domingo, enero 19, 2025
lunes, octubre 14, 2024
lunes, mayo 27, 2024
sábado, abril 06, 2024
Persona en alquiler, en El Pais
viernes, marzo 15, 2024
El fantástico feminista de Fernanda García Lao: cuerpo, reproductividad y violencia
miércoles, diciembre 27, 2023
Niña sin patria
miércoles, diciembre 20, 2023
El vacío es otro cuerpo
viernes, diciembre 08, 2023
Teoría del tacto, reseña
martes, octubre 17, 2023
Teoría del tacto
martes, agosto 15, 2023
‘Cajonera’, por Fernanda García Lao
"Cada pesadilla anuncia su carácter artificial, pero el miedo es verdadero. Esos pies recurrentes, las uñas duras que raspan sin querer las piernas. El peso de un cuerpo macizo sobre las costillas. Cuando abre los ojos, sola. Tarda en recordar dónde está".
martes, mayo 02, 2023
La maleta de Portbou
lunes, marzo 27, 2023
Mis dos hemisferios
No recuerdo si hubo despedida. El cerebro anestesia lo que no entiende. Pero supongo que las vimos antes de viajar. Cuando pienso en mi abuela y en mi tía, sus siluetas están en camisón. En sus cuerpos siempre había una siesta cercana. También una tortuga, un limonero, paredes que mi abuela hacía blanquear y un teléfono negro. Vivían juntas, eran insondables. Dos versiones de lo femenino. Una ancestral. Cocinera, tejedora de crochet, de exuberancia mamaria. La otra, independiente, solterona, lenta de reflejos y dueña de un seiscientos. Adorables. Diminutas y cerradas. Hubieran cabido en una caja de cartón. Mi tía guardaba los papeles de regalo y los moños como si fueran criaturas para después. Embriones de felicidad que no llegaba nunca.
También tenían un pianito de madera sobre el armario. Aquel individuo de teclas mínimas representaba para mí la imagen del deseo. Conseguir que lo bajaran, hacerlo mío un instante, muy parecido a la felicidad. Me hubiera gustado que me lo regalaran, llevármelo en el viaje, pero no. Mi deseo fue condenado al vértigo del armario. Entonces, no hay imagen para la despedida. A las cosas que no están, se suman los momentos. El tiempo se alimenta de eso. Cada minuto, una masticación.
Es cinco de octubre por la tarde, el avión carretea. Sé que después de cenar, en medio del Atlántico, va a ser mi cumpleaños. Mis padres se conocieron sobre esas mismas aguas, pero dentro de un barco y en sentido inverso. A las doce en punto, me cantarán el cumpleaños feliz en el aire y no soplaré ninguna vela. Somos un árbol al revés: las raíces al descubierto. Fragmento de "Mis dos hemisferios". Victoria Torres y Miguel Dalmaroni pensaron, prologaron y compilaron Golpes. Relatos y memorias de la dictadura.
Mi relato del exilio familiar en el 76 lo escribí expresamente para ese libro, que pueden leer enlazado al título del post.
Ni olvido ni perdón.
viernes, octubre 21, 2022
Cuadernos Hispanoamericanos
martes, abril 05, 2022
Sulfuro, edición española
Candaya 2022
"Entre los delirios suicidas de una madre obsesionada por las vidas de santos y el desinterés silencioso de un padre proctólogo, la protagonista de Sulfuro se obsesiona por conquistar una cierta normalidad: se casa pronto y se divorcia, se vuelve a casar y se muda a un barrio en apariencia tranquilo. Sin embargo, al otro lado de la calle hay un cementerio y cuando la vida de “los otros”, de los muertos, se mezcla con la suya, inicia un viaje sin retorno hacia lo que Lovecraft definió como las montañas de la locura.
Relato de miedo y de fantasmas, Sulfuro es, a la vez, una lúcida exploración de la fragilidad mental y una mordaz crítica a los esquemas sociales convencionales y a la perversa hipocresía de las “buenas costumbres”, siempre con la intensidad poética y la imaginación desbordada que singularizan la literatura de Fernanda García Lao, una de las escritoras más originales e irreverentes de la nueva narrativa latinoamericana".
