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sábado, junio 29, 2019

El tormento más puro




"Los relatos que integran este libro convocan a lectores intrépidos, dispuestos a entregarse a una escritura que no hace concesiones al realismo ni a ninguna fórmula prefabricada. Desde el escritor que copula con el piano de su abuela hasta el niño que muerde a una víbora, pasando por las muñecas parlantes, la mujer congelada o el príncipe paralítico, sus personajes se mueven en un borde vertiginoso entre lo real y lo onírico, la truculencia y la risa, el erotismo y la locura.
Los universos literarios de Fernanda García Lao parecen siempre recién inventados, desplazados del sentido común, inasibles y, por eso mismo, abiertos a múltiples significados. Como E. T. A. Hoffmann, como Silvina Ocampo, como Clarice Lispector, es en lo familiar donde la autora instala el extrañamiento y el horror para fabricar estas historias únicas, dueñas de un extraño y poderoso magnetismo".

emecé 2019
Editora: Mercedes Güiraldes
Imagen de tapa: Santago Caruso

domingo, enero 06, 2019

El cielo se abre

Verano12
PAGINA/12
3 ENERO 2019





No sé qué hago con Berta. Tiene cara de idiota. Siempre que voy a lo de Otto me encaja alguna amiga que me distraiga de la miseria. Esta noche entregué el abrigo y ella, un trombón sin funda. Era tarde cuando entramos, toda la noche en vela. Una fila interminable. Se sale mal, con menos plata de la que uno espera. Con mi abrigo comeré una vez. Recibí apenas dos billetes. Berta está indignada y cierra de un portazo. Con amigos así, dice.

La ciudad recién empieza cuando dejamos la casa de empeños. Tengo frio y no quiero volver a casa, es una heladera oscura. Ni una lamparita quedó.

¿Tenés algo que hacer? Le digo que no. Te invito a ver un muerto. Bueno, le digo. El barrio es lejos. No hay árboles, no hay familias, no hay perros. Pero seguro que ligamos comida.

Berta ya no parece tan idiota, mientras camina va intentando abrir las puertas de cada auto gris estacionado. Son de garca, dice.

Percibo en ella un tipo de peligro que me atrae. Los madrugadores nos esquivan y nosotros a ellos. Vamos rápido, para entrar en calor. Las nubes negras que me persiguen se diluyen de a ratos.

Cuando llegamos a la puerta del muerto, está cerrada. Deben haberlo enterrado ya, dice. Tardó un montón en morirse. Hace años que anunciaba que le quedaban dos días. Antes de ayer apareció en mi edificio y dijo: el miércoles quiero que vengas a casa porque voy a morirme en serio. Pero hoy es viernes, le digo. Qué cagada, según él, era mi papá.

Volvemos al centro. Tomamos por una avenida ancha llena de grúas y cemento. La ciudad entera está en obra. Me duelen los pies, cada paso es una futura ampolla. Berta interrumpe mi silencio con observaciones imprevistas. La gente piensa que soy estúpida porque tengo la frente muy salida, dice. Pero el cerebro está en otro lado. Uno piensa con todo el cuerpo. Sí, obvio, le digo, aunque no sé a qué se refiere. Mi cuerpo no cavila. La cabeza tampoco. El ruido de las grúas y la resaca me tienen mareado. Antes de ir a Otto bebo. Así olvido que mi casa se fue vaciando en su casa de empeños. Su negocio es adueñarse de lo que fue mi vida. Debería mudarme ahí. Está todo: la aspiradora, el ventilador, el sofá cama. Lo que no voy a soltar nunca es la petaca de mamá. Duermo en el suelo, abrazado a su sabor.

Berta descubre la puerta de un auto sin cerrar y ocupa el asiento del conductor con naturalidad. Me invita a subir. Dale, vamos. Querés conocer a mi hermana, me pregunta. Se llama Berlin. En realidad, media hermana. Mi papá supuesto no era el suyo. ¿O era al revés?

