejas rebosantes de alimentos eran devueltas limpias, lo que nos daba la certeza de que continuaba existiendo.

La fecha del cumpleaños de Alfonso se aproximaba. Los nervios conducían a papá hasta las caballerizas varias veces al día, pero el checo no le franqueaba el paso. Cuando su cabeza estaba a punto de perderse a instancias del verdugo del reino, Topocèk hizo llamar a mi hermano. Nadie más tuvo acceso.

Mientras tanto, los esclavos construían un salón de baile nuevo. Los espejos, querubines, mármoles y candelabros venían desde lejanas fortalezas saqueadas por papá.

Por fin, llegó la noche. Esta. Si me ubiqué detrás de los cortinados, no fue por timidez. Tenía un mal presentimiento.

Cuando el reloj canturreó ocho veces, los músicos detuvieron la ejecución de un vals para acrecentar el silencio. Dos criados negros abrieron las puertas y arrastraron una armadura hasta el centro. A modo de brevísimo striptease, retiraron el yelmo y las manoplas. Ahí estaba Alfonso. En lugar de escarpes o espuelas, los pies parecían cascos que no tocaban el suelo. Los invitados giraron atónitos sus pupilas, varias bocas se abrieron. Hubo excitación, aplausos. Estaba erecto sin ayuda, sus piernas, dos postes de acero.

La armadura fulguraba cuando Alfonso tomó de la mano a la princesa Margarite y la atrajo hacia sí, con decisión bien actuada. La orquesta desplegó sus violines, los criados negros salieron hacia sus pocilgas y Topocèk apretó un botón.

Los novios comenzaron a girar. Parecían dos seres a cuerda, una pareja sobre una caja musical. Era hermoso verlos. Las rotaciones cada vez más cerradas. Sus figuras perfectas. Más rápido, gritaron los cortesanos a coro.

La aceleración convirtió la trenza de ella en un látigo. De pronto, iban más rápido que los relojes y sus segunderos, que las aspas de un molino agitadas por el céfiro. Sus cuerpos se fundían con tal velocidad que no había forma de entender quién era la princesa, quién el caballero. Los músicos pasaron de las semicorcheas a las fusas y de ahí, al desconcierto. Tiraron los arcos al suelo, presas de un vértigo contagioso. Las damas estaban descompuestas.

Papá, colérico, batió palmas, pero Alfonso no podía detenerse. El futuro conspira contra la monarquía, gritó. Su voz daba miedo. Topocèk comenzó a manipular los botones con desesperación. No le respondían. Amargado, los estrelló contra el suelo.

Por fin, los giros se hicieron más lentos. Los cuerpos recuperaron definición. Y la vimos. La princesa había perdido la conciencia. Colgaba del brazo de mi hermano como un ramillete de rosas vencidas. Baba roja manchaba el brocatto marfil de aquel despojo. Fue su guardia quien terminó de desarmar, a la fuerza, aquel círculo perverso. Alfonso estaba pálido y cayó al suelo, los ojos perdidos en sus cuencas. Fue despojado del espaldar, de las hombreras. Lo pelaron como a un crustáceo. Margarite fue trasladada a su carricoche. Los invitados se dispersaron hacia los jardines, en corrillos.

Entonces se supo. La princesa no respiraba. Enseguida se escucharon amenazas. Sus caballeros encolerizados saqueaban nuestro reino. A Margarite la vengaron con la misma velocidad con la que había muerto. Alfonso fue privado de su garganta hace escasos instantes. Mis padres crepitan junto al checo en una espantosa hoguera. Todo es humo y desesperación. No pude despedirme de nadie. Pero logré subir a mi alcoba. Trabar la puerta.

La chusma negra entretiene su furia en la planta baja. Escribo entre gritos, con el hedor de mi propia carne vulnerada. Ya vienen. No hay tiempo para revisar mi prosa. Escondo estos papeles bajo la montura de plata. Cierro los ojos. Cabalgaré hasta el último acantilado de la realidad sobre su caballo muerto.