Fernanda García Lao nació en Mendoza (Argentina), aunque vivió en España desde 1976 hasta 1993. Es narradora, dramaturga y poeta. Ha publicado las novelas Muerta de hambre (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes), La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas, Fuera de la jaula y Nación Vacuna (Candaya 2020); y los libros de cuentos Cómo usar un cuchillo y El tormento más puro. Ha escrito también los libros de poesía Carnívora, Dolorosa y Autobiografía con objetos. En coautoría con Guillermo Saccomanno ha publicado la novela erótica Amor invertido y el libro de relatos Los que vienen de la noche.
Algunos de sus textos han sido traducidos al francés, al portugués, al inglés, al sueco y al griego. Ha colaborado en distintas publicaciones a ambos lados del Atlántico (Babelia, Revista Quimera, Letras Libres, El Buensalvaje, Página/12, Revista Ñ) y desde 2010 coordina talleres de lectura y escritura.
jueves, marzo 03, 2022
Sulfuro
Sulfuro cuenta el recorrido de una mujer que no tiene paz en el mundo de los vivos ni en el de los muertos.
Narrada en segunda persona desde la disociación de la protagonista −hija de un proctólogo y una suicida serial−, la novela atraviesa hospitales, piletas, autopistas, matrimonios y cementerios con naturalidad y espanto por partes iguales. En estas páginas, abortos, santos y vecinos conspiran contra los mandatos de fecundidad, de fe en la iglesia, de matrimonio burgués, de felicidad familiar, de cordura y raciocinio. Un fantasma puede ser mejor compañía que un concejal, un escribano o un bebé.
En este nuevo libro de Fernanda García Lao, los muertos y los vivos alternan y a veces se confunden. Sexual, deslumbrante, macabra, feroz, Sulfuro conspira contra el formato tradicional de la novela y cruza los umbrales del realismo destilando humor negro sin perder verdad y belleza.
Autobiografía con objetos
Para
narrarse habría que atribuirle a la memoria dotes de las que carece. Las
coordenadas espacio temporales están viciadas de subjetividad.
Una
biografía podría ser un repertorio de materia.
Escribe
Walter Benjamin: Cada objeto es una enciclopedia de su dueño.
Yo
digo al revés: Cada cual es una enciclopedia de sus objetos.
He
aquí los míos.
viernes, febrero 25, 2022
Cajonera
Cuento inédito publicado en El periscopio. La Marea 86. España, 2022.
Cada pesadilla anuncia su carácter artificial,
pero el miedo es verdadero. Esos pies recurrentes, las uñas duras que raspan
sin querer las piernas. El peso de un cuerpo macizo sobre las costillas. Cuando
abre los ojos, sola. Tarda en recordar dónde está.
La cama de sus padres tiene algo de barco a la
deriva. El colchón se hunde en el medio, la almohada es larga y dura. El
crucifijo en la pared, una amenaza. Siempre pensó que era demasiado grande,
fuera de escala. De chiquita imaginaba un derrumbe cada vez. Entrar al
dormitorio y encontrar a sus padres muertos, sangrando bajo la cruz.
Se levanta antes del amanecer. Se pone la bata
de su madre, que apenas le tapa las nalgas. Las pantuflas del padre no se las
pone. Descuelga a Jesús para llevarlo al comedor. El suelo está helado. Si abre
los labios intuye el vaho que la sigue. Camina descalza por el pasillo, a
oscuras, el interruptor está muy alto. Cómo hacían sus padres para prender la
luz, tan bajitos los dos. Los imagina subidos uno sobre el otro como acróbatas
viejos, perdiendo el equilibrio. Sigue hasta el comedor, doblada por el peso.
No hay más lugar en el bolso que está sobre la mesa. Deja a Jesús en el suelo,
junto a la puerta de servicio. No habrá manera de bajarlo sin ascensor. Se
pregunta cómo habrán subido y bajado las escaleras sus padres hasta el tercer
piso. Aunque es verdad que la muerte los sorprendió en la escalera. Él resbaló
y, al agarrarse de la esposa, la arrastró consigo.
En su antiguo dormitorio no queda casi nada.