Parece que va a presentarme a toda su familia. Arrancamos después de varios intentos. Mete los dedos y luego tironea de un cable con la boca. Yo tirito, impaciente. Berta maneja pésimo, acelera y casi atropellamos a un ciego, perro incluido. Por suerte el ciego no puede vernos y sigue caminando sin saber. El perro nos gruñe con los dientes apretados, para no asustar a su protegido. Berta gira en el bulevar y señala unas mesas oxidadas sobre la vereda. Esa es Berlin, dice mientras toca bocina. La hermana está sentada en un bar exterior que parece un pedazo de sábana en la mitad del mundo. Es un palito, la hermana. Dejamos el auto mordisqueando el cordón y al bajar, Berlin me pasa un papel, tiene la lengua dura. El pelo, color violeta. Se sienta con las piernas encogidas por el frío y me mira fijamente. Está intentando seducirme. Berta se da cuenta, pero ni se inmuta. Nos dice vamos y me toma de la camisa. Berlin se roba una botella. Subimos al auto, pero no tiene más nafta. El mozo nos toca la ventanilla. Siempre lo mismo ustedes dos. Pagale, me dice Berlin. Si no, te va a surtir. A nosotras ya nos conoce. Le doy un billete al tipo y me siento un imbécil. Sólo me queda uno.

Vamos a casa, dice la tonta.

Caminamos los tres por calles destrozadas sin caernos, como disparates sin sombra. La luz de la mañana es tan brillante que no hay proyecciones de oscuridad. Tomamos del pico y de pronto, Berta echa a correr como embobada. Corre y nosotros atrás, intentando prevenirla. Cruza sin mirar y se salva de camiones y motos. Mete la cabeza en la fuente de una placita destartalada. Nos mira sorprendida por el agua, se moja el vestido. Está más borracha que yo. La agarramos de las axilas y a la rastra llegamos a un edificio sin ascensor.

Berlin no encuentra las llaves y Berta se desmaya en la entrada. Las tiene ella, dice, revisala vos. Abro su cartera. Hay de todo, agito y no suenan. Las tengo encima, dice Berta reanimada. Busco en sus bolsillos y junto a una costilla encuentro el manojo. Subo con ella, besando cada escalón. Berlin abre y yo suelto el paquete sobre la alfombra, agotado. Hay partituras con manchas de grasa en el suelo. Un gato flacucho, que nos ignora, toma agua de una canilla mal cerrada y luego, desaparece.

Las hermanas se desvisten a medias, terminamos los tres en la cama. Dormimos sin tocarnos mientras la ciudad se agita en la ventana, sirenas sin mar ensordecen el dormitorio.

Es de noche otra vez cuando abro los ojos. Berlin está como perdida con un cigarrillo incendiándole los labios. Entre nosotros, una resaca pesada y tuerta. Una resaca madura, acuchillada, sin perfume. Berlin no se deja tocar, pero Berta se lanza hacia ella igual que un toro, y vomita hacia un costado. Su cuerpo baja rodando hasta el charco de vino, como un ojo en una lata, ruidosa y torpe. Es una tarada, dice Berlin. Y la otra ronca de inmediato.

Fumamos pensando en las horas muertas y ellas en nosotros. La noche ha quedado rendida, lamiéndose. Estrellada contra la primera luz del día. Berlin se prende un porro y se come el humo. No le gusta perder el protagonismo ni por un segundo. Me da una pitada humedecida, con su aliento ahí en la punta.

Te gustan las madalenas, me pregunta. Y devoramos un paquete entero. Berta resucita y prepara café a eso de las seis. Se sienta en el suelo a tomarlo, nos mira en contrapicado con el ceño fruncido.

¿Vamos a lo de Otto? Los sábados no abre, le digo. Por eso, me responde.

Nos duchamos los tres al mismo tiempo y de la risa nos queda pegado el champú en lugares raros. Soy tímido, digo. Y yo qué culpa tengo, Berta me frota cada nalga.

Juntemos herramientas y nos vestimos de rojo. Con medias de lycra y bombachas en la cabeza. Que parezca una joda, dice Berlin. Cuanto más nos miren menos nos verán.

El cielo está roto cuando salimos a delinquir. Yo de negro, ellas de rojo. Paramos un taxi en la primera esquina. Pero damos otra dirección, a la vuelta de Otto. Si se quieren enfiestar, cuenten conmigo, dice el peladito que maneja. Ninguno lo registra. Mi petaca es más interesante. Al llegar, el tipo se ofrece a cambio del viaje y preferimos pagarle para que se vaya. Con mi último billete.

Caminamos hasta la casa de empeños. La calle está en silencio, hubo un corte de luz y aun el día no se decide. Ninguna cámara funciona, todo está de adorno en el mundo, dice Berta.