Ilustración: Miguel Rep

lunes, enero 04, 2016

El tormento más puro

VERANO12






El cuento por su autor:



Escribí este relato pensando por qué escribo. Y terminé sin saberlo. En el medio aparecieron varios seres. Me dije que eran tan reales como yo. O tan irreales. Que la ficción y la carne son materiales parecidos. Necesitan un punto de vista, un lugar y tiempo. Se mueven por deseo, respiran. Dejan de respirar. La única ventaja es que la ficción tiene más vida. En mi biblioteca, Don Diego de Zama sigue aguardando su traslado.
El protagonista de este tormento es un desorientado, como yo. Como nosotros. No puede establecer con certeza lo que es real, si su familia fue un invento suyo. Si tuvo novias: “Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba”.
Este relato forma parte de mi nuevo libro de cuentos, aún en proceso de escritura.

Por Fernanda García Lao



UNO

Empieza por empezar, instalo el ahora como quien escupe en el suelo. Sobre esa mancha comienzo. Enseguida, un par de seres aparece en el sillón. Mi baba a sus pies. Gente sin nombre. Curvas como personas que viven por el deseo de ser. No son más que un bulto en mi cabeza, pero ella me mira. Él no. Aún no le pensé los ojos. Es una protuberancia masculina. Como todos nosotros. Una flecha hacia adelante. En cambio, las mujeres crecen hacia adentro.

Nadie viene a verme. Ya no sé si quedan personas en mi familia. Con esto de no hablar, se achican las posibilidades. Una vez éramos muchos. Un batallón de gente con esperanza. Y frases listas para decir. Un ruido espantoso en las reuniones. Quitarse la palabra, decir no. Había que ocupar el silencio y estrujarlo, ser asonante. Desorbitarse un poco para que el otro no pueda. Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila. Si crecen las desavenencias, da la sensación de que el tiempo no está de adorno. Es importante crear la sensación de que pasa algo. En la calma sucede poco. Que nadie se duerma. El primero en enmudecer será aniquilado.

DOS

La mujer del sillón me sonríe. Le veo una teta, no dos. Una. Con el pezón. Un leve sabor ahí. Una mácula dulce. Observa mi reacción con un leve movimiento de ojos. Me ubica en el espacio y me dan ganas de moverme. Voy a hacer un paso hacia la izquierda sólo para obligarla a vivir hacia ese lado. Gira todo. Ella, él y el sillón sobre el que los ubico. A ella, la luz le da en el pelo. El no tiene, apenas una pelusa seca. Allí hubo una vez una cabellera. Ahora, ni el sol lo reclama. Un gesto, sin embargo. Le escribo un gesto para decir que no está paralizado. Lo pongo a silbar, mientras me refugio en las teclas. Sus labios no los veo. Las arrugas le escapan al silbido. Se cuela el aire por ahí. Me silba un clásico. Me viene la idea del mirlo a los dedos. Escribo mirlo y me da miedo. Los pájaros me asustan. El pulmoncito dónde está. Puro aire que vuela y sisea. Ni un poco de carne en ese manojo de viento.

Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba. Las teclas eran menos mecánicas que ahora. Otro pulmón. Ese piano tenía más cuerpo que ella. Metía su cabeza ahí para enseñarle. Semioculta, le quedaban las patitas en el aire. Parecía una osamenta. Yo le sacaba las medias para tener una actividad acorde. Y le introducía mi compás. Ella hacia ecos en el piano. Su voz era excelente. Desde el centro, ensordecía. Hacíamos un compás atribulado. A veces rapidito, otras tan lento que la perdía. En salir me tardaba horas. O nos quedábamos dormidos. Ella adentro del piano, yo, de ella. Mi padre entró a la habitación. Qué haces copulando con el piano de la abuela. Mi novia no estaba. O sí. Estaba escrita. Papa no la leyó. Nunca tenía un hueco. Era un tipo completamente colmado. Un productor de situaciones. No estoy copulando, alcancé a decir. Pero una gotas blancas discrepaban con mis palabras. El semen brilla sobre la laca negra.

TRES

El tipo del sillón la está tocando. Me evado un minuto y éste me la quita. Ella se deja tocar. Incluso parece contenta. Le desbrocha el pantalón. Pero no hay carne. El tapizado es verde oscuro. Ella se recuesta sobre lo que no hay y absorbe el terciopelo. Agita su lengua en estado de serpiente repentina. Ahora sí, él se merece un genital. Uno, aunque más no sea. La cosa se pone dura y ella se da cuenta. Se siente útil. Los dejo entretenidos y me hago un té.