La cama se la llevó cuando se fue a vivir sola. Las paredes están desnudas, su
cajonera, vacía. Esas patas con forma de garra todavía la perturban. No le permitían
dormir cuando era chica. Si cerraba los ojos, escuchaba sus pasos sobre el
parqué. La cajonera se deslizaba sutilmente hasta su cama, destapándola. Se
subía sobre ella. Cuántas veces se la quiso sacar de encima. Odiaba el siseo de
esas pezuñas contra las sábanas. La cajonera le respiraba en la oreja, se movía
con desenfreno. Ella tardaba mucho en abrir los ojos cuando volvía el silencio.
Al hacerlo, la encontraba en su lugar, con el jarroncito de rosas encima. Cómo
va a montarte una cajonera. Son tonterías tuyas, le decía su madre, mientras
cambiaba el agua del jarrón, que siempre estaba sobre el mueble.
En el baño, el plástico de la ducha está
hongueado. Se lava las axilas con agua fría y un pedazo de jabón endurecido que
huele como sus padres, como ella recuerda que olían. Se viste rápido, tiene que
irse. La casa entera es un mal sueño. Como aquel en el que golpeó a la cajonera
con el jarroncito y le clavó un pedazo de vidrio. Las rosas quedaron en el
suelo, pisoteadas. A la mañana siguiente, el que estaba herido era su padre y la
cajonera no había sufrido ningún daño. Según dijeron, saltaron los fragmentos,
la madre tuvo que curar al lastimado. Cómo se manchó el camisón de ella, nadie
pudo explicarlo. La sangre parecía una medalla de guerra, una herida brillante
y tenebrosa. Después de aquello, la cajonera desistió de montarla. Y su padre
se volvió más hosco, la cicatriz le había cambiado el gesto.
Termina de acomodar las cenizas de ellos, los
cubiertos de plata. Arrastra el bolso hasta la puerta de servicio, abre
esquivando la cruz. Deja todo en el cuartito de la basura. Cierra. Baja los
tres pisos liviana. Tan huérfana, que casi resbala de felicidad.
Fernanda García Lao.
domingo, enero 30, 2022
As cruéis, Revista (parentese) #110
Conto de Fernanda Garcia Lao traduzido por Sérgio Karam
Estes lírios do velho mundo enlouqueceram aqui. A senhora Arnaud trouxe-os de navio da França. Ela se achava tão especial que viajar com objetos finos lhe pareceu pouco, e encheu algumas malas com brotos adormecidos. Flores altivas de sangue azul, que respiraram bem no camarote do navio, onde a domestique as regava a cada entardecer. Assim falava a senhora: Ma domestique.
A fúria tomou conta das cruéis no momento mesmo em que recuperaram a consciência. Este mundo tão plebeu e úmido de Buenos Aires não deve ter-lhes parecido interessante. O casarão de Grasse, de onde provinham, não se parecia em nada a este edifício de esquina, com cheiro de porto, que a senhora havia mandado reconstruir. Eu tinha de recebê-las em lugar de meu primo, o arquiteto.
A cozinheira se demitiu assim que viu o bairro, que não era digno de suas panelas, disse. A governanta tinha ficado na França. Eram várias as tarefas da única doméstica. Devia cuidar da limpeza e do serviço da casa enquanto se ocupava em despertar as flores e plantá-las nos vasos das sacadas que dão para a rua. Por sorte, me deixaram manter dois quartos na parte térrea. Um homem sempre pode ser útil, disse a Arnaud. Eu concordei. Me encarrego da manutenção das áreas comuns. Posso ocupar o resto do tempo com meus assuntos, sem ter que pagar aluguel.
Os lírios cresceram rápido, enroscaram-se nas grades das janelas, ávidos por colonizar. A flora autóctone dos canteiros, umas cravinas extenuadas, pereceram em questão de dias. As cruéis se integraram às plantas fantasmais das grades que imitam seres híbridos, seres de raízes indóceis e com garras no lugar de dedos. O gesto atroz, esculpido em ferro, adaptou-se bem à violência das mediterrâneas. Enlaçaram-se a um ponto tal que era impossível distinguir o metal dos ramos vivos. Logo observei que, em minha presença, as mediterrâneas baixavam a cabeça. Bastava mostrar-lhes uma tesoura para que começassem a tremer. Sou criollo.
