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martes, abril 29, 2014
sábado, abril 19, 2014
martes, enero 28, 2014
Abyección, horror y la literalización de las metáforas

Lucía Alabart Lago lee Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao y lo reseña en el número 5 de la revista platense Estructura Mental a las Estrellas.
Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao es un libro de 27 cuentos difícilmente encasillables en un género particular; sin embargo comparten entre sí una atmósfera común, un universo que linda entre lo deforme y lo escatológico: seres semejantes a lagartos, un trabajador de la morgue obsesionado con la muerte, inmundos, paralíticos, delirantes, personajes con deseos abyectos y finales suicidas.
Muchos de los cuentos de García Lao trabajan con lo que podría denominarse “metáforas literalizadas”, relatos que nos presentan una situación medianamente cotidiana pero descripta en términos poéticos, con imágenes sorprendentes. Por ejemplo, en “Bisturí / Desgrabaciones de mi alma”, el trabajador de la morgue tiene el corazón de su amada, que lo acompaña inclusive en su viaje al norte, en un recipiente de telgopor con hielo. Esa imagen metonímica por excelencia (corazón = amor) termina despertando dos sentidos o interpretaciones: por un lado, la imagen poética del amor y, por otro, la literalización extrema (el hombre tiene literalmente el corazón de su amada). Otros relatos trabajan con metáforas pero de un modo no tan claro como en el relato anterior. En ese sentido se puede mencionar “Chalet / Epístola punk”, donde en el soliloquio, el narrador se nombra a sí mismo y su familia como lagartos. En el caso de “Desgracia en tres sets”, por ejemplo, la estructura del tenis sirve como estructura trágica (en el sentido de estructura teatral) para narrar la historia; en el caso de “Vertical” ese nombre permite describir más eficientemente el suicidio. Sin embargo, si en alguno de los cuentos puede verse una interpretación un poco más delimitada, en otros casos, la trama es bastante desconcertante, como en “Desierto al revés”, “Tres a.m.”, “Inmunda”, entre otros.
El juego lingüístico, por su parte, interviene desde la sintaxis en narraciones truncadas o sin signos de puntuación. “Mensaje viscoso” es uno de esos relatos en que el lenguaje se presenta con la sintaxis del pensamiento o soliloquio interno: sintagmas nominales sin artículos, frases yuxtapuestas por contigüidad, una narración que adopta la forma de la enumeración o el recuento. El caso más extremo es “Golpe de sapo / anarquía de la forma”, una narración en primera persona, por un personaje abyecto, cuyo contenido se presenta sin signos de puntuación. También el cuento que da título al libro, “Cómo usar un cuchillo”, presenta particularidades formales. el relato se constituye como una “receta” o guía para matar, para ser un asesino.
Los cuentos de García Lao me recuerdan la estética y el horror de algunos cuentos de Silvina Ocampo (tal vez también, en ese mismo sentido, a los de Aurora Venturini): nos enfrentamos a personajes y situaciones más bien desagradables. Pero también nos recuerda a la estética ocampiana en el juego con el lenguaje, en esa “tortícolis de la sintaxis” o el juego con la exageración de las metáforas e imágenes que lleva a que éstas se vuelvan literales: cuando los personjes de Silvina Ocampo dicen “Voy a matarte”, acaban por matar; cuando los personas de García Lao se presentan como lagartos, se conserva una ambigüedad entre una interpretación metafórica y una literal que, lejos de confundir al lector o de hacerlo optar por una de las dos, conserva esa misma riqueza.
Un libro altamente recomendable para mentes que no se dejan perturbar por lo abyecto y el horror.
lunes, diciembre 30, 2013
Los libros que deberían pasar de año
Espectáculos
Domingo, 29 de Diciembre de 2013
PAGINA/12
Más de 26 mil títulos publicados dan cuenta de la fertilidad de la actividad literaria. Ferias y festivales canalizaron parte de la diversidad de esa oferta. Una de las perlitas fue el hallazgo de un manuscrito de Borges en la hemeroteca de la BN.
Por Silvina Friera
En el umbral de un año que se termina con más de 26 mil títulos publicados, tamaña realidad inabarcable alienta la sensación de que los libros son como una multitud de manchitas que se desplazan al borde de la mirada, con la amenaza de volverse invisibles. Si todo lector es un explorador de las huellas que dejan los textos leídos, apenas queda la faena de retener la espuma de un inventario incompleto, parcial y arbitrario. Y conformarse con trazar algunas modestas coordenadas o notas al pie. Dos primeras novelas, Una muchacha bella, de Julián López, y La reja, de Matías Alinovi, brillan en el panorama narrativo. Ricardo Piglia, el uruguayo Ercole Lissardi, Juan Sasturain, el puertorriqueño Eduardo Lalo y el salvadoreño Horacio Castellanos Moya integran un “equipo” formidable con cinco magníficas novelas: El camino de Ida, El centro del mundo, Dudoso Noriega, La inutilidad y El sueño del retorno.
El inclasificable Cuadernos de lengua y Literatura, de Mario Ortiz, se impone por un par de cabezas, en caso de que haya que reducir al extremo este listado, junto con Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, y Elegía Joseph Cornell, de María Negroni. En el género cuento cómo no celebrar tanta fertilidad y diversidad en Mi vida querida, de la canadiense Alice Munro –¡al fin Premio Nobel de Literatura!–, La trompeta del ángel vengador, del brasileño Dalton Trevisan, Un día cualquiera, de Hebe Uhart, Modo linterna, de Sergio Chejfec, Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao, Hacerse el muerto, de Andrés Neuman, y la publicación de los Cuentos completos, de Rodolfo Walsh. Hoy, de Juan Gelman, y dos obras reunidas, Al margen, de Silvia Baron Supervielle, y Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg, son las entrañables iluminaciones suministradas por la poesía. El conejo de la galera editorial del 2013 es el Julio Cortázar “oral” de Clases de Literatura. Aparte se consignarán otras misceláneas: ferias, festivales, regresos editoriales y el hallazgo de un manuscrito de Borges en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.
(...)
Destellos vacilantes, chispazos de dudas o un estado de contemplación difusa emergen del paisaje literario de Sergio Chejfec. No tienen vocación de héroes ni de mártires sus narradores un tanto melancólicos y fatigados, al menos los que integran los nueve relatos del notable Modo linterna, editado por Entropía, una editorial independiente que tiene varios libros fundamentales de este año, como los veintisiete relatos comprimidos y deformados por el bisturí de Fernanda García Lao en Cómo usar un cuchillo. En el arte del cuento, Andrés Neuman es un indómito explorador sin red. Los textos de Hacerse el muerto (Páginas de Espuma) adquieren potencia en la brevedad y despliegan una respiración extrema y atrevida por el modo de deshacerse de la muerte jugando. Los libros de María Negroni son cada vez más hipnóticos. Elegía Joseph Cornell (Caja Negra) “debería leerse según la lógica de un ensamblaje, un collage, un ready-made”, advierte David Oubiña en la contratapa. “Hace falta mucha infancia. Hace falta días y días de aliteración del misterio, y también noches y noches sin más movimiento que la falsa calma de los relojes”, se afirma en el primer poema en prosa, la primera ventana que abre Negroni para convidar con su travesía por Cornell (Nueva York, 1903-1972).
Para ver la nota completa, click en el título.
Domingo, 29 de Diciembre de 2013
PAGINA/12
Más de 26 mil títulos publicados dan cuenta de la fertilidad de la actividad literaria. Ferias y festivales canalizaron parte de la diversidad de esa oferta. Una de las perlitas fue el hallazgo de un manuscrito de Borges en la hemeroteca de la BN.
Por Silvina Friera
En el umbral de un año que se termina con más de 26 mil títulos publicados, tamaña realidad inabarcable alienta la sensación de que los libros son como una multitud de manchitas que se desplazan al borde de la mirada, con la amenaza de volverse invisibles. Si todo lector es un explorador de las huellas que dejan los textos leídos, apenas queda la faena de retener la espuma de un inventario incompleto, parcial y arbitrario. Y conformarse con trazar algunas modestas coordenadas o notas al pie. Dos primeras novelas, Una muchacha bella, de Julián López, y La reja, de Matías Alinovi, brillan en el panorama narrativo. Ricardo Piglia, el uruguayo Ercole Lissardi, Juan Sasturain, el puertorriqueño Eduardo Lalo y el salvadoreño Horacio Castellanos Moya integran un “equipo” formidable con cinco magníficas novelas: El camino de Ida, El centro del mundo, Dudoso Noriega, La inutilidad y El sueño del retorno.
El inclasificable Cuadernos de lengua y Literatura, de Mario Ortiz, se impone por un par de cabezas, en caso de que haya que reducir al extremo este listado, junto con Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, y Elegía Joseph Cornell, de María Negroni. En el género cuento cómo no celebrar tanta fertilidad y diversidad en Mi vida querida, de la canadiense Alice Munro –¡al fin Premio Nobel de Literatura!–, La trompeta del ángel vengador, del brasileño Dalton Trevisan, Un día cualquiera, de Hebe Uhart, Modo linterna, de Sergio Chejfec, Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao, Hacerse el muerto, de Andrés Neuman, y la publicación de los Cuentos completos, de Rodolfo Walsh. Hoy, de Juan Gelman, y dos obras reunidas, Al margen, de Silvia Baron Supervielle, y Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg, son las entrañables iluminaciones suministradas por la poesía. El conejo de la galera editorial del 2013 es el Julio Cortázar “oral” de Clases de Literatura. Aparte se consignarán otras misceláneas: ferias, festivales, regresos editoriales y el hallazgo de un manuscrito de Borges en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.
(...)
Destellos vacilantes, chispazos de dudas o un estado de contemplación difusa emergen del paisaje literario de Sergio Chejfec. No tienen vocación de héroes ni de mártires sus narradores un tanto melancólicos y fatigados, al menos los que integran los nueve relatos del notable Modo linterna, editado por Entropía, una editorial independiente que tiene varios libros fundamentales de este año, como los veintisiete relatos comprimidos y deformados por el bisturí de Fernanda García Lao en Cómo usar un cuchillo. En el arte del cuento, Andrés Neuman es un indómito explorador sin red. Los textos de Hacerse el muerto (Páginas de Espuma) adquieren potencia en la brevedad y despliegan una respiración extrema y atrevida por el modo de deshacerse de la muerte jugando. Los libros de María Negroni son cada vez más hipnóticos. Elegía Joseph Cornell (Caja Negra) “debería leerse según la lógica de un ensamblaje, un collage, un ready-made”, advierte David Oubiña en la contratapa. “Hace falta mucha infancia. Hace falta días y días de aliteración del misterio, y también noches y noches sin más movimiento que la falsa calma de los relojes”, se afirma en el primer poema en prosa, la primera ventana que abre Negroni para convidar con su travesía por Cornell (Nueva York, 1903-1972).
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domingo, septiembre 22, 2013
bellezas en la basura
"Yo imagino pequeñas bellezas en un gran montón de basura"
Diario Tiempo Argentino
22.09.2013 |
cómo usar un cuchillo, de fernanda García Lao
Por Jonás Gómez
Acaba de editar Cómo usar un cuchillo, su primer libro de cuentos. Su premisa fue experimentar con estructuras narrativas, la sintaxis, los puntos de vista. En esta nota, su forma de encarar la escritura y su relación con otras formas expresivas.
Editorial Entropía acaba de editar Cómo usar un cuchillo, primer libro de cuentos de Fernanda García Lao. La autora, también dramaturga y dibujante, ya ha publicado Muerta de hambre, primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2004, La piel dura, La perfecta otra cosa y Vagabundas. Al momento de hablar de sus personajes los describe como "criaturas crecidas en su fallo, gente que desarrolla sus vicios", y de esos seres está poblado el libro, situados en historias que pueden hospedar tanto imágenes crudas y violentas como humor, fantasía y hasta fraseos de sonido bello. La variedad de aristas es uno de sus atributos, García Lao parece no plantearse límites previos al desarrollo de la escritura. Sobre esta amplitud creativa responde:
Yo quiero que haya todo. En eso soy shakespeareana. Aspiro al cielo y al infierno, al barro y al palacio, al amor y a la muerte. Esos opuestos y el claroscuro son vitales para crear. Me imagino pequeñas bellezas en un montón de basura, porque ahí se ven bellas, entre los escombros. Y al revés. Si siento que hay mucho humor enseguida busco lo negro. Y ando como pintando, eso también tiene que ver con una creencia medio fundamentalista de que no me bastan dos o tres cosas, el asunto, los personajes, el nudo, el desenlace. Eso es lo más simple.
–¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? Aparece el cuchillo como objeto, pero también hay otras hojas de metal, vinculadas a lo quirúrgico.
Fui armando este libro muy atenta al tono, pero la premisa fue experimentar con las estructuras narrativas, la sintaxis, los puntos de vista. Que los textos entraran en discusión. El cuchillo fue como la excusa. La concentración de cada núcleo, las ideas en estado de síntesis. Escribo varias cosas a la vez. Soy muy fiel a mis propios estados, no me obligo a escribir ni hago sistema de escritura. Siempre tengo un archivo alternativo que me libera de mí misma y del otro. Hay un archivo oficial, que es el que estoy laburando, pero también hay un proyecto B conviviendo con el proyecto A. Si me siento particularmente demoníaca voy al cuento (risas) porque en el cuento soy más mala. Creo que está buenísimo no ser pretencioso, sino que sea el objeto el que demande tu interés, no que vos se lo imprimas. Me sirve mucho pensar que escribo para mí. Yo escribía antes de ser leída por nadie y si volviera a foja cero no se alteraría lo que hago, porque no lo hago para agradar a nadie, no me quiero hacer amiga escribiendo. Hay como una idea de que lo cotidiano es lo más rastrero y que la creación te eleva y yo creo que el terreno de la literatura y de las artes en general es un terreno sin espacio de arriba y abajo. Es donde estoy ubicada. También yo elegí que mi vida sea lo que gira en torno a la imaginación y no al revés. Se fue dando desde muy temprano, desde antes de saber sostener el lápiz, porque era el monólogo y la soledad.
–Leyendo Muerta de hambre y tu nuevo libro se percibe un avance en un tono que no llega a ser minimalista, pero da la impresión de que en los textos hay un recorte externo e interno. ¿De qué manera trabajás tu escritura?
Necesito tiempo para entender cada libro mío. Siempre los termino varias veces, tienen que decantar. Tengo que volver. En ese regreso siempre encuentro que me he saltado cuestiones que descubro en esa otra segunda lectura ya menos entusiasta, menos apurada por estos perros que te llevan hasta el final. La segunda vuelta ya tenés una desconfianza, te ponés a prueba. La tercera mirada se hace sobre cada coma, punto y adjetivo. Andás como dinamitando pero con poca pólvora, para que no se destruya lo circundante. Y escribo al hueso. Soy bastante cadavérica, no escribo de más y después saco, tengo que poner arriba del cadáver. Escribo con mucha elipsis. Tiene que ver con esta cuestión de condensar situaciones, que es algo que se labura mucho en el teatro, porque no hay un espacio de tiempo prolongado, con tres pantallazos tenés que transmitir quién es quién. No diseño cada cuento, no hago un dibujo anterior, antes del cuento no había nada. Y no ando arrastrando imágenes o estados por el mundo hasta que me siento frente a la computadora. No. Me siento frente a la computadora y ahí empieza a cobrar forma. Una vez que lo veo empiezo a entender de qué se trató aquello.
–¿Se generan cruces en tu narrativa a partir de tu formación en teatro y dibujo? Si los encontrás, ¿en dónde sentís que aparecen?
Hay cuestiones que son afines a todas las artes que aplico. Estudié dibujo y pintura, pero lo que me interesa es el dibujo. Y tiene que ver con esta cuestión de profundizar el trazo, de crear un ser con pocas líneas. En casi todos mis dibujos los personajes están desnudos y se les ven los huesos. Tampoco describo qué tiene puesto nadie, me da igual. Dibujo casi el estado de alguien, no me interesa el adorno. Si hay un objeto es porque viene a discutir con ese que está ahí. Gráficamente me pasa exactamente lo mismo que con la literatura, no me interesa de dónde vino ni a dónde va.
–En Muerta de hambre y en tu nuevo libro está muy presente la comida, aparece como un elemento que transforma el cuerpo, pero de manera negativa. ¿Qué sentís que se pone en juego en el acto de comer?
Me parece que la ingesta se toma con mucha liviandad. En general. Estoy convencida de que uno está tragando información ajena. Más allá de los venenos, las hormonas y los conservantes. Somos seis mil millones de personas y nadie come nada fresco. La comida es algo que se ha ido transformando al igual que los relatos que hacemos de este mundo y le presto mucha atención a eso, cómo y qué come cada uno. Muerta de hambre me permitió preguntarme sobre la forma, si uno es anterior o posterior a la forma. Muchas veces me lo pregunté después de chica. Si tuviera otra contextura, si fuera negra, hombre, si tuviera otra cara, ¿pensaría lo que pienso y sentiría lo que siento o también la forma altera el modo de ver el mundo? Y lo que como, ¿me estoy comiendo sólo esto que veo o todo un proceso que resultó en el plato? También veo una conexión erótica entre la ingesta, el cuerpo y el deseo de poseer. Es algo físico. No he construido una teoría en relación al hecho, lo siento por asociación, hay una forma de mostrar y hacer desear que tiene mucho que ver con lo erótico. De todas maneras, me parece que cuando escribís le prestás atención a todo.
Para leer la nota en Tiempo Argentino, click al título del post.
Diario Tiempo Argentino
22.09.2013 |
cómo usar un cuchillo, de fernanda García Lao
Por Jonás Gómez
Acaba de editar Cómo usar un cuchillo, su primer libro de cuentos. Su premisa fue experimentar con estructuras narrativas, la sintaxis, los puntos de vista. En esta nota, su forma de encarar la escritura y su relación con otras formas expresivas.
Editorial Entropía acaba de editar Cómo usar un cuchillo, primer libro de cuentos de Fernanda García Lao. La autora, también dramaturga y dibujante, ya ha publicado Muerta de hambre, primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2004, La piel dura, La perfecta otra cosa y Vagabundas. Al momento de hablar de sus personajes los describe como "criaturas crecidas en su fallo, gente que desarrolla sus vicios", y de esos seres está poblado el libro, situados en historias que pueden hospedar tanto imágenes crudas y violentas como humor, fantasía y hasta fraseos de sonido bello. La variedad de aristas es uno de sus atributos, García Lao parece no plantearse límites previos al desarrollo de la escritura. Sobre esta amplitud creativa responde:
Yo quiero que haya todo. En eso soy shakespeareana. Aspiro al cielo y al infierno, al barro y al palacio, al amor y a la muerte. Esos opuestos y el claroscuro son vitales para crear. Me imagino pequeñas bellezas en un montón de basura, porque ahí se ven bellas, entre los escombros. Y al revés. Si siento que hay mucho humor enseguida busco lo negro. Y ando como pintando, eso también tiene que ver con una creencia medio fundamentalista de que no me bastan dos o tres cosas, el asunto, los personajes, el nudo, el desenlace. Eso es lo más simple.
–¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? Aparece el cuchillo como objeto, pero también hay otras hojas de metal, vinculadas a lo quirúrgico.
Fui armando este libro muy atenta al tono, pero la premisa fue experimentar con las estructuras narrativas, la sintaxis, los puntos de vista. Que los textos entraran en discusión. El cuchillo fue como la excusa. La concentración de cada núcleo, las ideas en estado de síntesis. Escribo varias cosas a la vez. Soy muy fiel a mis propios estados, no me obligo a escribir ni hago sistema de escritura. Siempre tengo un archivo alternativo que me libera de mí misma y del otro. Hay un archivo oficial, que es el que estoy laburando, pero también hay un proyecto B conviviendo con el proyecto A. Si me siento particularmente demoníaca voy al cuento (risas) porque en el cuento soy más mala. Creo que está buenísimo no ser pretencioso, sino que sea el objeto el que demande tu interés, no que vos se lo imprimas. Me sirve mucho pensar que escribo para mí. Yo escribía antes de ser leída por nadie y si volviera a foja cero no se alteraría lo que hago, porque no lo hago para agradar a nadie, no me quiero hacer amiga escribiendo. Hay como una idea de que lo cotidiano es lo más rastrero y que la creación te eleva y yo creo que el terreno de la literatura y de las artes en general es un terreno sin espacio de arriba y abajo. Es donde estoy ubicada. También yo elegí que mi vida sea lo que gira en torno a la imaginación y no al revés. Se fue dando desde muy temprano, desde antes de saber sostener el lápiz, porque era el monólogo y la soledad.
–Leyendo Muerta de hambre y tu nuevo libro se percibe un avance en un tono que no llega a ser minimalista, pero da la impresión de que en los textos hay un recorte externo e interno. ¿De qué manera trabajás tu escritura?