Papá vendió el piano. Entonces, mi novia Dos tuvo que conformarse con la cama. La tiraba ahí cuando quería. La tapaba con la sábana para verla sonreír yo solo. Tenía la boca enorme, plástica. Era ella quien me inventaba a mí. Yo era una proyección de su apetito. Humedecía mis labios, se inclinaba de costado. Besitos en el ángulo me daba. No de frente, nunca. El amor se hace así, escribía yo. Hay que persistir. Ponía su cuerpo a mi disposición, flácida como un deseo. Nunca dijo nada. Era yo quien la forzaba con la lengua. Quería llenarla de leche. Hay mujeres vacunas. Esta era al revés. Un espacio a inundar. Las horas se hacían sobre ella. Contaba el tiempo por sus gemidos afónicos. Ahí voy de nuevo, le decía. Mis manos se ponían calientes de sacudirla tanto.

CUATRO

Vuelvo con la taza de té quemándome la boca, y no hay nadie. Los del sillón se han ido. Me obligan a suponer. Entonces digo bebé, y un resto envuelto en un pañal acuoso se hace lugar entre los almohadones. Nunca vi a nadie desde el principio. Los inicios me ofenden. Cómo se piensa algo que no es. Es más fácil seguir una idea que provocarla. Orinar un asunto es exprimirlo hasta el jugo. Dejo el té en la mesa y me acerco a esa carga que llora. Se le ve la campanilla. Es roja, resplandece por el llanto. El sujeto que berrea no me registra. Estoy fuera de su ángulo de dolor. Él sí participa del mío. Busco una palabra que lo defina. No la encuentro. Estrenar el mundo suplicando, a los gritos, es un acto estéril. Yo no sé cómo fui. Escribo y borro el centro de la idea sin darle tiempo a instalarse. Estrenar el mundo es un acto estéril. Punto.

CINCO

Recuerdo a mis hermanos. Eran muchos, cada uno con su tenedor. Había que lanzarse sobre la cacerola para obtener alimentos. Mamá no ponía platos. La multitud se esforzaba. Parecíamos las patas de un cangrejo que se devora a sí mismo. Inclinados hacia las salsas, los fideos se enredaban a velocidades enormes. Los rollos de pasta eran ingeridos con desesperación. Yo comía poco. Apenas unos gramos, lo que quedaba en el fondo, pegado. Por eso no me desarrollé hacia afuera. Y crecí sin ocupar espacio. Me hice cóncavo, casi femenino. Mis hermanos eran altos, hacían deportes arriesgados. Siempre regresaban con sangre, oliendo a vendas, a costra. O eso pensé. Hablaban esa clave indescifrable tan típica de los atletas. Gente guturalmente muy desenvuelta. Fue triste que murieran de golpe. De un vuelco fui hijo único. El vacío se precipitó en ellos. Y quedaron irreconocibles. Sus elementos de escalar fueron a parar al lavadero. El sistema de poleas era bueno, pero el peso de sus músculos cortó los cables. Me recuerdo llorando frente a los calzones enganchados a aquellas sogas fuertes, tan masculinas y tan muertas. Mis hermanos tuvieron una vida potente pero breve. Los hubiera hecho durar más, pero el cuaderno donde los escribí tenía pocas páginas.

La pareja vuelve al sillón y el bebé enmudece. Parece que era de ellos. La mujer le pasa la mano por el pañal y dice está sucio. El hombre saca uno nuevo de la cartera de goma. La operación dura uno o dos pensamientos míos. Un montículo de caca es pateado debajo del sillón.

SEIS

Una tarde, papá se metió en mi cama a dormir la siesta. Estaba enojado con mamá. Cuando entré no sabía. La Dos estaba haciéndolo debutar con su erotismo de silencio, la luz entraba rota por la persiana. Los vi de atrás, desnudos bajo las sábanas. Ella le lamía las tetillas y él se contoneaba. Habían apagado el ventilador. Cerré la puerta sin ser visto y entonces inauguré el insomnio. Dejé de acostarme ahí para no pensar en ellos. Puse una bolsa de dormir en el suelo, sobre las baldosas grises. La espalda se me hacía de mármol. La pérdida del amor duele en los riñones, escribí. Fue mi primer textito razonable: Algo se filtra. Papá lo leyó sin permiso y al mes siguiente salió publicado en una revista. Lo había firmado con su nombre.