A doméstica viveu até a primavera, nem sequer soube seu nome, mas teve tempo de ver as plantas florescerem. Tinha comentado comigo, de maneira oblíqua, que sua glote se fechava desde que chegou aqui, mas atribuía isso à mudança de clima. A mulher morreu sem opor resistência, em seu quarto, desmaiada junto à janela. Eu tinha comprovado que a umidade a deixava sem forças, mas não imaginava que esse negócio das flores fosse tão eficaz. Ao fim e ao cabo, eram de seu país de origem.
Se toquei nela foi pensando que dormia, disse, de manhã, à senhora Arnaud. Já eram dez horas e o café da manhã ainda não tinha sido servido. Até hoje eu não tinha precisado tocar em nenhuma doméstica, menos ainda numa morta.
A senhora foi vê-la junto comigo, desconfiando daquela morte. Ao sacudi-la, um aroma doce contradisse o azulado daqueles lábios e suas dúvidas. A senhora apontou, na janela, para o caule ereto de um dos lírios, que parecia mais altivo do que de costume. Era um mistério tenso, como de cílios desgarrados. Gritou, a Arnaud, sem olhar de novo para a morta. Havia uma expressão obscena naquela boca. O desejo parecia tê-la surpreendido em meio à expiração. Como se a morte houvesse interrompido uma cópula. Ou como se a morte fosse isso, uma cópula desesperada por se interromper.
Tive que retirar o corpo gelado da mulher e levá-lo até o terraço, seguindo indicações histéricas. Não avisemos à funerária, é melhor não despertar suspeitas. Quem iria acreditar que foi vítima das flores, disse a Arnaud. Que não me tomem por delirante.
Nessa noite a doméstica ardeu numa pira improvisada, confundida com os churrascos dominicais das casas vizinhas.
Depois disso, a senhora se trancou na torre e começou a falar sozinha, em francês. Aos gritos. Cheguei a pensar que escondia um amante, mas logo entendi que culpava os seres das sacadas e os repreendia por causa da morta. Que ela a tinha respirado, dizia, que a fumaça havia entrado por sua boca e agora la domestique morava em seu pulmão.
Não abria as janelas nem a porta da torre a não ser para me pedir água a qualquer hora. Além disso, andava descalça, sem asseio. Parecia uma porca no cio. Em um mês perdeu vários quilos, desfazia-se em estertores. Eu podia observar, subindo numa escadinha, os restos intactos de comida que se acumulavam no chão em bandejas de prata. As moscas faziam uma festa.
Um dia aconteceu o inevitável, encontrei-a junto à varanda oitavada, abatida, perto do gradeado. Solitária e terminal, os olhos revirados. Não respirava. Uma baba densa escorria da comissura de seus lábios até a língua, e daí até o canteiro. Arrastei-a até sua cama com dossel. Quase monto nela, para fazer algo condizente com a tragédia.
Em breve, um bando de parentes sem dinheiro saqueou o apartamento. Nem sabia da existência deles. Os tapetes, os candelabros, os vestidos e as joias evaporaram. Ninguém se interessou pelas sacadas e sua estranha floração. Tampouco se animaram a tocar na cama, onde se fez o velório da finada. Sentia-se algo nauseabundo no ar, foi o que disseram. O bairro não lhes parecia decente, embora viessem dos subúrbios de Palermo.
Enterraram a Arnaud e, antes do fim do terceiro dia, me deixaram encarregado de arrumar a casa para colocá-la à venda. Foi então que lhes alertei sobre os rumores de feitiço que circulavam entre os vizinhos. Que a casa tinha fama de espectral e que a venda podia demorar. Que a doméstica aparecia, que as tesouras voavam, e que a voz da Arnaud se juntava aos apitos dos barcos.
Para que não acumulassem dívidas enquanto isso, sugeri que alugassem a casa. Me deram carta branca. Aceitei como inquilina certa pintora abastada que procurava um ateliê naquela região, e em seguida a instalei na torre do terceiro andar. Abandonei a área de serviço e pude dispor do resto da casa.
O verão sufocava as janelas e, por isso, ela manteve a torre fechada até o anoitecer do primeiro dia. Assim que o sol se pôs, abriu as persianas de par em par, apagou as luzes. Sua silhueta em trajes menores, andando pelo andar quase vazio, salvo pela cama da senhora e pelos cavaletes, era visível de qualquer ângulo. Não pude dormir pensando que seu corpo era uma espécie de armadilha, um chamado.