Necesito tiempo para entender cada libro mío. Siempre los termino varias veces, tienen que decantar. Tengo que volver. En ese regreso siempre encuentro que me he saltado cuestiones que descubro en esa otra segunda lectura ya menos entusiasta, menos apurada por estos perros que te llevan hasta el final. La segunda vuelta ya tenés una desconfianza, te ponés a prueba. La tercera mirada se hace sobre cada coma, punto y adjetivo. Andás como dinamitando pero con poca pólvora, para que no se destruya lo circundante. Y escribo al hueso. Soy bastante cadavérica, no escribo de más y después saco, tengo que poner arriba del cadáver. Escribo con mucha elipsis. Tiene que ver con esta cuestión de condensar situaciones, que es algo que se labura mucho en el teatro, porque no hay un espacio de tiempo prolongado, con tres pantallazos tenés que transmitir quién es quién. No diseño cada cuento, no hago un dibujo anterior, antes del cuento no había nada. Y no ando arrastrando imágenes o estados por el mundo hasta que me siento frente a la computadora. No. Me siento frente a la computadora y ahí empieza a cobrar forma. Una vez que lo veo empiezo a entender de qué se trató aquello.
–¿Se generan cruces en tu narrativa a partir de tu formación en teatro y dibujo? Si los encontrás, ¿en dónde sentís que aparecen?
Hay cuestiones que son afines a todas las artes que aplico. Estudié dibujo y pintura, pero lo que me interesa es el dibujo. Y tiene que ver con esta cuestión de profundizar el trazo, de crear un ser con pocas líneas. En casi todos mis dibujos los personajes están desnudos y se les ven los huesos. Tampoco describo qué tiene puesto nadie, me da igual. Dibujo casi el estado de alguien, no me interesa el adorno. Si hay un objeto es porque viene a discutir con ese que está ahí. Gráficamente me pasa exactamente lo mismo que con la literatura, no me interesa de dónde vino ni a dónde va.
–En Muerta de hambre y en tu nuevo libro está muy presente la comida, aparece como un elemento que transforma el cuerpo, pero de manera negativa. ¿Qué sentís que se pone en juego en el acto de comer?
Me parece que la ingesta se toma con mucha liviandad. En general. Estoy convencida de que uno está tragando información ajena. Más allá de los venenos, las hormonas y los conservantes. Somos seis mil millones de personas y nadie come nada fresco. La comida es algo que se ha ido transformando al igual que los relatos que hacemos de este mundo y le presto mucha atención a eso, cómo y qué come cada uno. Muerta de hambre me permitió preguntarme sobre la forma, si uno es anterior o posterior a la forma. Muchas veces me lo pregunté después de chica. Si tuviera otra contextura, si fuera negra, hombre, si tuviera otra cara, ¿pensaría lo que pienso y sentiría lo que siento o también la forma altera el modo de ver el mundo? Y lo que como, ¿me estoy comiendo sólo esto que veo o todo un proceso que resultó en el plato? También veo una conexión erótica entre la ingesta, el cuerpo y el deseo de poseer. Es algo físico. No he construido una teoría en relación al hecho, lo siento por asociación, hay una forma de mostrar y hacer desear que tiene mucho que ver con lo erótico. De todas maneras, me parece que cuando escribís le prestás atención a todo.
Para leer la nota en Tiempo Argentino, click al título del post.
viernes, agosto 16, 2013
Picado fino
ESPACIO MURENA
Lecturas
14/08/2013 /
Por Ana Ojeda
Apartado del realismo, el último libro de Fernanda García Lao (Cómo usar un cuchillo, Entropía, 2013) puede leerse como una intensa miscelánea sobre la experiencia de lo real.
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Cómo usar un cuchillo
Fernanda García Lao
Entropía, 2013
140 páginas
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En Cómo usar un cuchillo, Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) hace con la literatura, lo que el punk hizo con el rock. Integrado por veintisiete relatos breves, este libro es pura experiencia de lectura, paladeo de un asombro que descoloca con violencia y constancia, que se reestrena −virgen− con cada nuevo comienzo. Pretender escribir una reseña de él se torna de pronto superfluo acto gratuito. Idiota. “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir”.
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Obviedades: FGL trabaja con ellas, las contorsiona hasta dejarlas desfiguradas, irreconocibles, novedosas. Punk. En estos relatos, la brevedad se apoya en la escansión, una de las marcas que se mantienen a lo largo de todo el volumen. Pululan así números, títulos, blancos que organizan tanto como desordenan el discurrir de la narración. “La abundancia no es para mí”, sospecha en algún momento alguien. Cómo usar un cuchillo no abunda porque prefiere ramificarse, tubérculo rizomático en constante huida del estancamiento que supone la etiqueta, la clasificación. En la atropellada, da por tierra con argumento, estructura aristotélica, teleología, suspense: en estos cogollos narrativos se cuenta lo que se quiere contar, porciones casi arbitrarias de historias a las que se les podría quitar o agregar sin modificar en nada el efecto, el interés de la lectura, que avanza siempre sedienta, con ganas de más. Magia. FGL desquicia las cómodas rutinas decodificadoras del lector, aprendidas a fuerza de repetición, obligándolo a desplegar las alas de la imaginación, forzándolo a bracear en la distancia que une (y aleja) una frase con la siguiente, tan unidas o distantes como el Sol y un limón. “Usted llegó con los pantalones de otro, no sonría, tenía unas ojeras horribles”. La distancia semántica entre una frase y la siguiente, entre las distintas partes de una misma oración se constituye así en la patria del lector, que navega en la duda al tiempo que entrelaza hipótesis de relaciones tan descabelladas como posibles.
Los relatos que presenta este cuidado volumen de la Editorial Entropía se enhebran dialogados, casi didascálicos. Ejemplo perfecto es el cuento que da título a la antología, cuyo comienzo reza: “Ella debe estar tirada, sucia, con las piernas violetas y el cuello roto” y en la misma tesitura sigue hasta el final. Como si, en el universo FGL, la literatura sólo fuera posible como diálogo, como teatro. Pura impostura: “Parecer natural es importante. Serlo, no”.
El cuchillo que acapara título desarrolla varias valencias simultáneas conforme se avanza en la lectura: muerte (y alrededores: asesinatos, suicidios, amenazas) y hambre (y alrededores). Muerte y alimentación. Lo cual es perfecto, porque enlaza sin esfuerzo los comienzos −allá por 2005− de FGL, con su desopilante Muerta de hambre, la primera novela de FGL, ganadora del premio Fondo Nacional de las Artes (edición 2004) y publicada por la editorial El Cuenco de Plata al año siguiente, problematiza −entre otras muchas cosas− uno de los tabúes de Occidente actual: la gordura (en la antología entrópica, la autora dedica a este tema el exquisito “Asterisco”). María Bernabé Castelar es gorda y desmedida: “Cuando estalle quiero dejar sin aliento a la prensa. [...] Voy a obligar a esta ciudad a contemplar mi podredumbre. [...] Yo soy un asco en serio”. Llevará las aristas de su unicidad (“Todos pertenecían a algún grupo nominable. Se reconocían entre ellos. Se mezclaban y reproducían. [...] Sólo yo era individual”) más allá del plano de la estética y la salud (amenazada por sus 120 kg) para convertirse en un sistema interpretativo. Para María Bernabé, es posible decodificar la realidad a partir del mecanismo de la alimentación. Así es como −un ejemplo− sus ideas más idiotas se comen a las más inteligentes, al punto de que “me lleno de pequeñas ideas sin peligro que repito hasta el hartazgo”. El humor explosivamente cínico, presente ya en Muerta de hambre, se mantuvo a lo largo de toda la obra de FGL −La mirada horrible (Colihue, 2005), La perfecta otra cosa (El Cuenco de Plata, 2007, 3er Premio Cortázar), Vagabundas (El Ateneo, 2011), La piel dura (El Cuenco de Plata, 2011)−, al punto de constituirse en una de las marcas fundamentales –reconocibles– de su estilo.
Como suele suceder con toda primera novela, Muerta de hambre contenía in nuce todo el universo que luego su autora iría desplegando y radicalizando en libros posteriores. Aprovechaba todavía las bondades de la trama (si bien la novela concluía −de manera bastante reveladora respecto de lo que estaba por venir− con una serie de materiales eclécticos y fragmentarios escritos por terceros y cuartos sobre el caso María Bernabé), que luego fue diluyéndose, desapareciendo: prótesis innecesaria. En este sentido, los relatos reunidos en Cómo usar un cuchillo no son realistas, ni delirio onírico, ni surrealismo, sino una despiadada trasposición literaria de la experiencia de lo real. Vivimos inmersos en un mundo hecho de palabras, historias, malentendidos anudados −la mayor parte de las veces− sin ton ni son. De ellos, rescatamos los que nos gustan, nos resultan cómodos o atractivos, y los ingresamos en la prensa teleológica del causa-consecuencia, de una pretendida lógica. Con ellos tejemos nuestros recorridos, deseos, aspiraciones. Así tenemos un objetivo laboral, preocupaciones sentimentales, etc.: “El progreso se alimenta de pánico”. FGL, lejos de permitirnos la tranquilidad de lo esperable, nos bombardea desde estas páginas con situaciones, personajes, flujos y contextos, hurtándose a la tarea de construir una explicación, un por qué. Nos desampara, clavándolos en un paraje en el que campea lo no lindo, no agradable, no complaciente (otra de las marcas que se mantiene estable a lo largo de su producción).
Lejos del realismo, bastante usual en la producción literaria argentina actual, FGL prefiere dislocar, torcer, abocarse al corte y confección hasta dejar en evidencia no sólo la tramoya del lenguaje y sus estúpidas frasesitas hechas, sino también los núcleos duros de los presupuestos que nos moldean: “Usted sólo es imprescindible para usted”.
Link a Espacio Murena, en el título.
Lecturas
14/08/2013 /
Por Ana Ojeda
Apartado del realismo, el último libro de Fernanda García Lao (Cómo usar un cuchillo, Entropía, 2013) puede leerse como una intensa miscelánea sobre la experiencia de lo real.
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Cómo usar un cuchillo
Fernanda García Lao
Entropía, 2013
140 páginas
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En Cómo usar un cuchillo, Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) hace con la literatura, lo que el punk hizo con el rock. Integrado por veintisiete relatos breves, este libro es pura experiencia de lectura, paladeo de un asombro que descoloca con violencia y constancia, que se reestrena −virgen− con cada nuevo comienzo. Pretender escribir una reseña de él se torna de pronto superfluo acto gratuito. Idiota. “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir”.
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Obviedades: FGL trabaja con ellas, las contorsiona hasta dejarlas desfiguradas, irreconocibles, novedosas. Punk. En estos relatos, la brevedad se apoya en la escansión, una de las marcas que se mantienen a lo largo de todo el volumen. Pululan así números, títulos, blancos que organizan tanto como desordenan el discurrir de la narración. “La abundancia no es para mí”, sospecha en algún momento alguien. Cómo usar un cuchillo no abunda porque prefiere ramificarse, tubérculo rizomático en constante huida del estancamiento que supone la etiqueta, la clasificación. En la atropellada, da por tierra con argumento, estructura aristotélica, teleología, suspense: en estos cogollos narrativos se cuenta lo que se quiere contar, porciones casi arbitrarias de historias a las que se les podría quitar o agregar sin modificar en nada el efecto, el interés de la lectura, que avanza siempre sedienta, con ganas de más. Magia. FGL desquicia las cómodas rutinas decodificadoras del lector, aprendidas a fuerza de repetición, obligándolo a desplegar las alas de la imaginación, forzándolo a bracear en la distancia que une (y aleja) una frase con la siguiente, tan unidas o distantes como el Sol y un limón. “Usted llegó con los pantalones de otro, no sonría, tenía unas ojeras horribles”. La distancia semántica entre una frase y la siguiente, entre las distintas partes de una misma oración se constituye así en la patria del lector, que navega en la duda al tiempo que entrelaza hipótesis de relaciones tan descabelladas como posibles.
Los relatos que presenta este cuidado volumen de la Editorial Entropía se enhebran dialogados, casi didascálicos. Ejemplo perfecto es el cuento que da título a la antología, cuyo comienzo reza: “Ella debe estar tirada, sucia, con las piernas violetas y el cuello roto” y en la misma tesitura sigue hasta el final. Como si, en el universo FGL, la literatura sólo fuera posible como diálogo, como teatro. Pura impostura: “Parecer natural es importante. Serlo, no”.
El cuchillo que acapara título desarrolla varias valencias simultáneas conforme se avanza en la lectura: muerte (y alrededores: asesinatos, suicidios, amenazas) y hambre (y alrededores). Muerte y alimentación. Lo cual es perfecto, porque enlaza sin esfuerzo los comienzos −allá por 2005− de FGL, con su desopilante Muerta de hambre, la primera novela de FGL, ganadora del premio Fondo Nacional de las Artes (edición 2004) y publicada por la editorial El Cuenco de Plata al año siguiente, problematiza −entre otras muchas cosas− uno de los tabúes de Occidente actual: la gordura (en la antología entrópica, la autora dedica a este tema el exquisito “Asterisco”). María Bernabé Castelar es gorda y desmedida: “Cuando estalle quiero dejar sin aliento a la prensa. [...] Voy a obligar a esta ciudad a contemplar mi podredumbre. [...] Yo soy un asco en serio”. Llevará las aristas de su unicidad (“Todos pertenecían a algún grupo nominable. Se reconocían entre ellos. Se mezclaban y reproducían. [...] Sólo yo era individual”) más allá del plano de la estética y la salud (amenazada por sus 120 kg) para convertirse en un sistema interpretativo. Para María Bernabé, es posible decodificar la realidad a partir del mecanismo de la alimentación. Así es como −un ejemplo− sus ideas más idiotas se comen a las más inteligentes, al punto de que “me lleno de pequeñas ideas sin peligro que repito hasta el hartazgo”. El humor explosivamente cínico, presente ya en Muerta de hambre, se mantuvo a lo largo de toda la obra de FGL −La mirada horrible (Colihue, 2005), La perfecta otra cosa (El Cuenco de Plata, 2007, 3er Premio Cortázar), Vagabundas (El Ateneo, 2011), La piel dura (El Cuenco de Plata, 2011)−, al punto de constituirse en una de las marcas fundamentales –reconocibles– de su estilo.
Como suele suceder con toda primera novela, Muerta de hambre contenía in nuce todo el universo que luego su autora iría desplegando y radicalizando en libros posteriores. Aprovechaba todavía las bondades de la trama (si bien la novela concluía −de manera bastante reveladora respecto de lo que estaba por venir− con una serie de materiales eclécticos y fragmentarios escritos por terceros y cuartos sobre el caso María Bernabé), que luego fue diluyéndose, desapareciendo: prótesis innecesaria. En este sentido, los relatos reunidos en Cómo usar un cuchillo no son realistas, ni delirio onírico, ni surrealismo, sino una despiadada trasposición literaria de la experiencia de lo real. Vivimos inmersos en un mundo hecho de palabras, historias, malentendidos anudados −la mayor parte de las veces− sin ton ni son. De ellos, rescatamos los que nos gustan, nos resultan cómodos o atractivos, y los ingresamos en la prensa teleológica del causa-consecuencia, de una pretendida lógica. Con ellos tejemos nuestros recorridos, deseos, aspiraciones. Así tenemos un objetivo laboral, preocupaciones sentimentales, etc.: “El progreso se alimenta de pánico”. FGL, lejos de permitirnos la tranquilidad de lo esperable, nos bombardea desde estas páginas con situaciones, personajes, flujos y contextos, hurtándose a la tarea de construir una explicación, un por qué. Nos desampara, clavándolos en un paraje en el que campea lo no lindo, no agradable, no complaciente (otra de las marcas que se mantiene estable a lo largo de su producción).
Lejos del realismo, bastante usual en la producción literaria argentina actual, FGL prefiere dislocar, torcer, abocarse al corte y confección hasta dejar en evidencia no sólo la tramoya del lenguaje y sus estúpidas frasesitas hechas, sino también los núcleos duros de los presupuestos que nos moldean: “Usted sólo es imprescindible para usted”.
Link a Espacio Murena, en el título.
jueves, agosto 01, 2013
A Tandil
miércoles, julio 17, 2013
Las criaturas salvajes
Cómo usar un cuchillo (cuentos)
de Fernanda García Lao
Editorial Entropía 2013
137 páginas
“Toda conciencia es una enfermedad” dice el epígrafe de Dostoievski con el que abre el libro. Y esa frase, que anticipa la naturaleza de los cuentos que vamos a leer, también nos remite a esta otra: “La enfermedad es el lado oscuro de la vida. Una ciudadanía más cara”*. Basta con leer los primeros relatos de Cómo usar un cuchillo para descubrir que Fernanda García Lao se sumerge con destreza y precisión en la conciencia de estas criaturas que narran porque tienen un motivo para sufrir. Mis formaciones mentales están teñidas de muerte, dice la narradora del primer cuento (“No hay mantra”) y la narradora del último, que parece haber aprendido más, dirá: Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo (“Inmunda”). Eso que sucede en el medio de una voz resignada que dejó de buscar y otra que se ríe de sí misma en continua búsqueda, es el universo delicado, risible, inesperado que se nos presenta en los otros cuentos. Y en cada uno, los/las protagonistas suelen pagar el precio de esa “ciudadanía más cara” en la que viven.
Las voces masculinas y femeninas que narran siempre son distintas, como la forma de percibir el mundo o su manera de terminarlo. Hay muertos, asesinos, suicidas, farsantes, casados, amantes despechados y seres abandonados. El talento de la autora consiste en darle a cada uno de ellos un tono y un estilo preciso para hacer de su realidad algo más claro de lo que parece. La primera persona nos mete de lleno en la cabeza del que narra, pero rápidamente nos damos cuenta que García Lao no recae en la moda de eso que se dio en llamar “literatura del yo”, y acaso su mayor mérito consiste en que esas voces nunca sean las mismas. El sentido de lo que dicen está atomizado en cada oración, como puntadas filosas que marcan el pulso de lo que ven y piensan, en sentencias mínimas. Aunque la realidad que los contiene los diferencia sutilmente, ellos tratan de conceptualizarla:
Hice todo, respiré, perforé la mente. Pero no logré deshacerme del mundo. (No hay mantra); Los necios son los nuevos hermosos (Asterisco); Miro hacia delante con la certeza del que no tiene nada (Desgracia en tres sets); El amor es un tobogán ingrato (Mi pequeña molotov); Una vez fui linda. Pero la belleza es un desperdicio (Tiburones con rodete); Las maduras son un colchón delicioso y transpirado (Buenos Aires); Yo voy al amor en cuentagotas (Desierto al revés); Creo que la inutilidad se compensa con la carne (Naufragio); Si ve a una mujer feliz seguida por un perro, huya (Cómo usar un cuchillo); Yo no tengo nada que decir, lo supe desde siempre (Chalet); No se venga un corazón tomando otro; No hay nada más real que la muerte (Bisturí); Disfrute de su neurosis. No le puedo decir más (Juicio final).
Así, los relatos suelen alternar entre personajes que asumen diferentes posiciones: la de quienes no entienden lo que pasa, la de aquellos que entienden demasiado y la de aquellos que se dejan llevar, no sin malicia, por el entorno. Pero la angustia de los primeros se compensa con el humor implacable de los segundos y la curiosidad de los últimos. Mientras que algunos personajes deciden poner un final drástico a esa incomprensión, otros salen a relucir el cinismo con que observan todo, desde un lugar distanciado. Del mismo modo, los narradores masculinos tienen una tendencia al crimen como las voces femeninas al suicidio. Pero todos parecen jugar con su destino y aceptar que el lugar que ocupan nunca es igual, porque ese momento que se narra es la inminencia de una transformación en otra cosa, que también los modifica. Los personajes no tienen un pasado que necesite ser contado: ellos viven en el más puro presente, y ese lapso de tiempo, esa instantánea, es lo que se describe.
Las situaciones que viven estas criaturas oscuras, mordaces, son muy diferentes, no obstante, su actitud desprejuiciada es lo que, en ocasiones, los hermana. En “Mi pequeña molotov” la narradora cuenta la aventura de incendiar una refinería de gas junto a su novio, y lo que para ella está punto de explotar es la relación misma. Esa mirada distanciada es semejante a la del padre en “Chalet/Epístola Punk” que observa a su ex mujer enamorada de un hongo deforme y a sus hijas como lagartos; también es comparable a la acidez de la narradora de “Naufragio”, una cantante cuyo único talento es coquetear con un periodista ridículo que la pretende y un trompetista que la rechaza, mientras ella se ríe de esa estrategia desesperada a bordo de un crucero. Y los relatos más destacados, “Juicio final” junto con “Vertical”, donde se narra en tercera persona la historia de una chica que decide pasar la noche con un grupo de chicos ricos (“estúpidos”, “subnormales”) a los que les grita, dentro de una fuente de agua: “manga de hijos de puta, oligarcas del averno, me cago en Cariló” constituyen un grupo sólido donde la observación sagaz hace posible entrever, al mismo tiempo, la risa desencajada, patética, de su narrador o protagonista. Como dice Diana Bellessi, ese humor fino, desopilante atraviesa todo el libro, tanto para contar los minutos finales de alguien como para ofrecer instrucciones a la hora de cometer un crimen perfecto.
Podríamos decir que en los 27 cuentos de Cómo usar un cuchillo el lector encontrará varios relatos que burlan los esquemas, las convenciones del género y hasta el lugar convencional de la corrección política, que es, al fin y al cabo, una suerte de estilo con el que la literatura suele dar lo mejor de sí.