Tocamos el timbre de Otto por si acaso y nada, no viene. Sacamos una llave cualquiera para dejar atravesada en la cerradura. De un golpe, Berlin la quiebra con un trozo de vereda. Por si vuelve, dice. Vos rompé el vidrio de la ventana chiquita, me pide Berta, la que da al sótano. Y me da su cartera. Es tan pesada que lo destroza de un golpe. Todo lo que necesito está ahí, dice ella. Un par de zapatos, la poesía de Bolaño y un discman viejo que no puedo soltar porque tiene adentro un Nino Rota.

Berlin aparta los vidrios y se desliza hacia abajo. Le sobra espacio de lo esmirriada que es. Nos abre desde adentro por la puerta de atrás. Berta camina hacia el estante de las linternas y nos da una. No hay que prender la luz, susurra.

Enseguida veo el abrigo. Mis cosas están todas juntas, con carteles que repiten mi nombre. Me veo periódico en objetos de poco valor. Yo yoyo, entre formas que había olvidado, como el esqueleto de una juguera inmunda que heredé de alguien de la familia. El juego completo de living, los candelabros de mamá. Ese olor intenso que junta la vida de uno. Berlin se prueba un sombrero con pluma que dice Norberto, y Berta unas botas hasta la rodilla, sin nombre. El pasado está lleno de hongos, dice. Nos reímos como niños un poco muertos. Elijo un tapado mejor que el mío, con corderito teñido de azul.

Cuando estoy revisando los cajones del secreter de mi abuela, escuchamos el giro nítido de una llave en el piso de arriba. Me agacho tras la vitrina donde mamá guardaba la platería, ahora llena de polvo, y veo que las hermanas hacen señas de luz con las linternas para marcar el camino hacia la puerta del fondo. Pero los pies de Otto ya están bajando la escalera, a pocos metros de mí. Enciende la luz de golpe y las ve, las corre y ellas, entre risas, tiran un par de secadores de pie que le traban el paso. Putas, grita Otto. Y agarra un sable que hasta ese momento colgaba inofensivo de la pared. Cierra la puerta de un golpe.

Me quedo solo, desconcertado. Dudo. Sin ellas, vuelvo a ser yo: un borrachín en decadencia, sin ideas ni valor. Cuento hasta mil sin decidirme. El sol se mete en los estantes y golpea las vitrinas. Salgo de mi escondite sin quitarme el abrigo de cordero y camino hacia la puerta, pero no abre. Me lleno los bolsillos de cosas de Rubén, Jorge y María Luisa. Luego vuelvo a dejarlos en su lugar, no quiero quedarme con el karma de nadie. Busco algo contundente para enfrentar a Otto y luego contemplo opciones para suicidarme. Encuentro una lata de galletas. Pruebo una y no está mal. Trago varias de un saque. Estoy famélico. La desesperación me lleva hasta la caja registradora. Vacía. Hago círculos con mis pasos, y así encuentro el libro de Bolaño que Berta olvidó en el suelo. Abro al azar. La muerte es un automóvil/con dos o tres amigos lejanos. Me siento a leer.

Ciento sesenta y nueve páginas después, decido acomodarme en el canapé de mamá porque me duele el cuello. Incluso prendo nuestra vieja lámpara, la del cisne cromado. Lleno la petaca con gin del bueno y la guardo en el abrigo. Hacía tiempo que el mundo no me regalaba un momento de armonía.

Cuando Otto regresa, me despabilo. Por suerte, la columna me tapa y no me ve. Sube la escalera en automático con una hermana en cada brazo. En pedo, los tres. Ni siquiera cierran la puerta. Apago la lámpara y me dispongo a salir, pero entonces los escucho cabalgar en el piso de arriba. Berta pide a gritos que le devuelva su trombón y Berlin, reclama cierto clarinete. Otto dice que sí a todo. Más fuerte, pide con la voz de un loco o de un vendedor. Subo despacio y me asomo a un dormitorio lleno de trastos, sólo por curiosidad.

Ahí están los tres, subidos a un potro mecánico que gira. La panza de Otto domina el cuadro. Las hermanas vuelan como cometas rojas sin dirección. Aletean contra las cortinas. Retrocedo en silencio, bajo la escalera.