Pela manhã, colocou bastidores, desfez malas. Os lírios, assim como eu, não tiravam os olhos de cima dela. Tampouco os seres grotescos das grades. Nós a vigiávamos, cada um de seu lugar.
Clementina Castelar, de tanto em tanto, enfiava-se na banheira. À noite, custava a dormir, dava voltas na cama da senhora.
Parece que o dossel está se afogando, disse uma vez, em voz alta. Deve ser a brisa ácida do porto, os odores dos barcos, a sujeira. O capitonê parece um torso rosado, as franjas, uns dedos longos ou galhos cheios de espinhos.
Saiu da cama e desenhou a si mesma, a carvão, atraída pela tela como um bicho em frente a uma flor. Nas sacadas, os lírios suspiravam, organizando o estrago. Os que estavam junto às grades aumentavam de tamanho, tornavam-se mais duros do que o ferro no qual tinham sido forjados. Ou assim me pareceu.
Quando a pintora pegou no sono, as fragrâncias se concentraram. Estenderam seus domínios até a beirada da cama. Pensei em visitá-la, mas me contive. Quem sou eu para frustrar o destino que as cruéis determinam.
No entanto, no dia seguinte encontrei a Castelar na porta de entrada. Entramos no elevador e a achei animada, embora a rua estivesse ardendo. Me pediu a tesoura emprestada, e dei-a a ela. Imaginei-a cortando seus bastidores, mas, naquela noite, ao voltar de certo estabelecimento, encontrei na calçada os caules de alguns dos lírios mais belos. Tinham tingido o chão com sua baba. Um gato vadio passava a língua ali, pelos cantos.
Clementina desenhava de dia e podava de noite. Em cada tela não há nada além de carpelos amorfos imitando chicotes ou línguas, angiospermas fátuos, assim me disse ela, fazendo-se de entendida. Eu evitava olhar para seus quadros, mas me pareceu ver um púbis misturado aos motivos florais.
Decidi varrer o que caía na calçada. Aquelas corolas de textura peluda pareciam cabeças decepadas. Dava medo de tocar naqueles estigmas destroçados. O gato do primeiro dia estava intumescido.
Mas a verdadeira batalha era olfativa. As essências e o óleo competiam com o aroma das cruéis. Pareceu-me que os seres das grades estavam se tornando lânguidos, talvez por causa do calor. Os velhos do quarteirão caíam fulminados, como cães sem água.
A senhorita Castelar já não se vestia nem para abrir a porta. Recebia a todos usando uma anágua muito pálida. Não apenas a mim, mas a qualquer pessoa. Eu a observava a toda hora, para não abandoná-la a seu despudor. Causava-me ansiedade o fato de que resistisse.
Ontem, dois meses depois da morte da senhora Arnaud, descobri que as portas das minhas sacadas se agitam sozinhas. Não é o vento. Os lírios se eriçam à noite, logo irão dobrar de tamanho. Não em altura. Estão grossos e inflamados. Perderam cor e ganharam peso. Retêm a água ou o ódio, não sei. Deles jorra um coágulo viscoso. Os vizinhos evitam andar por nossa calçada.
Não eram nem oito horas quando a pintora me pediu para fechar as sacadas, vem aí uma tempestade. Segui suas instruções de má vontade, em seguida me fechei na sala de jantar, à espera de que caísse como as outras. Enfim a casa ficará para mim.
Passou-se talvez uma hora, escutei uma pancada forte. Imaginei que tivesse se jogado da sacada, me contive por um momento. Subi a escada, já fazendo planos.
Porém, ao entrar em seu estúdio, descubro que as janelas tinham sido abertas. Ela, com a tesoura numa mão e um par de cruéis na outra, a boca láctea, aberta, vem até onde me encontro, paralisado. Tranca a porta com um ferrolho. Me pede para morder um lírio que assoma de seu peito. O aroma doce me confunde. A torre fede. Temo perder a razão ou acabar em seu lugar na calçada. Destroçado e brilhante como uma flor amputada.