* Susan Sontag. La enfermedad y sus metáforas.
Por Germán Lerzo
Revista Los Invisibles
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sábado, julio 13, 2013
cómo usar un cuchillo, en Tandil
viernes, julio 05, 2013
Yo ausente. En carne viva
Adriana Bocchino
Yo ausente. En carne viva
Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao, Buenos Aires, Entropía, 2013
a) Leer el libro una vez. Le producirá vértigo y no podrá dejar de leer hasta el final aunque en la tapa diga “cuentos” y crea que podrá ir de a uno cuando le sobre tiempo.
b) A no asustarse, aunque le dé miedo. Será perseguido/a al filo de cada hoja que pase. Recuerde: se trata de literatura. No importa el género.
c) Vuelva a leerlo despacio, muy despacio.
d) Déjese.
Este libro de cuentos… no… mejor decir relatos… mejor, micro relatos… cuentos breves… no, tampoco, bueno, no sé. Son 27 puntadas, 27 entradas según el título conciso de cada una de ellas. “No hay mantra” –¿anuncio? ¿carta de despedida? ¿una dedicatoria?: “Dedico este clavado a los corazones duros, a los que están peor. A él: por no quererme”– inicia un entramado de situaciones siempre penosas, “de un humor fino, desopilante” dice Diana Bellessi en la contratapa. Ese es el punto. Por un lado la desgracia, por el otro una escritura sometida a “una torsión tan violenta, a tal desacomodo” –también dice Bellessi– que se avanza “con un gesto de desvarío”, “sin que haya ruta en el espacio o en el tiempo”, hasta quedar atrapados en la escena, donde siempre, de alguna forma, hay un crimen. Está la muerte, la de él o la de ella, o el abandono: los efectos son los mismos. Humor negro digo, de un escepticismo irónico aplastante. Es el derrumbe.
¿Cómo usar un cuchillo es una interrogación indirecta o una exclamación? El título del libro no tiene signos que lo aclaren. El título del cuento con el mismo título es un instructivo. Para un asesino o su víctima. O al revés. Ya no sabría decirse el género. Ni de qué persona se está hablando en cada caso.
“Bisturí/ Desgrabaciones de mi alma” sigue adelante desde un “yo” que no es mujer… es “una invención” que dice yo. “Nada es simple y no es una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo”. Y este yo, ahora, es un señor raro, tiene un trabajo raro, bisturí en mano y trato continuo con los muertos/as, de todas las edades. Tres páginas de este libro y dos desacomodos. Una empieza a inquietarse en la silla donde lee. Estos cuentos, empiezo a sospechar, rompen todos los esquemas.
Primer esquema: Fernanda García Lao es una mujer. Segundo: es hija de exiliados, ella misma una exiliada desde los diez años. Todas las mínimas biografías que la presentan recurren a estos datos y si con ellos pudiese pensarse una matriz de escritura, los dos esquemas, mis dos esquemas, se quiebran rápido. Ella no escribe en femenino. Tampoco desde el exilio. Y para más datos, no adhiere a la nostalgia melancólica con la que algunos caracterizan la literatura argentina, ni las historias de amor o desamor que tan bien correspondería al caso, tampoco al giro subjetivo ni a la autoficción a la page, o a las escrituras del yo que despertaron nuestros últimos entusiasmos críticos. No. Fernanda García Lao, aunque dice yo constantemente en estos cuentos, es el yo menos pensado. El/la lector/a tiene que ir acomodándose al punto de vista en cada relato, enterándose de a poco quién dice yo y, mientras tanto, acomodándose al filo del cuchillo o de la página que pasa por la garganta, la entrepierna, un ojo, la muñeca. Parece Di Benedetto anoto, pero peor. Me deja sin palabras. Quien escribe le hace decir yo a los personajes que inventa, pero nunca es ella. En apariencia.
Hay una entrevista donde Fernanda García Lao dice “A los 10 años inicié un exilio que no terminó: donde voy está mi casa” (Clarín, 16-3-13). Y también un blog donde se lee, podría decir incluso que se ve, una performance. Allí todo es ella y sus libros, cuatro novelas (La piel dura, La perfecta otra cosa, Muerta de hambre, Vagabundas), algunos poemas, este libro, sus obras de teatro (La amante de Baudelaire, vestida de terciopelo; Ser el amo; La mirada horrible), las películas en las que trabajó, presentaciones y reseñas, entrevistas en diarios y revistas, en radio con video incluido, fotos, muchas fotos de ella y tomadas por ella, varias veces con hombro descubierto, mirada desafiante y provocativa, intervenciones, encuentros, afiches, anuncios, su nombre, por todas partes. El blog se llama Fernanda García Lao. Ella es actriz, cantante, dramaturga, pianista, periodista, bailarina… “Optimista por naturaleza” según el título de otra entrevista bien jugosa (Acción Digital, 1° de enero de 2013). ¿Cuándo escribe esta mujer? ¡Y cómo escribe!
Vuelvo a la tapa de Cómo usar un cuchillo por ver si desentraño el misterio. Una mujer, sin cabeza ni pies, se acerca sigilosa, velada, con un cuchillo en la mano (en algún lugar se sabrá que es Fernanda García Lao, en complicidad con Paula Mariasch); por delante –¿o por detrás?– un mueble de archivo. De metal. Como el cuchillo. Puro cálculo en el sigilo, en el cuchillo, en la memoria ordenada y bien guardada. En el montaje. El epígrafe de Memorias del subsuelo (Dostoievski, obvio) con el que se abren estos relatos avisa “Toda conciencia es una enfermedad”. La ambigüedad siempre, la conciencia de la ambigüedad: aquí, un epígrafe viniendo del subsuelo. Contradicción, contrasentido. Contranatura. Una enfermedad parsimoniosa, lenta, silenciosa. La conciencia.
27 puntadas dije. Podría decir estoques, incisiones, cardenales, cortes, puntazos, puñaladas… que descuartizan cualquier noción teórica establecida, dejándola allí, sobre la mesa, chorreando sangre. Para que aprendan. Para que aprendamos los críticos.
Dice también, en varias entrevistas lo repite, que lo que menos le importa en literatura es el autor –ni siquiera entonces lo usa en femenino– sino los personajes, las situaciones, la libertad de ser a cada paso un/a otro/a. Ser cualquiera.
Un cuchillo no es un puñal, ni una navaja, tampoco un machete, menos un estilete, daga, bayoneta o faca, y sin embargo… puede servir, animarse a ser cualquiera de ellos, disimuladamente, para cumplir su objetivo. Los relatos que no quieren definirse en términos de género –ni textual ni sexual (su autora también dice que se aburre de las fórmulas genéricas)– hacen como si fuesen cuentos tanto como un cuchillo pudiese convertirse, por el uso, en bisturí, puñal o taco aguja. Cualquiera, los personajes, puede convertirse, mutar y matar… o matarse, según las circunstancias. Y digo cualquiera porque el yo que aparece y vuelve a aparecer, siempre un yo, nunca, nunca, es el de Fernanda García Lao. ¿O sí? Puede ser el yo de una mujer, el de un hombre, alcohólico o suicida, el de una chica, el de un loco, un violento, el yo meditativo de un marido-padre aburrido o el de un asesino/a que da consejos, el de una víctima que obedece o aun una que se rebela, un ella y yo o un él y yo, qué más da. A veces, una tercera persona despiadada, “Vertical”, mira la muerte pasar como si lloviera. Y, sin embargo, recordarnos, el yo suicida del primer relato. El dolor absoluto vuelto indiferencia. Es posible que se trate de la misma persona hecha girones. Incluso la segunda que aparece en “Juicio Final”. Quizás todos los yo, en definitiva, sean al fin y al cabo “lo mismo”: huesos y vísceras desparramadas como terrones oscuros sobre la tierra o un cadáver desarticulado en picada sobre una vereda. Estadísticamente, los personajes hombre son más bien asesinos que víctimas. Las mujeres tienden al suicidio. Todos se arman o se desarman a la velocidad que le imprime cada situación. Es la arbitrariedad de la situación la que impulsa las acciones. En “Mensaje viscoso”, por ejemplo, la velocidad del tren. En “Chalet”, “Buenos Aires” o “Sótano”, el plano que inicia los relatos. En “Tiburones con rodete”, la anacrónica fiesta de la vendimia mendocina la que imprime su ritmo a la locura. El estilo se mimetiza con el espacio en el que las cosas suceden. Eso es el desvarío. La torsión violenta de la que habla Bellessi.
Anoté, como dije, el eco de Di Benedetto. Después advierto que Fernanda García Lao nació en Mendoza. Será la tierra, pienso, que hace que los escritores escriban así. ¿Así, cómo? Empieza pareciendo una escritura ingenua, serena, se va haciendo cínica, ladina, temible, monstruosa, hasta dejar sin defensa a quien lee. Horada despacio, no en el pecho sino en el estómago, hasta convertirlo en migajas de pan que se llevan los pájaros, imagen reiterada en varios cuentos de Di Benedetto. Eso se siente. Después, mucho después, leo que el autor de El Pentágono, Los suicidas, o Absurdos, fue uno de los mejores amigos de su padre –periodista y exiliado también él y de una trayectoria brillante–, asiduo visitante junto al pintor Enrique Sobisch de la familia García Lao, sobre todo allá, en Madrid. Es a partir de ellos que Fernanda García Lao encuentra la exacta dimensión de su exilio, y comprende qué es el exilio. “Argentina se convirtió en una película sin color para mí. Los amigos más cercanos de mis padres eran Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch. Un escritor y un pintor de una cultura impresionante. Empecé a pensar que el país, además de violento, estaba ciego.” (“Donde voy está mi casa”. Sociedad Mundos íntimos. Clarín 16/03/13).
Escribir sobre Cómo se usa un cuchillo obliga a cortar el discurso crítico. La autora se impone por todas partes. En su blog están explicados, y mostrados, los procedimientos. Calculados digo. Qué más podría agregarse. En los videos, el de su entrevista radial con Natu Poblet por ejemplo, aparece una mujer dulce, simpática, de suaves mohines y risa con todos los dientes, con cierto acento madrileño todavía. Esta escritora, es de temer. Es escritora en serio, de oficio. Hace de su necesidad virtud, profesionalismo absoluto. Como cuando aprendió ese acento madrileño para poder salir del baño en el que se encerró los días primeros de su escuela española. Ni los pies dejaba que le vieran. Subida al sanitario, en cuclillas, tenía diez años. Sabe perfectamente lo que hace. Ahora, ¿en venganza? deja paralizado al/a lector/a a la orilla de un río, el brazo estirado, al borde del agua, muerto de sed.
En su blog un retrato, una reproducción de un retrato. Sin duda Fernanda García Lao. Pintada por Verónica, una de sus hermanas –la otra, Gabriela, también escribe– que empezó a pintar allá en Madrid, con Enrique Sobisch. Su madre le puso un ultimátum: “hija, no puede ser que pases los fines de semana encerrada”. El título: “Yo ausente”. La retratada, Fernanda, está pensando en otra cosa. La hermana sabe lo que pinta. El exilio, parece, es el encierro, a cal y canto, en otra parte. Puede salirse por algún arte: pintura, literatura, actuación. ¿Puede?
Dice en otra entrevista “la visión objetiva es imposible. Somos víctimas de las versiones: no hay dos testigos que vean el mismo accidente. Esa libertad para interpretar los hechos, es fundamental para hacer literatura. Las generalidades no me interesan. Además, en ambos libros [se refiere a La perfecta otra cosa y Muerta de hambre], hay una tentativa de oralidad sin intermediario. Me interesaba trabajar la primera persona como una caja de resonancia, donde la insatisfacción o el deseo no tuvieran filtro. Hay una voluntad confesional, como de último momento. El personaje se abre antes de desaparecer. La verdad frente al abismo”. (La perfecta otra cosa. Matricule des Anges. Por Eric Bonnargent. Entrevista con Fernanda García Lao, traducida por Mélanie Gros-Balthazard, publicada en el blog FGL el 23 de noviembre de 2012).
Resumen: sangre, muerte, asesinos/as, asesinados/as, escepticismo, ironía, humor, cálculo. El blog también tiene un epígrafe, tomado del primer capítulo de su La piel dura: “Buscar en las diagonales. Irse por la tangente. Hay esqueletos bellísimos en los rincones”. Eso hace en literatura. Eso pide que hagamos como lectores.
La Amalia, de “Sentencia”, esa niñita que “sabía demasiado”, que escondía a Nietzsche dentro del estómago de un peluche o a Shopenhauer bajo las botas de lluvia, la que “a los once años se le llenaron los ojos de muerte”, se me ocurre la concentración de todos aquellos yo, enloquecidos, asesinos o suicidas, dispersos a lo largo del libro. Una niñita, varada en el exilio de la vida y que, entonces, prefiere la muerte. Así como Celina, de “Vida en ascenso”, “UNA PERSONA QUE NO SABE LO QUE QUIERE”, una que “HA PERDIDO EL EQUILIBRIO”, “UNA MENOS”. O el yo de “Inmunda” que escribe “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir. He conseguido ser un pan de centeno, como la mayoría de los intelectuales. […] Voy a desmigajarme para cerrar el círculo”. El último relato.
(Actualización julio – agosto 2013/ BazarAmericano)
Yo ausente. En carne viva
Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao, Buenos Aires, Entropía, 2013
a) Leer el libro una vez. Le producirá vértigo y no podrá dejar de leer hasta el final aunque en la tapa diga “cuentos” y crea que podrá ir de a uno cuando le sobre tiempo.
b) A no asustarse, aunque le dé miedo. Será perseguido/a al filo de cada hoja que pase. Recuerde: se trata de literatura. No importa el género.
c) Vuelva a leerlo despacio, muy despacio.
d) Déjese.
Este libro de cuentos… no… mejor decir relatos… mejor, micro relatos… cuentos breves… no, tampoco, bueno, no sé. Son 27 puntadas, 27 entradas según el título conciso de cada una de ellas. “No hay mantra” –¿anuncio? ¿carta de despedida? ¿una dedicatoria?: “Dedico este clavado a los corazones duros, a los que están peor. A él: por no quererme”– inicia un entramado de situaciones siempre penosas, “de un humor fino, desopilante” dice Diana Bellessi en la contratapa. Ese es el punto. Por un lado la desgracia, por el otro una escritura sometida a “una torsión tan violenta, a tal desacomodo” –también dice Bellessi– que se avanza “con un gesto de desvarío”, “sin que haya ruta en el espacio o en el tiempo”, hasta quedar atrapados en la escena, donde siempre, de alguna forma, hay un crimen. Está la muerte, la de él o la de ella, o el abandono: los efectos son los mismos. Humor negro digo, de un escepticismo irónico aplastante. Es el derrumbe.
¿Cómo usar un cuchillo es una interrogación indirecta o una exclamación? El título del libro no tiene signos que lo aclaren. El título del cuento con el mismo título es un instructivo. Para un asesino o su víctima. O al revés. Ya no sabría decirse el género. Ni de qué persona se está hablando en cada caso.
“Bisturí/ Desgrabaciones de mi alma” sigue adelante desde un “yo” que no es mujer… es “una invención” que dice yo. “Nada es simple y no es una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo”. Y este yo, ahora, es un señor raro, tiene un trabajo raro, bisturí en mano y trato continuo con los muertos/as, de todas las edades. Tres páginas de este libro y dos desacomodos. Una empieza a inquietarse en la silla donde lee. Estos cuentos, empiezo a sospechar, rompen todos los esquemas.
Primer esquema: Fernanda García Lao es una mujer. Segundo: es hija de exiliados, ella misma una exiliada desde los diez años. Todas las mínimas biografías que la presentan recurren a estos datos y si con ellos pudiese pensarse una matriz de escritura, los dos esquemas, mis dos esquemas, se quiebran rápido. Ella no escribe en femenino. Tampoco desde el exilio. Y para más datos, no adhiere a la nostalgia melancólica con la que algunos caracterizan la literatura argentina, ni las historias de amor o desamor que tan bien correspondería al caso, tampoco al giro subjetivo ni a la autoficción a la page, o a las escrituras del yo que despertaron nuestros últimos entusiasmos críticos. No. Fernanda García Lao, aunque dice yo constantemente en estos cuentos, es el yo menos pensado. El/la lector/a tiene que ir acomodándose al punto de vista en cada relato, enterándose de a poco quién dice yo y, mientras tanto, acomodándose al filo del cuchillo o de la página que pasa por la garganta, la entrepierna, un ojo, la muñeca. Parece Di Benedetto anoto, pero peor. Me deja sin palabras. Quien escribe le hace decir yo a los personajes que inventa, pero nunca es ella. En apariencia.
Hay una entrevista donde Fernanda García Lao dice “A los 10 años inicié un exilio que no terminó: donde voy está mi casa” (Clarín, 16-3-13). Y también un blog donde se lee, podría decir incluso que se ve, una performance. Allí todo es ella y sus libros, cuatro novelas (La piel dura, La perfecta otra cosa, Muerta de hambre, Vagabundas), algunos poemas, este libro, sus obras de teatro (La amante de Baudelaire, vestida de terciopelo; Ser el amo; La mirada horrible), las películas en las que trabajó, presentaciones y reseñas, entrevistas en diarios y revistas, en radio con video incluido, fotos, muchas fotos de ella y tomadas por ella, varias veces con hombro descubierto, mirada desafiante y provocativa, intervenciones, encuentros, afiches, anuncios, su nombre, por todas partes. El blog se llama Fernanda García Lao. Ella es actriz, cantante, dramaturga, pianista, periodista, bailarina… “Optimista por naturaleza” según el título de otra entrevista bien jugosa (Acción Digital, 1° de enero de 2013). ¿Cuándo escribe esta mujer? ¡Y cómo escribe!
Vuelvo a la tapa de Cómo usar un cuchillo por ver si desentraño el misterio. Una mujer, sin cabeza ni pies, se acerca sigilosa, velada, con un cuchillo en la mano (en algún lugar se sabrá que es Fernanda García Lao, en complicidad con Paula Mariasch); por delante –¿o por detrás?– un mueble de archivo. De metal. Como el cuchillo. Puro cálculo en el sigilo, en el cuchillo, en la memoria ordenada y bien guardada. En el montaje. El epígrafe de Memorias del subsuelo (Dostoievski, obvio) con el que se abren estos relatos avisa “Toda conciencia es una enfermedad”. La ambigüedad siempre, la conciencia de la ambigüedad: aquí, un epígrafe viniendo del subsuelo. Contradicción, contrasentido. Contranatura. Una enfermedad parsimoniosa, lenta, silenciosa. La conciencia.
27 puntadas dije. Podría decir estoques, incisiones, cardenales, cortes, puntazos, puñaladas… que descuartizan cualquier noción teórica establecida, dejándola allí, sobre la mesa, chorreando sangre. Para que aprendan. Para que aprendamos los críticos.
Dice también, en varias entrevistas lo repite, que lo que menos le importa en literatura es el autor –ni siquiera entonces lo usa en femenino– sino los personajes, las situaciones, la libertad de ser a cada paso un/a otro/a. Ser cualquiera.
Un cuchillo no es un puñal, ni una navaja, tampoco un machete, menos un estilete, daga, bayoneta o faca, y sin embargo… puede servir, animarse a ser cualquiera de ellos, disimuladamente, para cumplir su objetivo. Los relatos que no quieren definirse en términos de género –ni textual ni sexual (su autora también dice que se aburre de las fórmulas genéricas)– hacen como si fuesen cuentos tanto como un cuchillo pudiese convertirse, por el uso, en bisturí, puñal o taco aguja. Cualquiera, los personajes, puede convertirse, mutar y matar… o matarse, según las circunstancias. Y digo cualquiera porque el yo que aparece y vuelve a aparecer, siempre un yo, nunca, nunca, es el de Fernanda García Lao. ¿O sí? Puede ser el yo de una mujer, el de un hombre, alcohólico o suicida, el de una chica, el de un loco, un violento, el yo meditativo de un marido-padre aburrido o el de un asesino/a que da consejos, el de una víctima que obedece o aun una que se rebela, un ella y yo o un él y yo, qué más da. A veces, una tercera persona despiadada, “Vertical”, mira la muerte pasar como si lloviera. Y, sin embargo, recordarnos, el yo suicida del primer relato. El dolor absoluto vuelto indiferencia. Es posible que se trate de la misma persona hecha girones. Incluso la segunda que aparece en “Juicio Final”. Quizás todos los yo, en definitiva, sean al fin y al cabo “lo mismo”: huesos y vísceras desparramadas como terrones oscuros sobre la tierra o un cadáver desarticulado en picada sobre una vereda. Estadísticamente, los personajes hombre son más bien asesinos que víctimas. Las mujeres tienden al suicidio. Todos se arman o se desarman a la velocidad que le imprime cada situación. Es la arbitrariedad de la situación la que impulsa las acciones. En “Mensaje viscoso”, por ejemplo, la velocidad del tren. En “Chalet”, “Buenos Aires” o “Sótano”, el plano que inicia los relatos. En “Tiburones con rodete”, la anacrónica fiesta de la vendimia mendocina la que imprime su ritmo a la locura. El estilo se mimetiza con el espacio en el que las cosas suceden. Eso es el desvarío. La torsión violenta de la que habla Bellessi.