Mamá se fue el lunes siguiente. Podría haber elegido otro momento menos incómodo. No me despertó para mis clases, tomé un café aguado. Tampoco dejó una nota, ni siquiera una advertencia. Ese hueco dio lugar a la mentira. Papá inventó dos versiones. Entonces, el recuerdo era intermitente. A veces era de día, otras no. Ella lo insultaba o le daba un beso tibio que duraba hasta que dolían los labios, hasta que comenzaban a arder. La única coincidencia entre ambas leyendas era el final, la plata. Mamá había llenado un bolso después de destripar el colchón. Resulta que yo había dormido sobre el vil metal. De ahí mi pesimismo histórico. El peso devaluado había lisiado la felicidad posible.

SIETE

Ya no sé quién inventó a mamá primero. Si él o yo. Lo cierto es que ella tuvo que existir así, escindida. Una mujer sin claridad, mal realizada. Por eso nos dejó, estoy casi seguro. Qué fue primero, el feto o la gallina.

El sillón ha quedado vacío. El trío se anuló en un bostezo doméstico y familiar. Han dejado el pañal como única reseña de vida.

Tal vez aquella tarde, papá no estaba abusando de mi novia Dos, y sólo buscaba dinero. Pero hubiera preferido el deseo por un cuerpo que no existe que esa avaricia torpe que no es otra cosa que decadencia moral. Mejor una traición de la carne, escribí. Tuve la precaución de quemar mis ideas. Nunca más un papelito nauseabundo. Andá a plagiarme, papá. No entrás en mi cabeza.

Me quedo instigando un asomo de lucidez, suponiendo otra vida que mejore mi yo, haciéndome el otro. Escribir es eso. Entonces, descanso en el sillón y cabeceo, hasta que el mundo se ahoga. Despacio.

Empieza por empezar, incluso cuando no se mueve.


lunes, febrero 09, 2015

La virgen y el cordero

Verano12

El cuento por su autor
Por Fernanda García Lao

Los textos nacen porque son visibles, a veces. La otra opción es escuchar una frase que desea ser escrita. Mi cabeza construye sin permiso. Con “La virgen y el cordero” me pasó que vi tres cosas:

Uno. La cubierta de un barco en el medio del océano y un hombre fumando rápido. Parecía tarde, hacía frío. Entonces escribí. “El viento le atraviesa la nariz como un pasillo que se construye rápido.”

Dos. Una pareja gira en una pista de baile. Son los últimos de una fiesta que ya se terminó. Enseguida supe que aquello sucedía en el mismo barco. “El mar plancha a las personas decentes.” Y que esa mujer estaba con el hombre equivocado. “El imbécil es viejo y pelirrojo, parece un payaso.” Entonces, le di impulso a ella para abandonarlo por un instante. Quería que conociera al fumador. En cuanto la vi a la intemperie, supe que necesitaba un abrigo de otro tiempo. Y que tenía la nuca desnuda. No sabía su nombre. El pelirrojo la llamó y yo lo escuché. “¡Enrica, no es para tanto!”

Con estas pesquisas obtuve personajes, espacio y tiempo. Pero el barco era un objeto en movimiento, inestable. Necesitaba un contrapunto. Forcé la mirada.

Tres. En tierra, frente a una iglesia. Un viejo lleva una cabeza de cordero a modo de sombrero. Lo pensé en Gaiman. Hace tiempo que ese lugar me intriga. Ahora precisaba un apellido galés. Lo llamé Wynns. Porque sonaba a viento y un poco a ganador. Sólo un poco.

La curiosidad era inmensa. Qué relación había entre este señor y los viajeros. El viento unió al señor Wynns con el fumador, a quien resolví bautizar como Arturo. A partir de ahí, mis dedos trazaron los destinos, ataron cabos. Y pusieron a copular a algunos, a padecer a otros. Las historias se hacen a base de lógica y locura. En idénticas proporciones. Esta no es una excepción.

Imagen: Rep
Para leer el cuento, click en el título.

Taller en Billar de Letras: Inventario (im)personal

CURSO DE NARRATIVA INTERNACIONAL Comienza con: Fernanda García Lao (Argentina) Inventario (im)personal: Narrar desde los objetos. Memori...