Huyo con el libro, el abrigo y las galletas. El cielo se abre.

miércoles, enero 17, 2018

Inmunda

VERANO 12
16 de enero de 2018
Inmunda
Por Fernanda García Lao



El cuento por su autor
Casi no intervine en la escritura de “Inmunda”. Digo, mi parte consciente sabe poco de este objeto. Es mi anomalía la que escribe por mí. Confío en ella. Dice cosas que no tienen moral ni vergüenza. En eso se parece a este momento que nos toca atravesar. No es un cuento nuevo, en el sentido de que ya fue publicado. Es parte de mi libro Cómo usar un cuchillo. No fue escrito pensando en esta coyuntura, se hizo con retazos de observaciones vividas. Cuando llegué de Madrid, hace muchos años, los jubilados eran reprimidos a base de hambre. Y yo fui anotando mis impresiones. No imaginaba que ese asunto se iba a repetir. El horror es recurrente. Había otro presidente absurdo y la clase media era igual de patética. El resto de acontecimientos tiene base real aunque parezcan distorsiones. Ahora lo releo como si no fuera mío. No me gusta pensar que soy dueña de lo que escribo. No creo en ese tipo de propiedad. Son las palabras las que se llaman unas a otras. Yo las dejo. Tampoco sé cuál es el asunto ni me preocupa entenderlo. La poesía y la muerte no tienen explicación. La autoconciencia es una mentira. La única verdad es que la escritura me arrastra fuera de mí. Señala cosas que no veo. Y por eso escribo. Porque lo cotidiano es una anestesia y el mundo carece de sentido.



(foto Ale Meter)

***

El silencio se había hecho de yeso blanco y se paseaba indómito por el jardín y por las flores. Antes de decidir el día, Dios se puso los guantes y se calzó sus preciosos muertos en cada pie hermoso. La virgen cantaba como cada mañana y todos sonreíamos para la foto.

El más simpático de los condenados se precipitó hacia mí y me confesó que me amaba como a un fruto prohibido. Nos abrazamos largo y tendido y tuvimos hijos. Después me alejé de su vida dispuesta a recuperar mi virginidad alegre. Cerré el capítulo del amor y abrí el de los viajes. Fui a conocer el mundo de los inmundos, que también tienen derechos y deberes como cualquier ciudadano decente o religioso. El día me estaba doliendo en los ojos así que me puse a pensar en cosas de miradas sublimes.

Tu cuerpo tendido y vencido de whisky era una cosa importante. Yo me levantaba como si fuéramos vecinos y me iba al baño, donde me esperaba la ducha. El fuego me lavaba las manos y me ponía escarlata para besarte, como en las películas. No llovía ni era invierno. Había sapos. El señor portero se presentaba reclamando las expensas y preguntaba por un tal marido inexistente. Yo sonreía entre los billetes violetas. Era feliz. Pero no tanto.

Tuve que caminar muy poco para ver a los inmundos. Ellos también viajan. Tienen pelo y se comen las uñas con enorme prolijidad. Se parecen mucho a nosotros y lo único que los distingue es su maravillosa mirada de satisfacción. Las mujeres inmundas son civilizadas y huelen a perfume de París. Conversan con soltura y comen sabrosos bizcochos de excremento. El clima es festivo. Los periodistas se cuelgan de las ramas y hacen piruetas. Todos tiramos maní y hacemos declaraciones. Los inmundos ven la tele y gozan de los mismos placeres que el resto de la humanidad. Tienen himno y llevan a sus hijos de las orejas.

Soy una criminal. Por eso estoy tranquila y aclimatada en este rincón de vida. Algunos individuos averiados me miran y aprietan los dientes. Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo. Aquí reina la casualidad. Está de moda hacerse el aturdido. Muchas caras miran la luna de costado.

Lo Inmundo está de fiesta. Hay reunión en el microestadio. Las señoras se afeitaron a la hora del desayuno y ahora ocupan ruidosamente las gradas. Los señores son más naturales, apestan. Las señoritas sin cabeza reparten gaseosa y pan dulce. El ministro se abre paso entre eructos y aplausos de la concurrencia. Sube al podio. Sonríe. Se tira en picado y muere como un héroe inmundo. Todo es algarabía y alajú. Siempre es extremadamente algo en este mundo. Todos se divierten y bailan al compás de sus tripas ennegrecidas. Todos excepto el Candoroso. Él ha sido enviado por el Señor para resaltar la inmundicia ajena.

He conocido al ángel inmundo. Huele a jazmines y se viste con armadura y botonera de plata. Es un ser abnegado. Casto. Objetivo. He querido besarlo, pero él ama suavemente. Sin blasfemias. Es excelso y no bebe champán. Yo, la extranjera, voy a profanarlo. Hoy es un día patrio.