Anoté, como dije, el eco de Di Benedetto. Después advierto que Fernanda García Lao nació en Mendoza. Será la tierra, pienso, que hace que los escritores escriban así. ¿Así, cómo? Empieza pareciendo una escritura ingenua, serena, se va haciendo cínica, ladina, temible, monstruosa, hasta dejar sin defensa a quien lee. Horada despacio, no en el pecho sino en el estómago, hasta convertirlo en migajas de pan que se llevan los pájaros, imagen reiterada en varios cuentos de Di Benedetto. Eso se siente. Después, mucho después, leo que el autor de El Pentágono, Los suicidas, o Absurdos, fue uno de los mejores amigos de su padre –periodista y exiliado también él y de una trayectoria brillante–, asiduo visitante junto al pintor Enrique Sobisch de la familia García Lao, sobre todo allá, en Madrid. Es a partir de ellos que Fernanda García Lao encuentra la exacta dimensión de su exilio, y comprende qué es el exilio. “Argentina se convirtió en una película sin color para mí. Los amigos más cercanos de mis padres eran Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch. Un escritor y un pintor de una cultura impresionante. Empecé a pensar que el país, además de violento, estaba ciego.” (“Donde voy está mi casa”. Sociedad Mundos íntimos. Clarín 16/03/13).
Escribir sobre Cómo se usa un cuchillo obliga a cortar el discurso crítico. La autora se impone por todas partes. En su blog están explicados, y mostrados, los procedimientos. Calculados digo. Qué más podría agregarse. En los videos, el de su entrevista radial con Natu Poblet por ejemplo, aparece una mujer dulce, simpática, de suaves mohines y risa con todos los dientes, con cierto acento madrileño todavía. Esta escritora, es de temer. Es escritora en serio, de oficio. Hace de su necesidad virtud, profesionalismo absoluto. Como cuando aprendió ese acento madrileño para poder salir del baño en el que se encerró los días primeros de su escuela española. Ni los pies dejaba que le vieran. Subida al sanitario, en cuclillas, tenía diez años. Sabe perfectamente lo que hace. Ahora, ¿en venganza? deja paralizado al/a lector/a a la orilla de un río, el brazo estirado, al borde del agua, muerto de sed.
En su blog un retrato, una reproducción de un retrato. Sin duda Fernanda García Lao. Pintada por Verónica, una de sus hermanas –la otra, Gabriela, también escribe– que empezó a pintar allá en Madrid, con Enrique Sobisch. Su madre le puso un ultimátum: “hija, no puede ser que pases los fines de semana encerrada”. El título: “Yo ausente”. La retratada, Fernanda, está pensando en otra cosa. La hermana sabe lo que pinta. El exilio, parece, es el encierro, a cal y canto, en otra parte. Puede salirse por algún arte: pintura, literatura, actuación. ¿Puede?
Dice en otra entrevista “la visión objetiva es imposible. Somos víctimas de las versiones: no hay dos testigos que vean el mismo accidente. Esa libertad para interpretar los hechos, es fundamental para hacer literatura. Las generalidades no me interesan. Además, en ambos libros [se refiere a La perfecta otra cosa y Muerta de hambre], hay una tentativa de oralidad sin intermediario. Me interesaba trabajar la primera persona como una caja de resonancia, donde la insatisfacción o el deseo no tuvieran filtro. Hay una voluntad confesional, como de último momento. El personaje se abre antes de desaparecer. La verdad frente al abismo”. (La perfecta otra cosa. Matricule des Anges. Por Eric Bonnargent. Entrevista con Fernanda García Lao, traducida por Mélanie Gros-Balthazard, publicada en el blog FGL el 23 de noviembre de 2012).
Resumen: sangre, muerte, asesinos/as, asesinados/as, escepticismo, ironía, humor, cálculo. El blog también tiene un epígrafe, tomado del primer capítulo de su La piel dura: “Buscar en las diagonales. Irse por la tangente. Hay esqueletos bellísimos en los rincones”. Eso hace en literatura. Eso pide que hagamos como lectores.
La Amalia, de “Sentencia”, esa niñita que “sabía demasiado”, que escondía a Nietzsche dentro del estómago de un peluche o a Shopenhauer bajo las botas de lluvia, la que “a los once años se le llenaron los ojos de muerte”, se me ocurre la concentración de todos aquellos yo, enloquecidos, asesinos o suicidas, dispersos a lo largo del libro. Una niñita, varada en el exilio de la vida y que, entonces, prefiere la muerte. Así como Celina, de “Vida en ascenso”, “UNA PERSONA QUE NO SABE LO QUE QUIERE”, una que “HA PERDIDO EL EQUILIBRIO”, “UNA MENOS”. O el yo de “Inmunda” que escribe “Escribo y me siento importante porque no tengo absolutamente nada que decir. He conseguido ser un pan de centeno, como la mayoría de los intelectuales. […] Voy a desmigajarme para cerrar el círculo”. El último relato.
(Actualización julio – agosto 2013/ BazarAmericano)
lunes, junio 03, 2013
Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao
19.5.2013
Porque un cuchillo es una herramienta para hacer lugar,crear distancias, establecer el corte. Y para darle entidad son necesarias tanto la mano del asesino como el cuerpo de la víctima.
Por Juan Pablo Cozzi
Tela de rayón
La escena del crimen siempre convoca, me llama a reconstruir el relato que, como un hilo enredado o un rompecabezas, está esperando ser algo distinto de lo que es. Podría decirse que el ambiente,mientras se enfría y endurece lentamente, produce un llamado (una alarmita imperceptible) para que alguien venga a devolverle el sentido, a reunir sus partes, a animarlo.
Es un espacio quieto, si se lo ve en una fotografía forense, pero posee una vibración inquietante, algo que no puede dejar de producir relatos.
Fernanda García Lao es una de las que oyen esa alarma y da lugar a los textos que componen este libro, como un modo de desbordar desentido la escena del crimen. Donde no sólo fue necesario meterse en el cuerpo de los personajes (escribir es penetrar), sino concebir cada elemento en función del espacio que ocupa y su rol dentro de esa arquitectura. Lo sugieren, incluso, los planos que aparecen como encabezado en tres cuentos. A modo de paratexto, revelan que hay un tratamiento del espacio.
Tanto la sexualidad como cierto humor negro también muestran algo de esa evisceración, y de la necesidad de que haya un cuerpo dispuesto a ocupar el papel del que va a ser desplegado, desbordado, despojado.
La mayoría de estos relatos tienen algo de lo escénico teatral o cinematográfico en su construcción, donde se hace perceptible una coreografía de roles. Y en todos, desde ese centro geométrico que constituye el cuento que da título a la antología, aparece el arma, oblicua e intransigente,co-implicada en la médula misma de cada relato.
Porque un cuchillo es una herramienta para hacer lugar,crear distancias, establecer el corte. Y para darle entidad son necesarias tanto la mano del asesino como el cuerpo de la víctima. En ese triángulo de implicados se hace presente la geometría, que no es otra cosa que el estudio del espacio.
Al fin y al cabo, un cuchillo es un arma blanca, igual que el papel.
Porque un cuchillo es una herramienta para hacer lugar,crear distancias, establecer el corte. Y para darle entidad son necesarias tanto la mano del asesino como el cuerpo de la víctima.
Por Juan Pablo Cozzi
Tela de rayón
La escena del crimen siempre convoca, me llama a reconstruir el relato que, como un hilo enredado o un rompecabezas, está esperando ser algo distinto de lo que es. Podría decirse que el ambiente,mientras se enfría y endurece lentamente, produce un llamado (una alarmita imperceptible) para que alguien venga a devolverle el sentido, a reunir sus partes, a animarlo.
Es un espacio quieto, si se lo ve en una fotografía forense, pero posee una vibración inquietante, algo que no puede dejar de producir relatos.
Fernanda García Lao es una de las que oyen esa alarma y da lugar a los textos que componen este libro, como un modo de desbordar desentido la escena del crimen. Donde no sólo fue necesario meterse en el cuerpo de los personajes (escribir es penetrar), sino concebir cada elemento en función del espacio que ocupa y su rol dentro de esa arquitectura. Lo sugieren, incluso, los planos que aparecen como encabezado en tres cuentos. A modo de paratexto, revelan que hay un tratamiento del espacio.
Tanto la sexualidad como cierto humor negro también muestran algo de esa evisceración, y de la necesidad de que haya un cuerpo dispuesto a ocupar el papel del que va a ser desplegado, desbordado, despojado.
La mayoría de estos relatos tienen algo de lo escénico teatral o cinematográfico en su construcción, donde se hace perceptible una coreografía de roles. Y en todos, desde ese centro geométrico que constituye el cuento que da título a la antología, aparece el arma, oblicua e intransigente,co-implicada en la médula misma de cada relato.
Porque un cuchillo es una herramienta para hacer lugar,crear distancias, establecer el corte. Y para darle entidad son necesarias tanto la mano del asesino como el cuerpo de la víctima. En ese triángulo de implicados se hace presente la geometría, que no es otra cosa que el estudio del espacio.
Al fin y al cabo, un cuchillo es un arma blanca, igual que el papel.
Fragmentos del libro invisible
VISTO Y LEIDO
En Cómo usar un cuchillo (Entropía), Fernanda García Lao agrupa 27 cuentos unidos por la descomposición de los vínculos familiares.
Página/12 LAS12
VIERNES, 31 DE MAYO DE 2013
VISTO Y LEIDO
Un cuchillo sirve para cortar, separar y alejar las partes que alguna vez estuvieron juntas, para volver desconexión el agrupamiento y distancia la unión. En este conjunto de cuentos de Fernanda García Lao se instala desde el título la idea tan posmoderna de fragmentación del relato, oraciones que buscan el quiebre de la continuidad y un hilo argumental que se pierde en un voluntario sinsentido. Se trata del primer libro de cuentos de la escritora mendocina, luego de cuatro novelas, poesía y piezas de teatro. Cómo usar un cuchillo o qué hacer con el lenguaje, cómo usar un cuchillo o cómo trabajar las palabras para desconfigurarlas de su acción cotidiana y romper la expectativa de significación.
En esa búsqueda fragmentada hay una repetición semántica del discurso que tiene que ver con cuerpos en estado de descomposición; los vínculos humanos se deconstruyen igual que los signos lingüísticos. Esta deformación de los vínculos familiares deviene en una normalidad atravesada por la tragedia absurda, una extrañeza de lo cotidiano que remite a los cuentos de Silvina Ocampo, la influencia de la autora de Autobiografía de Irene recorre con más o menos presencia cada relato, que se nota sobre todo en esa retórica de lo mórbido y lo retorcido. García Lao retoma ese narrar la incomodidad que produce nombrarse para ser, la disconformidad con el propio cuerpo: “Yo mismo me recuerdo con asco, aunque esté un poco ausente”.
Es un texto conformado por relatos que se desintegran en una sucesión de párrafos no lineales y es sobre todo un libro de frases, frases que cobran autonomía y podrían mezclarse, independizarse y volver a unirse sin un orden definitivo en esa ruptura diáfana que es la literatura. Las frases toman fuerza y se separan, como liberadas del resto de la narración, con una fuerte connotación poética. “No hay soledad posible en este desierto al revés.” “Señoritas brillantes con sabor a lavandina.” “Una humanidad atiborrada vibraba muy cerca de la realidad.” “El tiempo parecía un termómetro caliente.” En esa fragmentación de la enunciación hay también una reminiscencia beckettiana.
El nombre del libro está tomado del cuento “Cómo usar un cuchillo”, en el que la separación por frases es tan explícita que están divididas por las letras del abecedario relacionadas nada más por la temática de la muerte, una muerte misteriosa y sangrienta. En estos cuentos hay una necesidad de diferenciarse de una identidad normalizada, el yo se desparrama sobre las hojas como un rompecabezas en movimiento, pero que a pesar de la hostilidad no renuncia a encontrarse: “Sigo queriendo ser alguien, pero cuanto más quiero algo, menos lo consigo”. La indagación de la identidad se muestra también desde la construcción de la narrativa del espacio, en cuentos como “Sótano: ser de abajo” o “Buenos Aires”, el relato está ubicado en el propio hogar, con planos de las casas incluidos, en una configuración de la intimidad a lo Bachelard. Hay una necesidad de encierro en lugares propios y conocidos, como son la cocina, el baño, el cuarto, que de repente son violentados por una fuerza externa que entra para descolocar una paz preconcebida. La mesita de luz, el calefón, el sillón del living se humanizan para poder compartir el dolor y sentir un poco más lejos la soledad.
El riesgo de la fragmentación del lenguaje y la apelación rizomática al sinsentido es la digresión del receptor o la pérdida del interés. En este conjunto de cuentos parecería que el trabajo intelectual con el lenguaje está por encima de la búsqueda de placer por la fascinación que puede generar un texto literario, ese seguimiento que cautiva y no suelta al lector, y que resulta imprescindible para que un libro produzca goce. La belleza plena de estos cuentos se encuentra más en la desintegración de las partes que en el todo.
Para ir a la reseña, click en el título
En Cómo usar un cuchillo (Entropía), Fernanda García Lao agrupa 27 cuentos unidos por la descomposición de los vínculos familiares.
Página/12 LAS12
VIERNES, 31 DE MAYO DE 2013
VISTO Y LEIDO
Un cuchillo sirve para cortar, separar y alejar las partes que alguna vez estuvieron juntas, para volver desconexión el agrupamiento y distancia la unión. En este conjunto de cuentos de Fernanda García Lao se instala desde el título la idea tan posmoderna de fragmentación del relato, oraciones que buscan el quiebre de la continuidad y un hilo argumental que se pierde en un voluntario sinsentido. Se trata del primer libro de cuentos de la escritora mendocina, luego de cuatro novelas, poesía y piezas de teatro. Cómo usar un cuchillo o qué hacer con el lenguaje, cómo usar un cuchillo o cómo trabajar las palabras para desconfigurarlas de su acción cotidiana y romper la expectativa de significación.
En esa búsqueda fragmentada hay una repetición semántica del discurso que tiene que ver con cuerpos en estado de descomposición; los vínculos humanos se deconstruyen igual que los signos lingüísticos. Esta deformación de los vínculos familiares deviene en una normalidad atravesada por la tragedia absurda, una extrañeza de lo cotidiano que remite a los cuentos de Silvina Ocampo, la influencia de la autora de Autobiografía de Irene recorre con más o menos presencia cada relato, que se nota sobre todo en esa retórica de lo mórbido y lo retorcido. García Lao retoma ese narrar la incomodidad que produce nombrarse para ser, la disconformidad con el propio cuerpo: “Yo mismo me recuerdo con asco, aunque esté un poco ausente”.
Es un texto conformado por relatos que se desintegran en una sucesión de párrafos no lineales y es sobre todo un libro de frases, frases que cobran autonomía y podrían mezclarse, independizarse y volver a unirse sin un orden definitivo en esa ruptura diáfana que es la literatura. Las frases toman fuerza y se separan, como liberadas del resto de la narración, con una fuerte connotación poética. “No hay soledad posible en este desierto al revés.” “Señoritas brillantes con sabor a lavandina.” “Una humanidad atiborrada vibraba muy cerca de la realidad.” “El tiempo parecía un termómetro caliente.” En esa fragmentación de la enunciación hay también una reminiscencia beckettiana.
El nombre del libro está tomado del cuento “Cómo usar un cuchillo”, en el que la separación por frases es tan explícita que están divididas por las letras del abecedario relacionadas nada más por la temática de la muerte, una muerte misteriosa y sangrienta. En estos cuentos hay una necesidad de diferenciarse de una identidad normalizada, el yo se desparrama sobre las hojas como un rompecabezas en movimiento, pero que a pesar de la hostilidad no renuncia a encontrarse: “Sigo queriendo ser alguien, pero cuanto más quiero algo, menos lo consigo”. La indagación de la identidad se muestra también desde la construcción de la narrativa del espacio, en cuentos como “Sótano: ser de abajo” o “Buenos Aires”, el relato está ubicado en el propio hogar, con planos de las casas incluidos, en una configuración de la intimidad a lo Bachelard. Hay una necesidad de encierro en lugares propios y conocidos, como son la cocina, el baño, el cuarto, que de repente son violentados por una fuerza externa que entra para descolocar una paz preconcebida. La mesita de luz, el calefón, el sillón del living se humanizan para poder compartir el dolor y sentir un poco más lejos la soledad.
El riesgo de la fragmentación del lenguaje y la apelación rizomática al sinsentido es la digresión del receptor o la pérdida del interés. En este conjunto de cuentos parecería que el trabajo intelectual con el lenguaje está por encima de la búsqueda de placer por la fascinación que puede generar un texto literario, ese seguimiento que cautiva y no suelta al lector, y que resulta imprescindible para que un libro produzca goce. La belleza plena de estos cuentos se encuentra más en la desintegración de las partes que en el todo.
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jueves, mayo 16, 2013
El arte dogmático es un imposible para mí
:: ENTREVISTAS ::
ETERNA CADENCIA
Fernanda García Lao habla del reciente volumen de cuentos Cómo usar un cuchillo.
Por Martín Líbster.

Cómo usar un cuchillo es la primera colección de relatos que Fernanda García Lao publica luego de cuatro novelas que recibieron premios y menciones en diversos concursos. Ahora, a contracorriente de la mayoría de sus colegas que suelen editar libros de cuentos como escalón previo a la novela, se lanza al terreno del relato breve: su último libro contiene 27 piezas cargadas de violencia, vísceras, humor sutil, personajes al borde del colapso mental y material y hasta un manual de instrucciones que explica, a la víctima y al victimario, cómo llevar a cabo un asesinato como Dios manda. Sus palabras se retuercen, se rebelan contra sí mismas y contra la estructura que las contiene y las oprime. Cuando logran zafarse, vuelan como cuchillos enloquecidos dirigidos al rostro del lector.
García Lao, por suerte, es mucho menos amenazante que sus textos: piensa mucho antes de hablar y lo que dice, al igual que lo que escribe, suele tener sentidos que se abren y se multiplican en la mente de quien la escucha. Se ríe con frecuencia, aun cuando habla de cosas serias y hasta un poco siniestras; también en este sentido ella y su literatura se parecen. Hablar con ella es un placer por su generosidad y por la lucidez con que analiza el proceso literario, su papel como escritora y algunas tendencias del arte y el mundo contemporáneo.
–Lo primero que te quería preguntar tiene que ver con el proceso de construcción del libro. Cuando uno lo lee, observa un estilo coherente y una temática recurrente, casi como si fuera una novela en relatos.
–Los cuentos son de distinta data, pero no la corrección del libro, que fue minutos antes de entregarlo. Ahí ya lo trabajé como una unidad. Incluso escribí varios en los últimos días; cuando ya había dado por terminado el libro, no pude menos que sentarme y escribir un par de cuentos más, que envié más tarde a la editorial. Pero había cuentos que tenían un par de años, que siempre formaron parte del libro. No me interesa el cuento como objeto a olvidar en una cartera, sino como parte integral de algo. Me interesa que los textos disputen un poco entre sí y que, a nivel del ritmo, esté logrado cierto sentido de la respiración. Estuve muy pendiente de la sucesión de los textos, y no me daba igual que fuera primero uno u otro. Como en un álbum de música, quedaron muchos temas afuera, y de la última selección eliminé algunos cuentos. Con Valeria Castro de Entropía vimos que todos los textos estuvieran a un nivel no digo parejo, porque eso es imposible… Y además uno trabaja mucho con el desnivel. Pero había cuentos que eran experimentos un poco más fallidos que los que quedaron, entonces decidí sacar un par de cuentos y en esos huecos escribí estos relatos nuevos, como nuevas miradas sobre eso que había quedado ahí.
–¿Te interesa lo fallido como material a publicar o sos perfeccionista?
–Depende de qué fallido estemos hablando. Yo llamo fallido en este caso a que las piezas no terminen de encajar; no me interesan los cuentos cerrados ni los cuentos perfectos. No creo en eso, no creo en el arte perfecto, pero soy bastante obsesiva en cuanto a la selección de las palabras, de la sintaxis, de las imágenes, de las tensiones. Eso lo trabajo como si no hubiera posibilidad de fallo. Pero no me interesan los textos donde observo preciosismo; me gusta que haya tensión, pero también me interesa que queden algunas hilachas que le dan verosimilitud a las cosas más insólitas. En la ficción, como en la construcción de una mentira, a veces uno habla de más para ser creído. Y ahí me parece que hay que recortar lo que queda fuera del universo del relato. Pero estos otros pliegues que uno no entiende muy bien de donde vienen, esos sectores de oscuridad, está bueno dejarlos así. Eso sería el fallido para mí, no intentar iluminarlo todo.
–En el libro hay algunas frases que tienen mucha ambigüedad sintáctica, y también hay ambigüedad en los narradores. La ambigüedad parece ser un tema que te interesa.
–Sí. A mí me interesaba también explorar con total libertad cada uno de esos mundos breves que imagino para dotarlos de cuestiones que tenía ganas de explorar, entre ellas el punto de vista y la puntuación, para probar e intentar hacer estallar algunas cosas que se imponen como convención de trabajo. Como cuando uno se pone a escribir un cuento y te dicen “Para escribir un cuento se necesita a, b, c, d…”.
–El decálogo del cuentista.
–Claro, que es algo que detesto y que tiene engañada a un montón de gente que piensa que hay una fórmula matemática que si uno maneja va a dar a luz algo interesante. Como yo no creo en esa premisa, tenía ganas de demostrarlo y de demostrármelo a mí misma y patear esas cuestiones que parecen casi dogmas. El arte dogmático es un imposible para mí.
– El libro todo el tiempo trata de desacomodar al lector, incluso desde la adjetivación o la sintaxis. Me imagino que esto es buscado.
–Yo te podría contestar que sí o que no y en ambos casos sería absolutamente veraz. Por un lado hay una cuestión de origen en mi modo de escribir que tiene que ver con eso. Mi primer libro de cuentos, que está inédito, se manejaba con los mismos parámetros. Y yo antes de eso no había escrito más que poemas espantosos, con el diccionario en la mano, jugando a saltar, jugando al corte. Porque por algún deseo oculto yo sabía que para que mi vida tuviera sentido tenía que escribir. No como profesión, sino como práctica vital. Y de pronto un día entendí lo que quería escribir y me senté y lo terminé en un mes, más o menos, de escritura diaria y alocada, como dictada. Después ese libro siguió creciendo. Y además no tenía nada que ver con mi vida cotidiana ni con ese presente, sino que era algo absolutamente… no sé si llamarlo “artificial”. Yo en ese momento estaba embarazada, y en lugar de asustarme por mi precocidad, me agarró como un “arrebato metafísico. Algo muy potente, en el que también estaba implicado mi cuerpo y todo ese misterio que se estaba produciendo ahí. Necesitaba equilibrar de un modo intelectual eso tan fuerte que estaba más allá de mí, pero que se producía en mí, para no quedar postergada por el evento que no paraba de crecer y multiplicarse. Entonces empecé a pensar un montón de cosas que eran como didascalias de una obra de teatro que no escribí, donde había vínculos extraños entre objetos y personas. Y ahí empezaron a aparecer un montón de objetos que hacen a la historia de una persona más allá de su cuerpo y sus rutinas, que son cosas que me resultan muy poco interesantes, objetos que tienen que ver con las elecciones de mundos que uno hace. Pero también tiene mucho que ver con la puesta en escena. Yo de algún modo pongo en escena, lo que pasa es que no está pensado para ser visto, sino para ser leído. Es como si postergara la presencia del espectador.
–En ese sentido, me pareció que la tapa de La piel dura, esa fotografía de Marcos López, estaba muy bien elegida, porque en el libro hay mucho de puesta en escena, no sólo en el argumento sino a nivel sintáctico. En este sentido, Cómo usar un cuchillo parece una radicalización de ese procedimiento. Tal vez por la forma breve; todo está mucho más concentrado.
–Yo disfruto mucho de la concentración, de “inquietar” situaciones. En realidad, cuando escribo novelas lo que más me cuesta son los enlaces, porque me gusta escribir núcleos. Por eso también salto tanto; en una página de una novela mía pareciera que pasan muchas cosas. Y eso es porque el detalle me aburre; tampoco me interesan las descripciones.
–Pero más allá de ese “recargamiento”, la prosa es muy vivaz.
–No es pesada; tiene algo de liviandad. Si la frase es un hilo, no le podés colgar tres kilos de ropa. Espero que la cosa fluctúe, que pase aire, que sucedan cosas en ese colgajo.
–¿Sos lectora de poesía?
–Sí. Leo y escribo poesía. Y esa ligereza de la que yo hablo viene emparentada con estas ráfagas de humor que en la poesía no aparecen. Mis novelas tienen más humor que mis cuentos y mis cuentos, a su vez, tienen más humor que mis poemas. En esa destilación hacia la síntesis se va perdiendo el absurdo y va quedando una pasta un poco más densa. Y a mí me parece que la poesía y las palabras que van apareciendo y van atrapando cosas también me atrapan a mí de algún modo. Siento que la poesía es una actividad de riesgo. Soy más lúdica en las novelas, siento que es un terreno para jugar.
–El humor en los relatos es más sutil que en La piel dura, por ejemplo. Ahí usás el humor más abiertamente.
–Sí, lo que pasa es que en los relatos queda reducido a un mínimo moñito. En la novela tengo más espacio; tal vez en los relatos el humor queda reducido a dos frases, porque está todo más concentrado.
–El humor en los relatos aparece muchas veces asociado a la crueldad y lo siniestro. En realidad, es algo que atraviesa toda tu literatura. En ese sentido también me pareció que la foto de Marcos López era muy apropiada.
–La elegí yo. De hecho, elegí todas las tapas de mis libros.
–¿La que empuña el cuchillo en la tapa de este último libro sos vos?
–Sí, es una autofoto. En realidad son dos fotos, una mía y una de Paula Mariasch. Pero la del cuchillo soy yo. Estuve buscando fotos y ninguna me convencía, así que decidí producirla.
–Hablando del cuchillo, el cuento que da nombre al libro ¿es una parodia de Cortázar?
–Un poco, sí. Y también de esa manera de construir. A mí hay un libro que me tranquilizó mucho que es Del asesinato como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey. Cuando lo leí, me dije: “no es para preocuparse, todo esto que a mí me pasa ya le pasó a otro”. Lo leí hace como mil años, entonces yo siento que tengo el permiso de algunos maestros para utilizar las herramientas de otros modos. Evidentemente uno también es resultado de sus lecturas, pero a sus lecturas las elige uno.
–Sin embargo, es difícil encontrar influencias en tu literatura más allá del surrealismo.
–Lo que pasa es que yo escribo muy hacia adentro. No es tan simple encontrar ahí influencias porque yo tampoco adscribo a ninguna escuela; soy fanática de mi libertad.
–¿Pero qué autores te interesaron, en tus años de formación o ahora?
–Yo empecé leyendo teatro del absurdo. En general, me interesan los escritores que son dramaturgos: Beckett, Gombrowicz, Copi, Jean Genet. Casi todos son dramaturgos, y no sé si es casualidad. En general suele suceder que cuando un escritor que primero es narrador escribe para teatro escribe enormes parrafadas y escribe para nadie, no escribe para un actor. Escribe para sí mismo, para una platea, y se pone pretencioso, pesado, interesante… En cambio cuando es un dramaturgo el que escribe narrativa dota a los momentos de otra intensidad, es como si inyectara vitalidad y cuerpo a una idea.
También hay cierta influencia quevediana en lo que yo hago, aunque no tenga nada que ver. Lo leí en la escuela y quedé fascinada. También la lectura del Quijote, que me divirtió muchísimo, La Celestina, textos muy alocados, donde hay un erotismo extraño que también me interesa. Pero supongo que todas esas lecturas quedan palpitando en algún lugar del inconsciente y después se resuelven de un modo del que uno tampoco es tan responsable. Yo no sé si uno es responsable de su estilo.
–En uno de los cuentos, la narradora dice “la falta de variedad es la muerte”. Y yo pensé “acá debe estar hablando…”
–En contra de la pureza. Y de la escritura monótona. Pero lo pienso en todos los órdenes de la vida, no sólo en la literatura.
–El libro se lee un poco como una novela porque hay muchas situaciones repetidas, mucha gente al borde del suicidio…
–Las mujeres. Son las mujeres las que se suicidan y los hombres los que matan.
–En esto yo leía una referencia política muy sesgada.
–Los objetos que uno crea son, de algún modo, máquinas ideológicas. Desde la elección del punto de vista en adelante, todo implica una intervención sobre la realidad. Y uno puede presumir quién es ese que está del otro lado por las elecciones y los recortes que hace. Cuando vos empezás a escribir cualquier cosa, tenés el mundo; todo está por escribirse. Empezás a elegir por determinado sendero y se empieza a cortar el terreno; ese recorte que uno hace es profundamente ideológico. Yo creo que esa elección es mi modo de ser contemporánea con este caos sin nombrarlo. No me interesa ser fiel a lo coyuntural, a lo que parece que sucede. Siempre me sentí un poco fuera de lugar, posiblemente por el exilio, los múltiples cambios de domicilio y de lengua y esas cosas, y un poco fuera del tiempo, no en el sentido esotérico, sino que siento que hay como un continuo. Adelante y atrás me dan igual; no siento que hayan cambiado mucho los grandes temas, pero sí se presentan de modos nuevos. La violencia disfrazada de ley, por ejemplo, es más del siglo XX; la obscenidad actual, el exhibicionismo, el mostrar absolutamente todo para existir, me parece que es algo de lo que participa cierta ideología a la que uno adscribe sin preguntarse y pensando que las ideas han muerto. Se ha conseguido una cosa muy tremenda: que los actos no tengan nombre. Y la gente, yo incluida, se entrega a esto, a hacer un montón de cosas obsesivas o neuróticas.
–Más allá de tu mirada crítica ¿te atrae ese exhibicionismo? ¿Consumís, por ejemplo, trash televisivo?
–Televisivo no. Tengo Facebook, por ejemplo. Pero yo soy consciente de que estoy utilizando una herramienta. Creo que ya todo el mundo se dio cuenta. Pero también me parece muy interesante a nivel vincular. Da una sensación de saber quién sos, o quién es aquél al que estás visitando momentáneamente, y en realidad uno se edita, y para mí eso es un acto tan complejo como la publicación de un texto. Me interesa el componente poético que hay en eso, la síntesis a la que te obliga, y la construcción de una personalidad que no sé si es propia.
–En los relatos aparece mucho el tema del voyeurismo. Hay mucha gente que mira por las ventanas a sus vecinos. ¿A vos Facebook te sirve un poco para observar vidas ajenas?
–Sí, obvio. Y me sorprende que mucha gente comparta imágenes tan privadas.
–En tus libros hay varios personajes que sufren de esa neurosis exhibicionista.
–Sí. Es que yo creo que todos la padecemos en mayor o menor medida. Lo que pasa es que se ha viralizado. También se ha viralizado el deseo de tener un nombre y una cara asociada a ese nombre. Antes uno quería firmar las notas; ahora no es sólo la firma sino también la cara.
–¿Te interesa el arte contemporáneo? Te lo pregunto porque en tus textos se nota una apertura hacia otras formas como el cine, la música y sobre todo las artes plásticas.
–Sí, mucho. Me parece que, epistemológicamente hablando, avanzaron mucho más que la literatura, y tienen códigos mucho más complejos. En literatura, todavía estás luchando para lograr la simultaneidad de escenas, algo que ya está ampliamente superado. En el arte contemporáneo conviven varios lenguajes; la imagen es aceptada con más naturalidad que la palabra y a la vez impacta de otro modo. Estaba pensando en el escándalo que se armó con las obras de León Ferrari; todo eso generó muchísima molestia porque es algo absolutamente visible, algo a lo que cualquiera que pase por ahí tiene acceso. En la literatura, en cambio, te tenés que meter en el libro y ver qué sucede. Y no creo que haya muchos fanáticos religiosos que lean.
Me interesa que la literatura sea un riesgo para el que lee. A mí no me basta con que me cuenten un cuentito. Y me parece que en la literatura deberían convivir las otras artes. De hecho yo pienso mucho en términos de imágenes, en cuestiones que se manejan cuando uno construye visualmente un objeto: la contradicción, el claroscuro, el punto de vista, la perspectiva, las líneas en tensión, en que no todo esté plano. No somos egipcios. Hay mucho texto muy plano, que no tiene ni sombra.
–¿Te interesa la teoría?
–Sí. Pero me parece que es el texto el que lo tiene que decir y no yo. Hay grandes teóricos que, cuando se sientan a escribir ficción, son tediosos o ingenuos o se les nota demasiado el trazo grueso. Y si yo hay algo que no soy es teórica. Yo intento corporizar todo eso que otras cabezas más lúcidas que yo plantean de modo teórico. Para mí, fondo y forma narran juntas; el modo en que aparecen las cosas también es el conflicto.
–¿Cómo te llevás con la idea de lo posmoderno y la falta de referencias?
–Supuestamente lo posmoderno ya está perimido. Estamos sin palabra ahora. Me parece que esa falta de referencias dio el permiso para ser conservadores a muchos personajes de la cultura. Esta cuestión del fin de las ideologías dejó el terreno allanado para una suerte de mediocridad y mucho cinismo. Pero me parece que es un momento interesante para plantar la bandera de la anarquía en el mejor sentido del término; cada uno, como creador, debería construir su lógica y no repetir fórmulas. Me da la sensación de que, a nivel teórico, no hay mucho recambio de cabezas. Los grandes pensadores del siglo XX desaparecieron y ese hueco se nota mucho.
–Esto te lo preguntaba no sólo por vos sino también por tus personajes. Dan la sensación de estar perdidos por la falta de referencias sociales, como desenganchados, y muy pauperizados no sólo a nivel material sino también mental. Aunque lo contradictorio es que lo piensan con una sintaxis y una adjetivación que no serían propios de esos personajes.
Lo que pasa es que ahí está la elaboración. Si voy a hablar de gente simple, necesito un lenguaje más elaborado. Como cualquiera, yo estoy expuesta a un montón de situaciones absurdas y, cuando se las cuento a alguien cercano, me dicen “tenés que escribir eso”. Y yo digo “no, eso ya me pasó”. Uno no escribe sobre lo que ya le pasó, y estoy en contra de la escritura como fotografía de un momento pasado. Uno no es personaje de su ficción. Si no, es como el diario íntimo: el primer estadío de la escritura. En definitiva, mi anécdota personal es igual de aleatoria que cualquiera que yo pueda inventar; no me parece que lo vivido tenga más peso que lo imaginado. Me parece que, si un escritor se limita a hablar de su vecina, su literatura tiene mucho que ver con a dónde se haya mudado. Hay que construirse el silencio para sentarse a escribir. Y hay mucho ruido. Si voy a escribir personajes con ruido, tengo que pensar cuál es mi estrategia narrativa para hacerlo. Y nunca es la literalidad.
Para leer en el blog de Etena Cadencia, click en el título.
ETERNA CADENCIA
Fernanda García Lao habla del reciente volumen de cuentos Cómo usar un cuchillo.
Por Martín Líbster.

Cómo usar un cuchillo es la primera colección de relatos que Fernanda García Lao publica luego de cuatro novelas que recibieron premios y menciones en diversos concursos. Ahora, a contracorriente de la mayoría de sus colegas que suelen editar libros de cuentos como escalón previo a la novela, se lanza al terreno del relato breve: su último libro contiene 27 piezas cargadas de violencia, vísceras, humor sutil, personajes al borde del colapso mental y material y hasta un manual de instrucciones que explica, a la víctima y al victimario, cómo llevar a cabo un asesinato como Dios manda. Sus palabras se retuercen, se rebelan contra sí mismas y contra la estructura que las contiene y las oprime. Cuando logran zafarse, vuelan como cuchillos enloquecidos dirigidos al rostro del lector.
García Lao, por suerte, es mucho menos amenazante que sus textos: piensa mucho antes de hablar y lo que dice, al igual que lo que escribe, suele tener sentidos que se abren y se multiplican en la mente de quien la escucha. Se ríe con frecuencia, aun cuando habla de cosas serias y hasta un poco siniestras; también en este sentido ella y su literatura se parecen. Hablar con ella es un placer por su generosidad y por la lucidez con que analiza el proceso literario, su papel como escritora y algunas tendencias del arte y el mundo contemporáneo.
–Lo primero que te quería preguntar tiene que ver con el proceso de construcción del libro. Cuando uno lo lee, observa un estilo coherente y una temática recurrente, casi como si fuera una novela en relatos.
–Los cuentos son de distinta data, pero no la corrección del libro, que fue minutos antes de entregarlo. Ahí ya lo trabajé como una unidad. Incluso escribí varios en los últimos días; cuando ya había dado por terminado el libro, no pude menos que sentarme y escribir un par de cuentos más, que envié más tarde a la editorial. Pero había cuentos que tenían un par de años, que siempre formaron parte del libro. No me interesa el cuento como objeto a olvidar en una cartera, sino como parte integral de algo. Me interesa que los textos disputen un poco entre sí y que, a nivel del ritmo, esté logrado cierto sentido de la respiración. Estuve muy pendiente de la sucesión de los textos, y no me daba igual que fuera primero uno u otro. Como en un álbum de música, quedaron muchos temas afuera, y de la última selección eliminé algunos cuentos. Con Valeria Castro de Entropía vimos que todos los textos estuvieran a un nivel no digo parejo, porque eso es imposible… Y además uno trabaja mucho con el desnivel. Pero había cuentos que eran experimentos un poco más fallidos que los que quedaron, entonces decidí sacar un par de cuentos y en esos huecos escribí estos relatos nuevos, como nuevas miradas sobre eso que había quedado ahí.
–¿Te interesa lo fallido como material a publicar o sos perfeccionista?
–Depende de qué fallido estemos hablando. Yo llamo fallido en este caso a que las piezas no terminen de encajar; no me interesan los cuentos cerrados ni los cuentos perfectos. No creo en eso, no creo en el arte perfecto, pero soy bastante obsesiva en cuanto a la selección de las palabras, de la sintaxis, de las imágenes, de las tensiones. Eso lo trabajo como si no hubiera posibilidad de fallo. Pero no me interesan los textos donde observo preciosismo; me gusta que haya tensión, pero también me interesa que queden algunas hilachas que le dan verosimilitud a las cosas más insólitas. En la ficción, como en la construcción de una mentira, a veces uno habla de más para ser creído. Y ahí me parece que hay que recortar lo que queda fuera del universo del relato. Pero estos otros pliegues que uno no entiende muy bien de donde vienen, esos sectores de oscuridad, está bueno dejarlos así. Eso sería el fallido para mí, no intentar iluminarlo todo.
–En el libro hay algunas frases que tienen mucha ambigüedad sintáctica, y también hay ambigüedad en los narradores. La ambigüedad parece ser un tema que te interesa.
–Sí. A mí me interesaba también explorar con total libertad cada uno de esos mundos breves que imagino para dotarlos de cuestiones que tenía ganas de explorar, entre ellas el punto de vista y la puntuación, para probar e intentar hacer estallar algunas cosas que se imponen como convención de trabajo. Como cuando uno se pone a escribir un cuento y te dicen “Para escribir un cuento se necesita a, b, c, d…”.
–El decálogo del cuentista.
–Claro, que es algo que detesto y que tiene engañada a un montón de gente que piensa que hay una fórmula matemática que si uno maneja va a dar a luz algo interesante. Como yo no creo en esa premisa, tenía ganas de demostrarlo y de demostrármelo a mí misma y patear esas cuestiones que parecen casi dogmas. El arte dogmático es un imposible para mí.
– El libro todo el tiempo trata de desacomodar al lector, incluso desde la adjetivación o la sintaxis. Me imagino que esto es buscado.
–Yo te podría contestar que sí o que no y en ambos casos sería absolutamente veraz. Por un lado hay una cuestión de origen en mi modo de escribir que tiene que ver con eso. Mi primer libro de cuentos, que está inédito, se manejaba con los mismos parámetros. Y yo antes de eso no había escrito más que poemas espantosos, con el diccionario en la mano, jugando a saltar, jugando al corte. Porque por algún deseo oculto yo sabía que para que mi vida tuviera sentido tenía que escribir. No como profesión, sino como práctica vital. Y de pronto un día entendí lo que quería escribir y me senté y lo terminé en un mes, más o menos, de escritura diaria y alocada, como dictada. Después ese libro siguió creciendo. Y además no tenía nada que ver con mi vida cotidiana ni con ese presente, sino que era algo absolutamente… no sé si llamarlo “artificial”. Yo en ese momento estaba embarazada, y en lugar de asustarme por mi precocidad, me agarró como un “arrebato metafísico. Algo muy potente, en el que también estaba implicado mi cuerpo y todo ese misterio que se estaba produciendo ahí. Necesitaba equilibrar de un modo intelectual eso tan fuerte que estaba más allá de mí, pero que se producía en mí, para no quedar postergada por el evento que no paraba de crecer y multiplicarse. Entonces empecé a pensar un montón de cosas que eran como didascalias de una obra de teatro que no escribí, donde había vínculos extraños entre objetos y personas. Y ahí empezaron a aparecer un montón de objetos que hacen a la historia de una persona más allá de su cuerpo y sus rutinas, que son cosas que me resultan muy poco interesantes, objetos que tienen que ver con las elecciones de mundos que uno hace. Pero también tiene mucho que ver con la puesta en escena. Yo de algún modo pongo en escena, lo que pasa es que no está pensado para ser visto, sino para ser leído. Es como si postergara la presencia del espectador.
–En ese sentido, me pareció que la tapa de La piel dura, esa fotografía de Marcos López, estaba muy bien elegida, porque en el libro hay mucho de puesta en escena, no sólo en el argumento sino a nivel sintáctico. En este sentido, Cómo usar un cuchillo parece una radicalización de ese procedimiento. Tal vez por la forma breve; todo está mucho más concentrado.
–Yo disfruto mucho de la concentración, de “inquietar” situaciones. En realidad, cuando escribo novelas lo que más me cuesta son los enlaces, porque me gusta escribir núcleos. Por eso también salto tanto; en una página de una novela mía pareciera que pasan muchas cosas. Y eso es porque el detalle me aburre; tampoco me interesan las descripciones.
–Pero más allá de ese “recargamiento”, la prosa es muy vivaz.