Al viento le pusieron la camiseta y lo sentaron a la mesa. La noche está pesada y sin luna. Se celebra el fin de los tiempos sencillos y todos los hombres se sienten estúpidos otra vez. El sol contrajo matrimonio con la suave soltera de los pelos de oro, pero la crueldad de la vida los besa igual en el cuello. La mayor de las niñas de luto se enjuaga la garganta con un trozo de océano y comienza a gritar. Su voz es maravillosa. Todos recordamos algo sin importancia y entonces el mundo deja de ser inmundo y pasa a ser un fósforo.

Besé al Candoroso y no sentí nada. Él tampoco. Después nos perdimos en un bosque asfaltado. Me gusta mirar a los inmundos. Algunos van con los brazos en la espalda, domésticos como ciruelas. Hoy les enseñaron a doblar manteles de plástico y a pensar usando sólo un riñón. Es magnífico verlos sonreír. Mañana aprenderán a decir gracias y a no mirar a la cámara. Parecer natural es importante. Serlo, no.

Insisto con el inmundo higiénico. Me lleva a su jardín domesticado. Las flores tienen apellido y no están desnudas. Él me incita sobre la hierba. Su pelo se confunde. Hacemos el amor mientras una fila de hormigas arrastra todo tipo de semillas. Me siento inútil. O será él. Le digo basta y no puede creerme.

Ha muerto su padre esta mañana. Se atragantó con una almendra. Habrá que abrir el cementerio otra vez. Hay tres llantos, los de sus amigos incondicionales: su perro, sus gafas de ver de lejos y su dentadura postiza. El resto del mundo no se dio cuenta. Sigue ocupado en perder el tiempo y en intentar llegar al orgasmo para tener tema de conversación. Pobre inmundo de mierda, fue un ser anodino como los demás, pagó sus impuestos, envidió el pene de su primo y ahora se encuentra a tres metros bajo tierra.

La naturaleza es sabia, a veces.

El Candoroso no llora. Parece no saber. Yo ni me molesto. La inmundicia crece por mi cuerpo como una hiedra salvaje. De pronto, nos miramos. Él y yo. Dos egoístas frente a frente. Dos figuritas de porcelana que no tienen nada que decirse. Fuimos casi amantes y ahora somos una sonrisa estúpida. Ahora me dice cómo estás. Llueve nervioso entre nosotros y ya no me importa. El cadáver de su padre empieza a llenarse de lodo.

Caminamos en silencio hacia el ágape mortuorio. Y pude estar con ellos sin que notaran mi desprecio. Comer en su mesa. Probar sus ciruelas y ser feliz. Ya dudo de mi inteligencia: sueño sus sueños y pongo cara de imbécil, para ser igual. Lo consigo sin mucho esfuerzo y soy tan convincente que ya me veo sobre la masa inmunda fumando mi cigarrillo. Pero no. Sospechan de mí. Así que vuelvo al paraíso de mi simpática rutina lexicológica.

Me dejan a solas con un tonto de calcetines de lana. Me invita a ver cómo matan a los jubilados en la tele. Caen víctimas de una vacuna gripal. Les inyectan una bacteria con cerebro. El tonto aplaude y yo me conmuevo. Ahora la muerte está mintiendo. Ha jurado que no es vieja, que tiene sólo treinta y cinco. Todos los inmundos tienen que reír al compás del presidente que dice ¡mentira! mientras se les caen los mocos de un verde tropical. La muerte va a ser acribillada a balazos. Al presidente no le gusta que sea tan popular.

El Candoroso me confirma que lo nuestro es imposible. Pero no me importa. Ya encontré otro joven maravilloso. El tonto besa bien. ¿Me estaré contagiando? ¿Seré casi una inmunda? Mi amante dice que no, que soy estupenda. Pero, cómo voy a considerar el criterio de un imbécil. Creo que he perdido la perspectiva.

Esta vida de colores fuertes se me enreda en la nuca. Veo hombres saltando en la charca. Enormes barrigas balanceándose sin sentido. Yo salto, corro y papo moscas, pero soy una rana falsa. No. No nací para esto. Fue divertido eructarle a la luna un tiempo. Ahora quisiera recuperar el conocimiento, ponerme el viejo abrigo de mi padre y remontar el peligroso río de la razón. Dos tremendas ranas custodian las puertas de este mundo y saben que quiero escapar. Una lengua fétida acaba de rozarme.

Mis deseos mueren para resistir la vulgaridad de este mundo. Mi ex amante pasea entre otros fideos con manteca como él. El muy tonto no me llama.