–No es pesada; tiene algo de liviandad. Si la frase es un hilo, no le podés colgar tres kilos de ropa. Espero que la cosa fluctúe, que pase aire, que sucedan cosas en ese colgajo.
–¿Sos lectora de poesía?
–Sí. Leo y escribo poesía. Y esa ligereza de la que yo hablo viene emparentada con estas ráfagas de humor que en la poesía no aparecen. Mis novelas tienen más humor que mis cuentos y mis cuentos, a su vez, tienen más humor que mis poemas. En esa destilación hacia la síntesis se va perdiendo el absurdo y va quedando una pasta un poco más densa. Y a mí me parece que la poesía y las palabras que van apareciendo y van atrapando cosas también me atrapan a mí de algún modo. Siento que la poesía es una actividad de riesgo. Soy más lúdica en las novelas, siento que es un terreno para jugar.
–El humor en los relatos es más sutil que en La piel dura, por ejemplo. Ahí usás el humor más abiertamente.
–Sí, lo que pasa es que en los relatos queda reducido a un mínimo moñito. En la novela tengo más espacio; tal vez en los relatos el humor queda reducido a dos frases, porque está todo más concentrado.
–El humor en los relatos aparece muchas veces asociado a la crueldad y lo siniestro. En realidad, es algo que atraviesa toda tu literatura. En ese sentido también me pareció que la foto de Marcos López era muy apropiada.
–La elegí yo. De hecho, elegí todas las tapas de mis libros.
–¿La que empuña el cuchillo en la tapa de este último libro sos vos?
–Sí, es una autofoto. En realidad son dos fotos, una mía y una de Paula Mariasch. Pero la del cuchillo soy yo. Estuve buscando fotos y ninguna me convencía, así que decidí producirla.
–Hablando del cuchillo, el cuento que da nombre al libro ¿es una parodia de Cortázar?
–Un poco, sí. Y también de esa manera de construir. A mí hay un libro que me tranquilizó mucho que es Del asesinato como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey. Cuando lo leí, me dije: “no es para preocuparse, todo esto que a mí me pasa ya le pasó a otro”. Lo leí hace como mil años, entonces yo siento que tengo el permiso de algunos maestros para utilizar las herramientas de otros modos. Evidentemente uno también es resultado de sus lecturas, pero a sus lecturas las elige uno.
–Sin embargo, es difícil encontrar influencias en tu literatura más allá del surrealismo.
–Lo que pasa es que yo escribo muy hacia adentro. No es tan simple encontrar ahí influencias porque yo tampoco adscribo a ninguna escuela; soy fanática de mi libertad.
–¿Pero qué autores te interesaron, en tus años de formación o ahora?
–Yo empecé leyendo teatro del absurdo. En general, me interesan los escritores que son dramaturgos: Beckett, Gombrowicz, Copi, Jean Genet. Casi todos son dramaturgos, y no sé si es casualidad. En general suele suceder que cuando un escritor que primero es narrador escribe para teatro escribe enormes parrafadas y escribe para nadie, no escribe para un actor. Escribe para sí mismo, para una platea, y se pone pretencioso, pesado, interesante… En cambio cuando es un dramaturgo el que escribe narrativa dota a los momentos de otra intensidad, es como si inyectara vitalidad y cuerpo a una idea.
También hay cierta influencia quevediana en lo que yo hago, aunque no tenga nada que ver. Lo leí en la escuela y quedé fascinada. También la lectura del Quijote, que me divirtió muchísimo, La Celestina, textos muy alocados, donde hay un erotismo extraño que también me interesa. Pero supongo que todas esas lecturas quedan palpitando en algún lugar del inconsciente y después se resuelven de un modo del que uno tampoco es tan responsable. Yo no sé si uno es responsable de su estilo.
–En uno de los cuentos, la narradora dice “la falta de variedad es la muerte”. Y yo pensé “acá debe estar hablando…”
–En contra de la pureza. Y de la escritura monótona. Pero lo pienso en todos los órdenes de la vida, no sólo en la literatura.
–El libro se lee un poco como una novela porque hay muchas situaciones repetidas, mucha gente al borde del suicidio…
–Las mujeres. Son las mujeres las que se suicidan y los hombres los que matan.
–En esto yo leía una referencia política muy sesgada.
–Los objetos que uno crea son, de algún modo, máquinas ideológicas. Desde la elección del punto de vista en adelante, todo implica una intervención sobre la realidad. Y uno puede presumir quién es ese que está del otro lado por las elecciones y los recortes que hace. Cuando vos empezás a escribir cualquier cosa, tenés el mundo; todo está por escribirse. Empezás a elegir por determinado sendero y se empieza a cortar el terreno; ese recorte que uno hace es profundamente ideológico. Yo creo que esa elección es mi modo de ser contemporánea con este caos sin nombrarlo. No me interesa ser fiel a lo coyuntural, a lo que parece que sucede. Siempre me sentí un poco fuera de lugar, posiblemente por el exilio, los múltiples cambios de domicilio y de lengua y esas cosas, y un poco fuera del tiempo, no en el sentido esotérico, sino que siento que hay como un continuo. Adelante y atrás me dan igual; no siento que hayan cambiado mucho los grandes temas, pero sí se presentan de modos nuevos. La violencia disfrazada de ley, por ejemplo, es más del siglo XX; la obscenidad actual, el exhibicionismo, el mostrar absolutamente todo para existir, me parece que es algo de lo que participa cierta ideología a la que uno adscribe sin preguntarse y pensando que las ideas han muerto. Se ha conseguido una cosa muy tremenda: que los actos no tengan nombre. Y la gente, yo incluida, se entrega a esto, a hacer un montón de cosas obsesivas o neuróticas.
–Más allá de tu mirada crítica ¿te atrae ese exhibicionismo? ¿Consumís, por ejemplo, trash televisivo?
–Televisivo no. Tengo Facebook, por ejemplo. Pero yo soy consciente de que estoy utilizando una herramienta. Creo que ya todo el mundo se dio cuenta. Pero también me parece muy interesante a nivel vincular. Da una sensación de saber quién sos, o quién es aquél al que estás visitando momentáneamente, y en realidad uno se edita, y para mí eso es un acto tan complejo como la publicación de un texto. Me interesa el componente poético que hay en eso, la síntesis a la que te obliga, y la construcción de una personalidad que no sé si es propia.
–En los relatos aparece mucho el tema del voyeurismo. Hay mucha gente que mira por las ventanas a sus vecinos. ¿A vos Facebook te sirve un poco para observar vidas ajenas?
–Sí, obvio. Y me sorprende que mucha gente comparta imágenes tan privadas.
–En tus libros hay varios personajes que sufren de esa neurosis exhibicionista.
–Sí. Es que yo creo que todos la padecemos en mayor o menor medida. Lo que pasa es que se ha viralizado. También se ha viralizado el deseo de tener un nombre y una cara asociada a ese nombre. Antes uno quería firmar las notas; ahora no es sólo la firma sino también la cara.
–¿Te interesa el arte contemporáneo? Te lo pregunto porque en tus textos se nota una apertura hacia otras formas como el cine, la música y sobre todo las artes plásticas.
–Sí, mucho. Me parece que, epistemológicamente hablando, avanzaron mucho más que la literatura, y tienen códigos mucho más complejos. En literatura, todavía estás luchando para lograr la simultaneidad de escenas, algo que ya está ampliamente superado. En el arte contemporáneo conviven varios lenguajes; la imagen es aceptada con más naturalidad que la palabra y a la vez impacta de otro modo. Estaba pensando en el escándalo que se armó con las obras de León Ferrari; todo eso generó muchísima molestia porque es algo absolutamente visible, algo a lo que cualquiera que pase por ahí tiene acceso. En la literatura, en cambio, te tenés que meter en el libro y ver qué sucede. Y no creo que haya muchos fanáticos religiosos que lean.
Me interesa que la literatura sea un riesgo para el que lee. A mí no me basta con que me cuenten un cuentito. Y me parece que en la literatura deberían convivir las otras artes. De hecho yo pienso mucho en términos de imágenes, en cuestiones que se manejan cuando uno construye visualmente un objeto: la contradicción, el claroscuro, el punto de vista, la perspectiva, las líneas en tensión, en que no todo esté plano. No somos egipcios. Hay mucho texto muy plano, que no tiene ni sombra.
–¿Te interesa la teoría?
–Sí. Pero me parece que es el texto el que lo tiene que decir y no yo. Hay grandes teóricos que, cuando se sientan a escribir ficción, son tediosos o ingenuos o se les nota demasiado el trazo grueso. Y si yo hay algo que no soy es teórica. Yo intento corporizar todo eso que otras cabezas más lúcidas que yo plantean de modo teórico. Para mí, fondo y forma narran juntas; el modo en que aparecen las cosas también es el conflicto.
–¿Cómo te llevás con la idea de lo posmoderno y la falta de referencias?
–Supuestamente lo posmoderno ya está perimido. Estamos sin palabra ahora. Me parece que esa falta de referencias dio el permiso para ser conservadores a muchos personajes de la cultura. Esta cuestión del fin de las ideologías dejó el terreno allanado para una suerte de mediocridad y mucho cinismo. Pero me parece que es un momento interesante para plantar la bandera de la anarquía en el mejor sentido del término; cada uno, como creador, debería construir su lógica y no repetir fórmulas. Me da la sensación de que, a nivel teórico, no hay mucho recambio de cabezas. Los grandes pensadores del siglo XX desaparecieron y ese hueco se nota mucho.
–Esto te lo preguntaba no sólo por vos sino también por tus personajes. Dan la sensación de estar perdidos por la falta de referencias sociales, como desenganchados, y muy pauperizados no sólo a nivel material sino también mental. Aunque lo contradictorio es que lo piensan con una sintaxis y una adjetivación que no serían propios de esos personajes.
Lo que pasa es que ahí está la elaboración. Si voy a hablar de gente simple, necesito un lenguaje más elaborado. Como cualquiera, yo estoy expuesta a un montón de situaciones absurdas y, cuando se las cuento a alguien cercano, me dicen “tenés que escribir eso”. Y yo digo “no, eso ya me pasó”. Uno no escribe sobre lo que ya le pasó, y estoy en contra de la escritura como fotografía de un momento pasado. Uno no es personaje de su ficción. Si no, es como el diario íntimo: el primer estadío de la escritura. En definitiva, mi anécdota personal es igual de aleatoria que cualquiera que yo pueda inventar; no me parece que lo vivido tenga más peso que lo imaginado. Me parece que, si un escritor se limita a hablar de su vecina, su literatura tiene mucho que ver con a dónde se haya mudado. Hay que construirse el silencio para sentarse a escribir. Y hay mucho ruido. Si voy a escribir personajes con ruido, tengo que pensar cuál es mi estrategia narrativa para hacerlo. Y nunca es la literalidad.
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martes, mayo 14, 2013
García Lao, Cómo usar un cuchillo
Instrucciones a mí misma para pensar cómo usar un cuchillo.
Por Mariana Komiseroff
Revista Otro cielo

Pongo música francesa. Ésta música me acompaña tácitamente desde hace años, pero no es una compañera muy fiel. ¿O debo decir que la infiel soy yo? A veces incursiono por otros universos sonoros, pero hoy termino de leer Cómo usar un cuchillo de Fernanda García Lao, me siento a escribir y casi de manera instintiva armo una lista de reproducción que arranca con Paris Combo, pasea por “Siberie m’etait Contée” de Manu Chao, y llega a Pauline Croze pasando indefectiblemente por Yan Tiersen y Edith Piaf. “La falta de variedad es la muerte”, escupe Rudolf en este libro. Voy eliminando los temas hasta quedarme sola con el gorrión. Cierro los ojos atravesada por la música de “Le petit monsier triste”, cargada de la lectura de los cuentos y siento un filo que me abre la boca del estómago.
Miro las marcas que hice en el texto. «Me asustan las miradas tibias», dice en “Desierto al revés” y me lleva a pensar en los narradores. Sorprenden: nunca son inocentes Un ejemplo de esta delicadeza es “Eclosión”, mi cuento preferido del libro, dónde una mujer virgen de treinta y seis años se masturba pensando en el vecino después de comer pulpo y se embaraza a sí misma. «Un proyecto de pulpo ha quedado oculto bajo la lengua y terminará siendo fecundado en un orgasmo extravagante: ella lo traslada de su boca a su cloaca de hembra». En este cuento la autora construye un narrador en apariencia no involucrado que sale a la luz en una última frase. La historia no se modifica pero nos obliga a preguntarnos quién es ese testigo que nos la cuenta.
Releo y copio los párrafos que marqué en el libro. Descubro párrafos completos que funcionan como perfectos microrrelatos. Extracto de “Sentencia”: «A los once, sus ojos se llenaron de muerte. En un accidente doméstico, sus padres explotaron por el aire al compás de la caldera. El fuego la dejó sola, con sus ojeras azules. Se quedó con la bolsa de lácteos, contemplando el desastre. El pasado había fagocitado de un bocado a su familia. Y a la biblioteca. Amalia sonrío, excedida de infortunio». Fragmento de “Sótano: ser de abajo” (cuento que viene con mapa de ubicación): «Mi hija parece una sandalia. Toda al descubierto. La tapo para no verla. Me turba su presencia. Y el sentimiento es mutuo. Un día no va a venir. Ya huele a hombres que la siguen. Tiene semen en el horizonte».
Leo los cuentos en voz alta. Leí varias veces “Libidine” porque más allá de ser un cuento impecable y original, me gusta como suena. Pienso en Ivonne Bordelois que en Etimología de las pasiones dice que las palabras, como nuestros cuerpos, se resisten y hacen ruidos, toda clase de ruidos, que las palabras son ruido e idea y que también están hechas de aire rudamente modulado por la garganta, los dientes, la lengua y siguen teniendo mucho de los primeros gruñidos, cercanos a los de los primates que estuvieron en su origen.
Pienso en escritores con el cuerpo muerto. Hay autores que reniegan del cuerpo, aunque no lo asuman o no lo sepan, eso se siente en la lectura. Como dijo Foucault, «si la sexualidad está reprimida, destinada a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de ella produce una transgresión deliberada». Pero más allá de eso hay autores que pueden hablar de sexo y aun así su literatura puede carecer de él, del componente animal. Tal vez sin proponérselo comulgan con esa idea de Aristóteles de que todas las pasiones son malas si conducen a la desmesura. Y hay resultados muy interesantes pero no me entusiasman particularmente. En cambio Fernanda García Lao sostiene el lenguaje con narradores y personajes con cuerpos vivos, con latidos y circuitos de fluidos. Los desnuda y embellece en un manual de instrucciones cruel: «Hay algo sucio en tu persona. Se te intuye la humedad y el jugo. Tengo una sed terrible, me voy a atragantar y voy a dejar que me mojes los zapatos».
Me distraigo y recuerdo cosas que mejor olvidar. Le envío un mensaje a mi amiga contándole un comentario mala leche de alguien. Ella me responde: hay que sacar el cuchillo”. Y yo: “hay que saber cómo usarlo”.
Presto atención a la música. Suena “La vie en Rose”. Una balada francesa cantada con la garganta, por momentos apenas un sonido gutural onomatopéyico. Algo en el ritmo invita a moverse. Se escucha bien, se disfruta, pero se puede percibir por debajo cierta oscuridad, la sensación de que cualquier cosa puede venir a modificarnos el baile agradable. El lenguaje de Cómo usar un cuchillo es musical y perturbador como un tema de la Piaf, como una cajita de música o la risa de un niño en una película de terror.
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Por Mariana Komiseroff
Revista Otro cielo

Pongo música francesa. Ésta música me acompaña tácitamente desde hace años, pero no es una compañera muy fiel. ¿O debo decir que la infiel soy yo? A veces incursiono por otros universos sonoros, pero hoy termino de leer Cómo usar un cuchillo de Fernanda García Lao, me siento a escribir y casi de manera instintiva armo una lista de reproducción que arranca con Paris Combo, pasea por “Siberie m’etait Contée” de Manu Chao, y llega a Pauline Croze pasando indefectiblemente por Yan Tiersen y Edith Piaf. “La falta de variedad es la muerte”, escupe Rudolf en este libro. Voy eliminando los temas hasta quedarme sola con el gorrión. Cierro los ojos atravesada por la música de “Le petit monsier triste”, cargada de la lectura de los cuentos y siento un filo que me abre la boca del estómago.
Miro las marcas que hice en el texto. «Me asustan las miradas tibias», dice en “Desierto al revés” y me lleva a pensar en los narradores. Sorprenden: nunca son inocentes Un ejemplo de esta delicadeza es “Eclosión”, mi cuento preferido del libro, dónde una mujer virgen de treinta y seis años se masturba pensando en el vecino después de comer pulpo y se embaraza a sí misma. «Un proyecto de pulpo ha quedado oculto bajo la lengua y terminará siendo fecundado en un orgasmo extravagante: ella lo traslada de su boca a su cloaca de hembra». En este cuento la autora construye un narrador en apariencia no involucrado que sale a la luz en una última frase. La historia no se modifica pero nos obliga a preguntarnos quién es ese testigo que nos la cuenta.
Releo y copio los párrafos que marqué en el libro. Descubro párrafos completos que funcionan como perfectos microrrelatos. Extracto de “Sentencia”: «A los once, sus ojos se llenaron de muerte. En un accidente doméstico, sus padres explotaron por el aire al compás de la caldera. El fuego la dejó sola, con sus ojeras azules. Se quedó con la bolsa de lácteos, contemplando el desastre. El pasado había fagocitado de un bocado a su familia. Y a la biblioteca. Amalia sonrío, excedida de infortunio». Fragmento de “Sótano: ser de abajo” (cuento que viene con mapa de ubicación): «Mi hija parece una sandalia. Toda al descubierto. La tapo para no verla. Me turba su presencia. Y el sentimiento es mutuo. Un día no va a venir. Ya huele a hombres que la siguen. Tiene semen en el horizonte».
Leo los cuentos en voz alta. Leí varias veces “Libidine” porque más allá de ser un cuento impecable y original, me gusta como suena. Pienso en Ivonne Bordelois que en Etimología de las pasiones dice que las palabras, como nuestros cuerpos, se resisten y hacen ruidos, toda clase de ruidos, que las palabras son ruido e idea y que también están hechas de aire rudamente modulado por la garganta, los dientes, la lengua y siguen teniendo mucho de los primeros gruñidos, cercanos a los de los primates que estuvieron en su origen.
Pienso en escritores con el cuerpo muerto. Hay autores que reniegan del cuerpo, aunque no lo asuman o no lo sepan, eso se siente en la lectura. Como dijo Foucault, «si la sexualidad está reprimida, destinada a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de ella produce una transgresión deliberada». Pero más allá de eso hay autores que pueden hablar de sexo y aun así su literatura puede carecer de él, del componente animal. Tal vez sin proponérselo comulgan con esa idea de Aristóteles de que todas las pasiones son malas si conducen a la desmesura. Y hay resultados muy interesantes pero no me entusiasman particularmente. En cambio Fernanda García Lao sostiene el lenguaje con narradores y personajes con cuerpos vivos, con latidos y circuitos de fluidos. Los desnuda y embellece en un manual de instrucciones cruel: «Hay algo sucio en tu persona. Se te intuye la humedad y el jugo. Tengo una sed terrible, me voy a atragantar y voy a dejar que me mojes los zapatos».
Me distraigo y recuerdo cosas que mejor olvidar. Le envío un mensaje a mi amiga contándole un comentario mala leche de alguien. Ella me responde: hay que sacar el cuchillo”. Y yo: “hay que saber cómo usarlo”.
Presto atención a la música. Suena “La vie en Rose”. Una balada francesa cantada con la garganta, por momentos apenas un sonido gutural onomatopéyico. Algo en el ritmo invita a moverse. Se escucha bien, se disfruta, pero se puede percibir por debajo cierta oscuridad, la sensación de que cualquier cosa puede venir a modificarnos el baile agradable. El lenguaje de Cómo usar un cuchillo es musical y perturbador como un tema de la Piaf, como una cajita de música o la risa de un niño en una película de terror.
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sábado, mayo 11, 2013
Escribo lo que suena en mi cabeza
En su libro de relatos "Cómo usar un cuchillo", Fernanda García Lao convoca una gran diversidad de personajes sórdidos y conflictivos en el marco de situaciones crueles y absurdas, pero donde el gran protagonista es una escritura entre lírica y narrativa y con mucho humor negro.
10/05/2013 19:27 | Gustavo Pablos
La Voz del Interior
CiudadX
En la Feria del Libro de Guadalajara 2011 se dijo de Fernanda García Lao que era uno de los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana. Ahora acaba de publicar el libro de relatos Cómo usar un cuchillo (Editorial Entropía), el quinto después de las novelas Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura y Vagabunda.
La mayoría de estos textos breves tienen su origen en una matriz onírica o en el espesor de una escritura que le da a una intuición o imagen apenas entrevista un sustrato extraño y nunca verosímil o realista. La escritura sigue un registro entre lírico y narrativo y esquiva los esquemas más o menos transitados para apostar, en todo caso, a la creación de fragmentos confesionales, escenas sueltas o abiertas, introspecciones desenfadadas. En este marco de argumentos astillados una voz casi siempre descarnada y visceral avanza y exhibe los mínimos elementos de una situación que apenas se arma y ya se pasa a la siguiente.
El comienzo esquivo e indecidible de "Desierto al revés" es un ejemplo: "Cómo confundí tu oreja con el plato de canapés, no sé. Pero allí estaba. Blanda como una nalga muerta. Recién al morderla te descubrí. Eras tan apetecible como tu lóbulo. Aquella dentellada anticipó lo que vendría después: una velada difícil". O también el de "Juicio Final": "Usted llegó con los pantalones de otro, no sonreía, tenía unas ojeras horribles. Susurraba algo que no pudimos entender. Fueron sus últimas palabras libres. Después se produjo un gran silencio. En la mano izquierda apretaba un poco de pelo. Pelo de vieja teñida. ¿A quién se lo arrancó?".
En "Rudolf", un vendedor de raíces llega a un pueblo y una de sus variedades, un bulbo, terminará modificando la vida de sus habitantes y adueñándose de todo; en "Tiburones con rodete", un concurso de belleza destina a sus participantes un sinfín de desgracias; en "Mesita", el narrador decide dejar en la escena del crimen un cuchillo encima de la mesa del teléfono para así conferirle al mueble algo de protagonismo; en "Navidad impúdica", una familia es testigo de cómo la empleada doméstica enloquece la tarde del 24.
"Son 27 mundos en donde hay de todo –cuenta García Lao sobre el origen de estos relatos-. Un mínimo porcentaje llegó de noticias que leí por ahí y que me inquietaron. Noticias que instalaban una duda, sin lógica a la vista. En otros casos es el inconsciente el que me dictaba las primeras frases, esas engendraban a las que siguen y así. Sólo tengo que estar atenta, es casi como escuchar. Escribo lo que escucho, lo que suena en mi cabeza".
Por una ficción oscura
Para la autora la realidad es "una usina de sinsentido" y no le parece que el mundo "sea un lugar simple, ordenado y sin fisuras".
"El realismo tuvo su razón de ser en el siglo XIX. La reproducción ya no tiene sentido, lo social es múltiple, está desencajado. Y por eso falsificar escenitas simples y hacerlas pasar por ficción me parece una operación poco interesante", afirma. Y añade: "Prefiero asumir la oscuridad, borrar lo ordinario y apuntar al detalle insólito: a quién le pasa qué y cómo lo escribo".
García Lao es hija de periodistas que debieron exiliarse, durante la última dictadura, en España, y allí vivió ella hasta 1993. Además de narradora es cantante y actriz, tiene varias obras de teatro en su haber, y con muchas de ellas ha recorrido el continente como actriz, oficio que también la llevó al cine en varias ocasiones.
En sus libros anteriores ya estaba presente esa capacidad para mirar y narrar desde la conciencia de personajes por momentos absurdos y delirantes, cuyas acciones y pensamientos parecen responder a una lógica que está más allá -por encima o por debajo- de lo convencional.
–¿De dónde surge la comunión con esta clase de personajes y/o narradores?
–Creo que de mi entrenamiento actoral he aprovechado el hecho de asumir el personaje desde la encarnación misma de un pensamiento, una rutina, una particularidad física, un modo lingüístico. Aplicado a la narrativa, puedo detenerme en la creación de espacios de conciencia más amplios, de mayor complejidad. Y encontrar diversas perspectivas, puntos de vista. Construir cuerpos con palabras, ideas, con presunción de profundidad. No conozco a nadie que sea plano, que no tenga aristas absurdas, deseos que a simple vista ni sospechás. Hay mucha preocupación por que se vea el personaje en algunos autores. A mí me interesa que se sienta que hay alguien ahí. Me da igual si tiene el pelo negro o gris.
–Este es el primer libro de cuentos que publicás. ¿Fue fácil el trabajo con textos breves?
–Yo soy breve por naturaleza, de hecho empecé escribiendo textos híper concentrados en sí mismos. De no más de 10 líneas. Así que en mi caso, debo hacer el esfuerzo inverso cuando escribo novela. Y es que me aburren los enlaces. Me gusta la velocidad, escribo rápido, de una sentada. Cuando corrijo ya estoy más tranquila y puedo permitirme el lujo de estar algunos días frente a los textos.
Las palabras
En estos relatos la prosa avanza y actúa como un cuchillo que deja jirones a un costado y desdibuja o deja en un segundo plano la anécdota. "Para mí el lenguaje es siempre el protagonista, más que la acción. Y en este libro quise hacer foco, cerrarme sobre las palabras. Abordar la sintaxis como un elemento más en conflicto -reflexiona la autora-. Me gusta pensar que no hay distancia entre fondo y forma, que hay simbiosis entre lo que se dice y el cómo. La excusa del asunto sigue estando, pero es opacada por el estado de la narración, en tensión permanente".
Si bien se trata de un mundo de personajes sórdidos, oscuros, por momentos patéticos, siempre conflictivos, hay un humor no adherido desde afuera a la frase sino que es más bien su condición de posibilidad, y que compensa la supremacía de la muerte, la crueldad, la destrucción, el absurdo y la metamorfosis física o emotiva. "Creo que vengo un poco así de fábrica, con humor afilado. Hubiera sido raro que no apareciera en mi literatura", dice García Lao. Y añade: "De cualquier manera, en la vida no soy tan negra. Pero hay algo lúdico presente, y la muerte es parte del juego. Prefiero reírme de ella. Como dice el narrador de 'Bisturí': 'Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo'. Le anulo solemnidad, la convierto en un personaje más de lo patético".
Cómo usar un cuchillo
Fernanda García Lao
Editorial Entropía
Buenos Aires
140 páginas
$ 69
Perfil
Fernanda García Lao nació en Mendoza y estudió piano, danza clásica, actuación y periodismo. Ha escrito y dirigido varias piezas teatrales. Publicó las novelas Muerta de hambre (1º Premio del Fondo Nacional de las Artes), La perfecta otra cosa (3º Premio Cortázar), La piel dura y Vagabundas. Colabora en distintas publicaciones en Latinoamérica y Europa. Su obra ha sido publicada en la Argentina y en Francia.
Para leer la nota en La voz del Interior, click en el título.
lunes, abril 22, 2013
Al filo
Dramaturga, gran lectora de teatro, preocupada por el rol de los diálogos, Fernanda García Lao es sin dudas una singularidad de la narrativa argentina. Cómo usar un cuchillo la confirma en esa originalidad y la muestra como una escritora capaz de explorar la fantasía, el humor y el lado escatológico de la vida.
RADAR LIBROS
DOMINGO, 21 DE ABRIL DE 2013
Por Ana Fornaro

El año pasado, cuando estaba en París, Fernanda García Lao visitó por primera vez la tumba de Baudelaire. No había una lápida, sólo unas flores azules que la desconcertaron. Para esta escritora mendocina, exiliada de chica a España y repatriada de grande, el poeta francés seguía vivo. En alguna parte, en algún lugar. Pero lo que encontró fue un pedazo de tierra convertido en mausoleo. La muerte del héroe del mal se hizo patente y lloró a moco tendido. Espantó turistas. Ese fue su homenaje.
Dramaturga, poeta y novelista, García Lao fue considerada en 2011 como “uno de los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana” en la Feria de Guadalajara. Después de varias obras de teatro y cuatro novelas (Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura y Vagabundas) publica ahora Cómo usar un cuchillo, un libro de relatos inclasificables que integran listas, manuales, radiografías de espacios y cuentos que son poemas o poemas que eligen narrar. Mata a todos, o a casi todos. Le da rienda suelta a su instinto asesino y pocos personajes sobreviven. García Lao se ríe mucho. En sus textos y en la vida. Porque el brote fantástico –tan presente en su literatura– suele nutrirse del humor.
¿Cómo fue el pasaje de la dramaturgia a la narrativa? ¿Qué te llevó a mudarte de género?
–En realidad fueron actividades paralelas siempre. Era más visible lo teatral y lo otro crecía a la sombra. Yo empecé a escribir relatos desde chica y después me puse a escribir dramaturgia. Pero sobre todo era una gran lectora de teatro. Yo imaginaba todo, leía pensando en puestas en escena. Todo eso empezó de adolescente. El teatro del absurdo fue una gran escuela para los diálogos que para mí son vitales. Creo que muchas veces en la narrativa se olvidan. A mí me gusta escuchar a los personajes en la vía directa. Prefiero recurrir a la voz concreta.
En Cómo usar un cuchillo hay una escritura performativa, de palabras convirtiéndose en acciones. ¿Buscaste deliberadamente ese movimiento?
–Sí. Para mí las protagonistas del libro son las palabras y el modo en que se alían para crear sentido. Siempre recurrí a diferentes disparadores y que tienen que ver con concentrar, nuclear. Las palabras como un ejército alucinado que no puedo manejar. Hay mucho de escritura automática, abrirse al inconsciente, olvidarse del presente. Aparece todo lo que uno calla para vivir socialmente. Como cuando me despierto de un sueño y me pongo a escribir todo eso que pasó en el otro mundo. No creo en la causalidad. El naturalismo es mentira.
En este libro hay mucha oscuridad, pasa de lo gótico a lo gore. Lo escatológico, el asco y la náusea están presentes en casi todos los relatos. ¿Qué estabas buscando?
–El asco me parece que es una emoción muy activa. No es paralizante. El asco provoca físicamente alteraciones. Está la náusea, el vómito. Algo muy sartreano, obviamente. El asco está muy emparentado con este momento que vivimos, en que hay tanta saturación, exceso y eso lo provoca. Creo que son manifestaciones físicas a la vida absurda que pretendemos llevar. Y yo veo mucha gente que quiere manipular sus vidas con actividades y el cuerpo las vive traicionando. El cuerpo necesita otras cosas. No sé muy bien cuáles. Tampoco sé de dónde me vienen esas imágenes. Lo que sí sé es que cuando estoy escribiendo sobre fluidos, sangre y cuchillos, dejo de ir por un tiempo a la carnicería. Lo que pasa fuera de los textos empieza a impresionarme.
La mayor parte de los personajes de tus cuentos derrapan, pierden el control.
–Yo sentí eso mucho tiempo en mi vida. Porque me llevaron a España de chica en el exilio y no fue mi decisión. Después mi viejo se murió de un día para el otro, nos volvimos a Mendoza, y los planes empezaron a parecerme una estupidez. Pasé una etapa muy anárquica. Me transformé en una terrorista de los planes. Y creo que eso también se refleja en la escritura. Yo no trazo un mapa antes de ponerme a escribir. No construyo castillos en el aire...Si ni siquiera tengo un ladrillo.
La náusea
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Fernanda García Lao tiene una prosa extraña, una escritura que parece venir de un lugar que no es humano, ni siquiera terrestre. Si las palabras tuvieran un revés, un negativo, ésa sería su materia prima. Cómo usar un cuchillo es un ejemplo extremado de estos mecanismos del lenguaje. Se presenta como un libro de cuentos pero el lector se encuentra con fragmentos de algo que podría ser más grande, como si las historias ya estuvieran empezadas y los personajes –condenados– se mostraran justo en el momento en que llegan al límite. Muchas veces no sabemos qué los llevó a estar así o si, simplemente, el malestar, la náusea, y el asco son los elementos constitutivos de esas vidas instaladas en ambientes que los encorsetan. Extrañamiento, absurdo y una belleza que sólo se encuentra en el mal evocan cuentos, poemas y autores de otros tiempos. Desde Mary Shelley hasta Baudelaire, pasando por Beckett y Poe. El libro empieza con “No hay mantra”, un texto que podría funcionar de prólogo o declaración de intenciones. Es el diferente, el más próximo a la voz de la autora y a su vez el que anticipa lo que se viene. “Sí, ya sé. Reencarnaré en algo inmundo. Invertebrado. Cuanto menos actividad cerebral, mejor. Volveré como miniatura helada. Mi buda será de cristal. No me rompan.”
El resto de los 26 relatos, cambian varios registros, rompen con las causalidades al elegir lo fragmentario y lo onírico. Pero no hay caos. La anarquía va por otro lado. Se siente en el exceso, en los cuerpos siempre expuestos, deseantes, en el alcohol, la carne, el sexo y la muerte. Mucha sangre corre en el libro; casi una carnicería. Cómo usar un cuchillo es un combo multiforme donde el humor se agazapa pero está presente todo el tiempo. Los relatos “Sótano” “Chalet” y “Buenos Aires” valen el libro entero y se transforman en estudios sobre espacios. El manual de instrucciones, “Cómo usar un cuchillo”, que le da nombre al libro, es el más brillante. Y el que da más miedo.
Click en el título para ir a la nota.
RADAR LIBROS
DOMINGO, 21 DE ABRIL DE 2013
Por Ana Fornaro

El año pasado, cuando estaba en París, Fernanda García Lao visitó por primera vez la tumba de Baudelaire. No había una lápida, sólo unas flores azules que la desconcertaron. Para esta escritora mendocina, exiliada de chica a España y repatriada de grande, el poeta francés seguía vivo. En alguna parte, en algún lugar. Pero lo que encontró fue un pedazo de tierra convertido en mausoleo. La muerte del héroe del mal se hizo patente y lloró a moco tendido. Espantó turistas. Ese fue su homenaje.
Dramaturga, poeta y novelista, García Lao fue considerada en 2011 como “uno de los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana” en la Feria de Guadalajara. Después de varias obras de teatro y cuatro novelas (Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura y Vagabundas) publica ahora Cómo usar un cuchillo, un libro de relatos inclasificables que integran listas, manuales, radiografías de espacios y cuentos que son poemas o poemas que eligen narrar. Mata a todos, o a casi todos. Le da rienda suelta a su instinto asesino y pocos personajes sobreviven. García Lao se ríe mucho. En sus textos y en la vida. Porque el brote fantástico –tan presente en su literatura– suele nutrirse del humor.
¿Cómo fue el pasaje de la dramaturgia a la narrativa? ¿Qué te llevó a mudarte de género?
–En realidad fueron actividades paralelas siempre. Era más visible lo teatral y lo otro crecía a la sombra. Yo empecé a escribir relatos desde chica y después me puse a escribir dramaturgia. Pero sobre todo era una gran lectora de teatro. Yo imaginaba todo, leía pensando en puestas en escena. Todo eso empezó de adolescente. El teatro del absurdo fue una gran escuela para los diálogos que para mí son vitales. Creo que muchas veces en la narrativa se olvidan. A mí me gusta escuchar a los personajes en la vía directa. Prefiero recurrir a la voz concreta.
En Cómo usar un cuchillo hay una escritura performativa, de palabras convirtiéndose en acciones. ¿Buscaste deliberadamente ese movimiento?
–Sí. Para mí las protagonistas del libro son las palabras y el modo en que se alían para crear sentido. Siempre recurrí a diferentes disparadores y que tienen que ver con concentrar, nuclear. Las palabras como un ejército alucinado que no puedo manejar. Hay mucho de escritura automática, abrirse al inconsciente, olvidarse del presente. Aparece todo lo que uno calla para vivir socialmente. Como cuando me despierto de un sueño y me pongo a escribir todo eso que pasó en el otro mundo. No creo en la causalidad. El naturalismo es mentira.
En este libro hay mucha oscuridad, pasa de lo gótico a lo gore. Lo escatológico, el asco y la náusea están presentes en casi todos los relatos. ¿Qué estabas buscando?
–El asco me parece que es una emoción muy activa. No es paralizante. El asco provoca físicamente alteraciones. Está la náusea, el vómito. Algo muy sartreano, obviamente. El asco está muy emparentado con este momento que vivimos, en que hay tanta saturación, exceso y eso lo provoca. Creo que son manifestaciones físicas a la vida absurda que pretendemos llevar. Y yo veo mucha gente que quiere manipular sus vidas con actividades y el cuerpo las vive traicionando. El cuerpo necesita otras cosas. No sé muy bien cuáles. Tampoco sé de dónde me vienen esas imágenes. Lo que sí sé es que cuando estoy escribiendo sobre fluidos, sangre y cuchillos, dejo de ir por un tiempo a la carnicería. Lo que pasa fuera de los textos empieza a impresionarme.
La mayor parte de los personajes de tus cuentos derrapan, pierden el control.
–Yo sentí eso mucho tiempo en mi vida. Porque me llevaron a España de chica en el exilio y no fue mi decisión. Después mi viejo se murió de un día para el otro, nos volvimos a Mendoza, y los planes empezaron a parecerme una estupidez. Pasé una etapa muy anárquica. Me transformé en una terrorista de los planes. Y creo que eso también se refleja en la escritura. Yo no trazo un mapa antes de ponerme a escribir. No construyo castillos en el aire...Si ni siquiera tengo un ladrillo.
La náusea
.png)
Fernanda García Lao tiene una prosa extraña, una escritura que parece venir de un lugar que no es humano, ni siquiera terrestre. Si las palabras tuvieran un revés, un negativo, ésa sería su materia prima. Cómo usar un cuchillo es un ejemplo extremado de estos mecanismos del lenguaje. Se presenta como un libro de cuentos pero el lector se encuentra con fragmentos de algo que podría ser más grande, como si las historias ya estuvieran empezadas y los personajes –condenados– se mostraran justo en el momento en que llegan al límite. Muchas veces no sabemos qué los llevó a estar así o si, simplemente, el malestar, la náusea, y el asco son los elementos constitutivos de esas vidas instaladas en ambientes que los encorsetan. Extrañamiento, absurdo y una belleza que sólo se encuentra en el mal evocan cuentos, poemas y autores de otros tiempos. Desde Mary Shelley hasta Baudelaire, pasando por Beckett y Poe. El libro empieza con “No hay mantra”, un texto que podría funcionar de prólogo o declaración de intenciones. Es el diferente, el más próximo a la voz de la autora y a su vez el que anticipa lo que se viene. “Sí, ya sé. Reencarnaré en algo inmundo. Invertebrado. Cuanto menos actividad cerebral, mejor. Volveré como miniatura helada. Mi buda será de cristal. No me rompan.”
El resto de los 26 relatos, cambian varios registros, rompen con las causalidades al elegir lo fragmentario y lo onírico. Pero no hay caos. La anarquía va por otro lado. Se siente en el exceso, en los cuerpos siempre expuestos, deseantes, en el alcohol, la carne, el sexo y la muerte. Mucha sangre corre en el libro; casi una carnicería. Cómo usar un cuchillo es un combo multiforme donde el humor se agazapa pero está presente todo el tiempo. Los relatos “Sótano” “Chalet” y “Buenos Aires” valen el libro entero y se transforman en estudios sobre espacios. El manual de instrucciones, “Cómo usar un cuchillo”, que le da nombre al libro, es el más brillante. Y el que da más miedo.
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domingo, abril 21, 2013
A fondo
VIERNES, 19 DE ABRIL DE 2013
LITERATURA › FERNANDA GARCIA LAO Y LOS CUENTOS DE COMO USAR UN CUCHILLO
“Me gusta tener esa libertad del demiurgo de inventar todo”
La escritora ofrece veintisiete mundos-relatos comprimidos que se escapan de todo convencionalismo. En buena parte de ellos prevalece la oscuridad, lo que lleva a la autora a definir: “En mis cuentos hay más nubarrones que luz”.

Por Silvina Friera
El bisturí de Fernanda García Lao es una victoria de la ficción breve a gran escala. No hay libretos previamente establecidos. Las sorpresas no se esperan ni se sueñan ni se anticipan: suceden, estallan. El aguijón se clava veintisiete veces, en veintisiete mundos-relatos comprimidos y deformados por ese salto repentino que se produce cuando cambia el sentido. Deformar es revolver las aguas, desarticular las convenciones y exprimir el lenguaje hasta desconcertar como máxima. “La primera vez que mordí tu lóbulo, no pude prever lo que encontraría. Una mujer que contiene el universo”, dice el narrador de uno de los cuentos de Cómo usar un cuchillo (Entropía). A la escritora no le tiembla el pulso: hunde la cuchilla con la certeza de que “no hay nada más real que la muerte”. Algunos relatos surgieron de noticias exóticas que se cruzaron con las pupilas de la autora, como “Abejas atacan a Delia”. “Leí que un montón de abejas atacaron un pueblo y que fueron concretamente a tres puntos. Imaginé cómo el sistema del pueblo sacrificaba a una persona para librarse de las abejas”, cuenta García Lao en la entrevista con Página/12. Otros relatos, en cambio, tienen un antecedente remoto en una anécdota real intervenida, transformada. “Las anécdotas me aburren; trasladar una anécdota con verosimilitud me parece una pérdida de tiempo. Las anécdotas de mi vida que me interesan fueron tan perfectas que las quiero guardar como verdad; están en otro sector de mi cabeza. Cuando construyo, me gusta tener esa libertad del demiurgo de inventar todo.”
–En los relatos de Cómo usar un cuchillo hay más oscuridad. ¿Las formas breves le permiten ser más oscura?