Hago las valijas sin decir nada. Llego a una piedra chata con mal olor donde espero la llegada del besugo. Una lancha que te aleja de la locura por un rato y te introduce en otra. Irse del todo es imposible. Acaban de cerrarse las puertas. Me río y salen pájaros o soles plateados de mi boca. Soy libre. Aunque esté en el estómago de un pez. Pierdo la noción del tiempo. Paso momentos de incertidumbre y recuerdo las tostadas con aceite de mi madre. Sola, dentro de un desconocido, me alejo.

Salgo del besugo a las 7:15. Un reloj de plástico me devuelve la lucidez. Hay un árbol. El cielo es verde y la tierra también. Resulta muy difícil mantener la compostura. El besugo se fue. Son las 8:36. Nunca pensé en una libertad tan verde y sincronizada. Esto es terrible.

Ha habido un cambio. He destrozado el reloj. Estoy más animada. No hay resto de cadáveres ni tumba alguna. Me siento bajo el árbol. Soy un poco Eva y un poco Newton. Participo de un cansancio neutro. Proyectan imágenes sobre mi cuerpo para que no haga sombra.

Pasan las horas como buitres ridículos. Buitres de acero inoxidable con seis meses de garantía. No merece la pena seguir evitando la carroña. Todos tenemos hambre y asaltamos las ideas con desprolijo desprecio. Ya no queda un sólo niño.

Lo vacío no es tan malo. Hoy es el día más feliz desde que llegué. Creo que mi mente ha evolucionado, soy etérea. Esto es ideal para descansar y conocerse a uno mismo. Soy una basura.

Escucho un sonido pero no voy a alegrarme. Tal vez sea testigo de una catástrofe. Este zumbido áspero es el único acontecimiento en días. Voy a subirme al árbol. No quiero morir a la intemperie. Yo fui verde, aprendí y fui sincera. No ayudó.

El besugo regresa y vuelvo con el eclipse. El último del siglo. Abandono el pez con los pies dormidos y deposito un poco de mi cuerpo sobre la antigua cama, ahora tan poco silenciosa. El mundo entra por la ventana pintado como una puta, gritando y sacándome la lengua. Su baba impregna la casita donde pasaré mis días de naturaleza muerta. No soy una buena vecina. No saludo al portero. En el edificio de enfrente ha crecido un enorme pezón. Tal vez sea una señal.

El pezón corresponde a una campaña publicitaria. Los inmundos son así. Les gusta llamar la atención. He decidido dejar de dormir. Creo que no es valiente de mi parte. Debo afrontar la realidad y casarme con el primer inmundo que me lo pida. Sale el sol y no es metáfora. La vida es ruin. He perdido todo. Lo inmundo me subyuga. Tal vez deba formar un hogar como en la tele. Los especialistas en construir vidas y en dar consejos dicen que voy por buen camino.

Soy una privilegiada. Ya no tendré que casarme: Todos los hombres me esquivan. Me voy a insultar a la luna. Compraré flores para enterrar mi dignidad y escribiré una breve elegía inservible. No soy tan fría como algunos imbéciles suponen.

Dejo mi cabeza abierta sobre la mesa porque me pesa este cerebro perfumado. La prensa pide permiso para asesinarme por un rato y yo los dejo. Soy un habitante del mundo sano y voy a demostrar que mi vida no ha sido silvestre. He aprendido mucho, por eso declaro:

1. Puedo besar sin boca

2. Puedo

3. Soy pura.

Nadie me cree.

Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir. He conseguido ser un pan de centeno, como la mayoría de los intelectuales. Es más sano que el trigo. Me miro al espejo y sólo veo el campo y las manos del panadero que me dieron forma. Este cuerpo es una bendición. Voy a desmigajarme para cerrar el círculo. Visitaré a mis enemigas momentáneas. Las hormigas me asedian. Quiero hacerme pedazos y trasladarme a su agujero. Hoy sería capaz de sacrificarme para verles la sonrisa.

He terminado mi elegía. Ya puedo abandonar el cuerpo. Te propongo vivir dentro de un vaso. Protestar metido en una minúscula copita de jerez mientras la gorda amasa pálidas roscas. Ser ladrido y ser diablo, mientras un lánguido aprieta el gatillo. Te propongo ser ingrato y nacer de noche. Este aullido serás; y te llamarás persona.

Taller en Billar de Letras: Inventario (im)personal

CURSO DE NARRATIVA INTERNACIONAL Comienza con: Fernanda García Lao (Argentina) Inventario (im)personal: Narrar desde los objetos. Memori...