–Sí, totalmente. Tiene que ver con el espacio: entra menos luz. Cuando laburo en extensión, aflojo algunas cuerdas, pero naturalmente me sale cierta oscuridad, siempre con un humor muy negro. El humor también está oscuro. Y en este caso, al tener todo más condensado, tal vez ese humor que en una novela ocupa un capítulo o que va tiñendo determinadas frases, acá queda reducido a un par de pequeños momentos. Y hay más nubarrones que sol. Igual no me psicoanalizo los textos, los dejo ser (risas). Son así; es gente así la que aparece: gente nublada. No hay una explicación. No me pongo como premisa ser densa. Hay algo que se construye más allá de uno. Ahora que estoy dando talleres me doy cuenta de que muchas cosas que yo destilo en los textos tengo que pasarlas a conciencia para poder explicar a otro lo que podría llamarse técnica, que en mi caso está muy cerca de lo inconsciente. Entonces tengo que intentar encontrar cuáles fueron esos detalles para poder reproducirlos. Por otro lado, también tuve mucho interés en laburar el lenguaje. Que el conflicto no estuviera puesto sólo en el asunto o en el marco, sino que las frases estuvieran cargadas. Que fueran potentes y extrañadas.
–En el primer relato, “No hay mantra”, se lee: “Hagan un esfuerzo lingüístico para introducir el concepto de tensión”. ¿Se podría pensar esta consigna en un sentido más amplio? ¿Que a la literatura, a ciertos textos, les falta conflicto?
–Sí. Si no hay tensión en el arranque, me cuesta mucho confiar en un texto ajeno y personal también. Es pensar los objetos de un relato como fuerzas en oposición y tensar ahí esas líneas. No porque abogue por el relato tradicional. Pero estoy muy pendiente de que en el desenlace quede en evidencia qué es lo que estuvo enlazado que uno debe soltar. Y pareciera que hay muchos textos donde el desenlace es simplemente el abandono de un objeto por el aburrimiento del autor o por un intento de desentenderse del asunto. Y en general tiene que ver con que no hubo nada enlazado, nada realmente que hubiera que de-sentrañar. Y si no hay nada que de-sentrañar, el material es muy unilateral, no había claroscuros. En literatura se puede mentir más la falta de pincelada, de perspectiva, de punto de fuga, la falta de tensión entre los cuerpos. El foco puesto en un ojo es muy de Giotto. Me gusta ese tipo de imagen pictórica fuerte, con una iluminación muy expresiva. Pero eso no significa que haya que escribir de un modo. Me parece que es muy saludable que haya distintas maneras de entender lo literario. Que no haya nadie que nos quiera vender “la” fórmula para escribir un relato. El cuento no tiene fórmula. Y si la tuvo, está obsoleta. Cada cuento requiere de una lógica. No quiero ponerme en un lugar normativo porque yo misma lo pervertiría, si encontrara que hay una manera única. La literatura feliz no existe. Nace de la muerte, no en un sentido literal, sino en un sentido de modificación. Hay muchas formas de abordar los textos y de hecho acá quise jugar a distintas maneras. “Navidad impúdica” es para mí un cuento más clásico: el segundo hilo surge al final y queda en evidencia todo eso que estaba oculto. En otros, no laburo así. La opción era jugar con el formato, no crear un solo modo de construir: “García Lao escribe relatos así”. No. Uno lo escribo “así” y el otro lo niego.
–A propósito de la cuestión de la muerte, en “Bisturí” hay una frase en que se plantea que “no hay nada más real que la muerte”. ¿Los cuentos del libro están unidos por la muerte?
–Sí, aunque hay muchos cuentos en que no es tan claro dónde está el cuchillo. Pero está. Hay que buscarlo. A veces son cuchillos sin filo; pero está la inquietud de algo que se puede cortar. En ese relato en particular, también fue la profesión del personaje la que me llevó a pensar cómo es alguien que trabaja en una morgue, cómo se enamora, cómo se comporta, en qué cree. Son excusas para ponerse en los zapatos de los demás.
–Las personas que suelen trabajar en las morgues o en cementerios suelen generar cierto enigma. Quizá porque tenemos una relación con la muerte negadora, temerosa, ¿no?
–Sí, sobre todo en nuestra cultura. Me hace mucha gracia la frase: “pobre, se murió...”, como si uno se salvara de la muerte. Es una cuestión de tiempo. Uno puede decir: “¡Puta, se fue muy rápido!”. Mi viejo se murió en un accidente, en el mar. En ese momento yo estaba escribiendo una obra de teatro con una amiga, en vacaciones, matando a un personaje con mucha liviandad. Y sonó el teléfono y era mi vieja... y de pronto la realidad sepultó a la ficción. Y me quedó esa sensación de incertidumbre absoluta, de que los minutos no existen, de que lo único real es la muerte. Hay una necesidad de burlarse un poco de la muerte como sistema de gobierno que nos domina. Me da ganas de no ser temerosa, de sacarle la lengua y de reírme con todos los personajes que pueda concebir en el fondo de mi cabeza. Prefiero cierta anarquía frente a la gravedad de la muerte.
–También aparece la idea de asco en varios relatos. “Tengo una desagradable tendencia, casi nerviosa, al asco”, se lee en “Sentencia”. También está en el cuento “Buenos Aires”: “Yo mismo me recuerdo con asco, aunque esté un poco ausente”. ¿Encuentra una conexión entre muerte y asco?
–El asco podría ser parte de mi tradición literaria. Está presente en muchos autores franceses. También en (Witold) Gombrowicz. Es esa sensación de saciedad y de conflicto físico de alguien que ha tragado mucho y necesita evacuar. El organismo se libera, mediante la náusea, de un montón de inmundicias. El asco es muy urbano, no sé si imagino la palabra en un contexto de naturaleza. Tiene que ver con la cantidad, con el exceso. El asco es medio punk y aparece más allá de mí como elección. A mí algunas cosas también me dan asco y seguramente les contagio ese sentimiento a los personajes. Pero no lo tengo muy pensado, no sé de dónde viene. Además, tampoco me lo pongo como objetivo. Si el personaje siente asco, lo dejo sentir. “Buenos Aires” surgió de ver mucha gente sola en una ciudad tan repleta, tan colmada y tan gótica. La gente tangencial me interesa. Cuando vivía en el centro, miraba bastante por la ventana y siempre me interesó lo que casi no se veía. También ahí está Corana con el vecino en “Eclosión”, que surgió de la lectura de una noticia. Una mujer que había comido pulpo crudo y supuestamente le habían quedado entre los dientes espermatóforos latentes. Imaginé en el cuento cómo hacer para que ella se embarazara. Necesitaba crearle una situación erótica para que aquello llegara a ser fecundado. Tal vez son noticias inventadas por algún periodista infame, pero me sirvió para imaginar cómo. Y también para pensar la herencia más allá de lo humano que sean tus hijos. Cómo se traslada tu propia naturaleza, tus limitaciones. Me daba gracia que fuera un pulpo y no un hijo que se comportara como ella, un pulpo fóbico (risas). En la rutina de la escritura muchas veces suele infiltrarse cierta desidia. O la comodidad de encender el piloto automático. Como escritora, estoy pendiente de seguir experimentando con el material propio y de no reiterar mis estrategias. Hay una ruptura con el libro anterior y eso es premeditado. Más allá de que aparezcan cuestiones en las que me reconozco como Lao, no quiero quedar presa de nada. Menos de mí. En este libro, al tener la libertad de no ahondar en un solo mundo, sino en muchos –casi como esos millones de pulpos que le crecen a Corana en la bañera–, invento brotes de mundos y veo además qué pasa si les regulo la luz.
–Al regular la luz, ¿qué pasa con el verosímil?
–Hay un trabajo de tensión con el verosímil para escapar del dogma realista, que es imposible de cumplir. En un relato muy absurdo, vos adherís a la trama si hay una lógica interna que lo sostiene. Entonces construyo esa lógica para que pueda ser posible, sobre todo en el terreno de la imaginación. La literatura es el lugar de prueba, no es el lugar de dogmas y de traslación de saberes. No es un lugar para que el autor opine. No quiero escuchar al autor. Quiero que hablen sus criaturas, sino que escriba un ensayo. De hecho, hay muy buenos ensayistas que como novelistas me aburren. Y varios en la literatura argentina. Si vas a trabajar con la ficción, está bueno darse el permiso de ser monumental y doméstico. Las dos cosas. A mí me gusta la intimidad. Casi todos los personajes están en situación de intimidad. No hay grandes multitudes ni espacios abiertos.
–Quizás uno de los más abiertos sea “Naufragio”.
–Sí, porque la protagonista es más expresiva, está todo el tiempo queriendo llegar al otro, pero no lo logra. Lo social termina hundido. Todos los sistemas que uno inventa como ser humano terminan deglutiéndote: el sistema familiar, el sistema social. Las convenciones terminan siendo una losa. También es más expresiva la participante de “Tiburones con rodete”; siempre son mujeres más desbordadas. Siento que el desborde es un terreno más femenino. Los hombres tienden al mutismo. Hay más suicidas mujeres que hombres en el libro.
–¿Vas a cantar en la presentación del libro?
–Sí, es un modo de entregar algo lúdico y ligero porque la música tiene algo más acuático. Voy a cantar dos temas que escribí: “Linfa lunática” y “Palabras de no amor”. Va a ser una forma de tomarme un poco el pelo a mí misma; que no sea una presentación seria ni solemne. Que nadie se duerma. Siempre en las presentaciones de libros hay hombres durmiendo (risas). Mi pareja (Tito Fargo) va a tocar una guitarra Gretsch, que era del guitarrista de Tom Waits. Es como un guitarrón que está bajado de afinación y yo tengo la voz medio grave. La idea es charlar un rato con Mariana Enriquez y Cecilia Szperling y luego cantaremos y beberemos hasta que nos echen (risas).
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LITERATURA › FERNANDA GARCIA LAO Y LOS CUENTOS DE COMO USAR UN CUCHILLO
“Me gusta tener esa libertad del demiurgo de inventar todo”
La escritora ofrece veintisiete mundos-relatos comprimidos que se escapan de todo convencionalismo. En buena parte de ellos prevalece la oscuridad, lo que lleva a la autora a definir: “En mis cuentos hay más nubarrones que luz”.

Por Silvina Friera
El bisturí de Fernanda García Lao es una victoria de la ficción breve a gran escala. No hay libretos previamente establecidos. Las sorpresas no se esperan ni se sueñan ni se anticipan: suceden, estallan. El aguijón se clava veintisiete veces, en veintisiete mundos-relatos comprimidos y deformados por ese salto repentino que se produce cuando cambia el sentido. Deformar es revolver las aguas, desarticular las convenciones y exprimir el lenguaje hasta desconcertar como máxima. “La primera vez que mordí tu lóbulo, no pude prever lo que encontraría. Una mujer que contiene el universo”, dice el narrador de uno de los cuentos de Cómo usar un cuchillo (Entropía). A la escritora no le tiembla el pulso: hunde la cuchilla con la certeza de que “no hay nada más real que la muerte”. Algunos relatos surgieron de noticias exóticas que se cruzaron con las pupilas de la autora, como “Abejas atacan a Delia”. “Leí que un montón de abejas atacaron un pueblo y que fueron concretamente a tres puntos. Imaginé cómo el sistema del pueblo sacrificaba a una persona para librarse de las abejas”, cuenta García Lao en la entrevista con Página/12. Otros relatos, en cambio, tienen un antecedente remoto en una anécdota real intervenida, transformada. “Las anécdotas me aburren; trasladar una anécdota con verosimilitud me parece una pérdida de tiempo. Las anécdotas de mi vida que me interesan fueron tan perfectas que las quiero guardar como verdad; están en otro sector de mi cabeza. Cuando construyo, me gusta tener esa libertad del demiurgo de inventar todo.”
–En los relatos de Cómo usar un cuchillo hay más oscuridad. ¿Las formas breves le permiten ser más oscura?
–Sí, totalmente. Tiene que ver con el espacio: entra menos luz. Cuando laburo en extensión, aflojo algunas cuerdas, pero naturalmente me sale cierta oscuridad, siempre con un humor muy negro. El humor también está oscuro. Y en este caso, al tener todo más condensado, tal vez ese humor que en una novela ocupa un capítulo o que va tiñendo determinadas frases, acá queda reducido a un par de pequeños momentos. Y hay más nubarrones que sol. Igual no me psicoanalizo los textos, los dejo ser (risas). Son así; es gente así la que aparece: gente nublada. No hay una explicación. No me pongo como premisa ser densa. Hay algo que se construye más allá de uno. Ahora que estoy dando talleres me doy cuenta de que muchas cosas que yo destilo en los textos tengo que pasarlas a conciencia para poder explicar a otro lo que podría llamarse técnica, que en mi caso está muy cerca de lo inconsciente. Entonces tengo que intentar encontrar cuáles fueron esos detalles para poder reproducirlos. Por otro lado, también tuve mucho interés en laburar el lenguaje. Que el conflicto no estuviera puesto sólo en el asunto o en el marco, sino que las frases estuvieran cargadas. Que fueran potentes y extrañadas.
–En el primer relato, “No hay mantra”, se lee: “Hagan un esfuerzo lingüístico para introducir el concepto de tensión”. ¿Se podría pensar esta consigna en un sentido más amplio? ¿Que a la literatura, a ciertos textos, les falta conflicto?
–Sí. Si no hay tensión en el arranque, me cuesta mucho confiar en un texto ajeno y personal también. Es pensar los objetos de un relato como fuerzas en oposición y tensar ahí esas líneas. No porque abogue por el relato tradicional. Pero estoy muy pendiente de que en el desenlace quede en evidencia qué es lo que estuvo enlazado que uno debe soltar. Y pareciera que hay muchos textos donde el desenlace es simplemente el abandono de un objeto por el aburrimiento del autor o por un intento de desentenderse del asunto. Y en general tiene que ver con que no hubo nada enlazado, nada realmente que hubiera que de-sentrañar. Y si no hay nada que de-sentrañar, el material es muy unilateral, no había claroscuros. En literatura se puede mentir más la falta de pincelada, de perspectiva, de punto de fuga, la falta de tensión entre los cuerpos. El foco puesto en un ojo es muy de Giotto. Me gusta ese tipo de imagen pictórica fuerte, con una iluminación muy expresiva. Pero eso no significa que haya que escribir de un modo. Me parece que es muy saludable que haya distintas maneras de entender lo literario. Que no haya nadie que nos quiera vender “la” fórmula para escribir un relato. El cuento no tiene fórmula. Y si la tuvo, está obsoleta. Cada cuento requiere de una lógica. No quiero ponerme en un lugar normativo porque yo misma lo pervertiría, si encontrara que hay una manera única. La literatura feliz no existe. Nace de la muerte, no en un sentido literal, sino en un sentido de modificación. Hay muchas formas de abordar los textos y de hecho acá quise jugar a distintas maneras. “Navidad impúdica” es para mí un cuento más clásico: el segundo hilo surge al final y queda en evidencia todo eso que estaba oculto. En otros, no laburo así. La opción era jugar con el formato, no crear un solo modo de construir: “García Lao escribe relatos así”. No. Uno lo escribo “así” y el otro lo niego.
–A propósito de la cuestión de la muerte, en “Bisturí” hay una frase en que se plantea que “no hay nada más real que la muerte”. ¿Los cuentos del libro están unidos por la muerte?
–Sí, aunque hay muchos cuentos en que no es tan claro dónde está el cuchillo. Pero está. Hay que buscarlo. A veces son cuchillos sin filo; pero está la inquietud de algo que se puede cortar. En ese relato en particular, también fue la profesión del personaje la que me llevó a pensar cómo es alguien que trabaja en una morgue, cómo se enamora, cómo se comporta, en qué cree. Son excusas para ponerse en los zapatos de los demás.
–Las personas que suelen trabajar en las morgues o en cementerios suelen generar cierto enigma. Quizá porque tenemos una relación con la muerte negadora, temerosa, ¿no?
–Sí, sobre todo en nuestra cultura. Me hace mucha gracia la frase: “pobre, se murió...”, como si uno se salvara de la muerte. Es una cuestión de tiempo. Uno puede decir: “¡Puta, se fue muy rápido!”. Mi viejo se murió en un accidente, en el mar. En ese momento yo estaba escribiendo una obra de teatro con una amiga, en vacaciones, matando a un personaje con mucha liviandad. Y sonó el teléfono y era mi vieja... y de pronto la realidad sepultó a la ficción. Y me quedó esa sensación de incertidumbre absoluta, de que los minutos no existen, de que lo único real es la muerte. Hay una necesidad de burlarse un poco de la muerte como sistema de gobierno que nos domina. Me da ganas de no ser temerosa, de sacarle la lengua y de reírme con todos los personajes que pueda concebir en el fondo de mi cabeza. Prefiero cierta anarquía frente a la gravedad de la muerte.
–También aparece la idea de asco en varios relatos. “Tengo una desagradable tendencia, casi nerviosa, al asco”, se lee en “Sentencia”. También está en el cuento “Buenos Aires”: “Yo mismo me recuerdo con asco, aunque esté un poco ausente”. ¿Encuentra una conexión entre muerte y asco?
–El asco podría ser parte de mi tradición literaria. Está presente en muchos autores franceses. También en (Witold) Gombrowicz. Es esa sensación de saciedad y de conflicto físico de alguien que ha tragado mucho y necesita evacuar. El organismo se libera, mediante la náusea, de un montón de inmundicias. El asco es muy urbano, no sé si imagino la palabra en un contexto de naturaleza. Tiene que ver con la cantidad, con el exceso. El asco es medio punk y aparece más allá de mí como elección. A mí algunas cosas también me dan asco y seguramente les contagio ese sentimiento a los personajes. Pero no lo tengo muy pensado, no sé de dónde viene. Además, tampoco me lo pongo como objetivo. Si el personaje siente asco, lo dejo sentir. “Buenos Aires” surgió de ver mucha gente sola en una ciudad tan repleta, tan colmada y tan gótica. La gente tangencial me interesa. Cuando vivía en el centro, miraba bastante por la ventana y siempre me interesó lo que casi no se veía. También ahí está Corana con el vecino en “Eclosión”, que surgió de la lectura de una noticia. Una mujer que había comido pulpo crudo y supuestamente le habían quedado entre los dientes espermatóforos latentes. Imaginé en el cuento cómo hacer para que ella se embarazara. Necesitaba crearle una situación erótica para que aquello llegara a ser fecundado. Tal vez son noticias inventadas por algún periodista infame, pero me sirvió para imaginar cómo. Y también para pensar la herencia más allá de lo humano que sean tus hijos. Cómo se traslada tu propia naturaleza, tus limitaciones. Me daba gracia que fuera un pulpo y no un hijo que se comportara como ella, un pulpo fóbico (risas). En la rutina de la escritura muchas veces suele infiltrarse cierta desidia. O la comodidad de encender el piloto automático. Como escritora, estoy pendiente de seguir experimentando con el material propio y de no reiterar mis estrategias. Hay una ruptura con el libro anterior y eso es premeditado. Más allá de que aparezcan cuestiones en las que me reconozco como Lao, no quiero quedar presa de nada. Menos de mí. En este libro, al tener la libertad de no ahondar en un solo mundo, sino en muchos –casi como esos millones de pulpos que le crecen a Corana en la bañera–, invento brotes de mundos y veo además qué pasa si les regulo la luz.
–Al regular la luz, ¿qué pasa con el verosímil?
–Hay un trabajo de tensión con el verosímil para escapar del dogma realista, que es imposible de cumplir. En un relato muy absurdo, vos adherís a la trama si hay una lógica interna que lo sostiene. Entonces construyo esa lógica para que pueda ser posible, sobre todo en el terreno de la imaginación. La literatura es el lugar de prueba, no es el lugar de dogmas y de traslación de saberes. No es un lugar para que el autor opine. No quiero escuchar al autor. Quiero que hablen sus criaturas, sino que escriba un ensayo. De hecho, hay muy buenos ensayistas que como novelistas me aburren. Y varios en la literatura argentina. Si vas a trabajar con la ficción, está bueno darse el permiso de ser monumental y doméstico. Las dos cosas. A mí me gusta la intimidad. Casi todos los personajes están en situación de intimidad. No hay grandes multitudes ni espacios abiertos.
–Quizás uno de los más abiertos sea “Naufragio”.
–Sí, porque la protagonista es más expresiva, está todo el tiempo queriendo llegar al otro, pero no lo logra. Lo social termina hundido. Todos los sistemas que uno inventa como ser humano terminan deglutiéndote: el sistema familiar, el sistema social. Las convenciones terminan siendo una losa. También es más expresiva la participante de “Tiburones con rodete”; siempre son mujeres más desbordadas. Siento que el desborde es un terreno más femenino. Los hombres tienden al mutismo. Hay más suicidas mujeres que hombres en el libro.
–¿Vas a cantar en la presentación del libro?
–Sí, es un modo de entregar algo lúdico y ligero porque la música tiene algo más acuático. Voy a cantar dos temas que escribí: “Linfa lunática” y “Palabras de no amor”. Va a ser una forma de tomarme un poco el pelo a mí misma; que no sea una presentación seria ni solemne. Que nadie se duerma. Siempre en las presentaciones de libros hay hombres durmiendo (risas). Mi pareja (Tito Fargo) va a tocar una guitarra Gretsch, que era del guitarrista de Tom Waits. Es como un guitarrón que está bajado de afinación y yo tengo la voz medio grave. La idea es charlar un rato con Mariana Enriquez y Cecilia Szperling y luego cantaremos y beberemos hasta que nos echen (risas).
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