Tradução de Sérgio Karam
(obrigado a Ana Elisa Ribeiro e a Karina Lucena pela leitura prévia e pelas sugestões)
O CONTO POR SUA AUTORA
A torre do fantasma é um edifício de Buenos Aires situado em La Boca, ao qual se atribuem presenças e manifestações espectrais. Em várias matérias, nenhuma delas de confiança, relatam-se com indolência os acontecimentos ocorridos naquele lugar. De acordo com essas croniquetas, preguiçosas e pouco documentadas, uma pintora chamada Clementina teria enlouquecido ali, motivo pelo qual resolveu se jogar do alto de uma das sacadas. Os responsáveis por seu suicídio teriam sido certos seres nefastos, em forma de cogumelo, trazidos do Mediterrâneo pela mulher que mandou construir a casa. Essas criaturas mal-intencionadas cresceram nos canteiros das sacadas e abusaram de sua condição fantástica para penetrar nas empregadas da tal senhora, que desistiu de assistir a semelhantes cenas, retirando-se para o campo. Depois de sua fuga, colocou o edifício para alugar, sem avisar à inquilina, que acabou, como sabemos, na calçada. A morte de Clementina teria provocado esse diálogo entre mundos, à base de gritos e sussurros, mas sem a direção de Bergman.
Parti desse disparate, porque não há questão menor que não me atraia. Transformei os cogumelos, demasiadamente sórdidos, em flores cruéis. Tirei uma letra do sobrenome verdadeiro da senhora. Procurei outro para Clementina. Mudei os gradeados. E como os abusadores costumam ser sujeitos bem pouco imaginários, introduzi um na ação, se me é permitido usar esse verbo.
Fernanda García Lao nasceu em Mendoza, Argentina, em 1966. É dramaturga, romancista, contista e poeta, e tem mais de dez livros publicados desde 2004, entre eles os romances La piel dura (2011) e Nación vacuna (2017) e os livros de contos Cómo usar um cuchillo (2013) e El tormento más puro (2019). Para março deste ano está previsto o lançamento de Sulfuro, seu novo romance. O conto “As cruéis” (“Las crueles”, no original) foi publicado na seção Verano12 do jornal argentino Página/12, no dia 12 de janeiro passado, com um pequeno texto introdutório da autora, que reproduzimos aqui. Salvo engano, esta é a primeira tradução de um texto seu no Brasil. Já não era sem tempo.
Sérgio Karam é tradutor e doutor em Literatura pela UFRGS.
lunes, noviembre 29, 2021
Veo palabras, saben a carne
Por Fernanda García Lao
Para LATIN AMERICAN LITERATURE TODAY
University of Oklahoma
Cada vez que asomo a
un texto de Clarice Lispector,
tengo la sensación de
que respira: acaba de ser escrito para mí, está crudo. Lo que se revela parece
reciente. Como si la narradora acabara de dar con la idea que ha de carnalizar
para que yo pueda probarla.
Acaso escribir no sea
más que apresar el tiempo, o esa voz que irrumpe y nombra lo que acaba de ver, antes
de que desaparezca. Pasado y futuro suceden ahora.
Escribir así no
sucede para mentir, sino para encontrar verdad en lo que aún no fue pensado. Para
ver de un modo nuevo lo que creíamos entender antes de interpretarlo. Escribir es
interpretar a qué suena el mundo. Cómo se lo toca. Con qué palabra.
“Cada cosa tiene un
instante en que es - escribe en Agua viva- quiero adueñarme del es de la
cosa”.
Leerla me da vértigo,
es como ver un pozo en el momento en que está siendo cavado. La cuestión del
tiempo, su devenir, es puesta en duda.
“Entre la actualidad
y yo no hay intervalo”.
De su obra, regreso cada
tanto
a La Pasión según
GH, a Agua Viva y a La hora de la estrella, es decir, a su periodo
último. Estos textos sin género, indefinibles, condensan lo minúsculo mientras
abren el espacio. Trémula tensión entre el núcleo y lo universal. Contra la
idea del círculo, de lo acabado, Lispector es rizoma puro, aluvión.
La primera persona desencadena
su curiosidad por un objeto/sujeto que ha ingresado en su campo de interés, al
que desea entender con el cuerpo entero, ser atravesada por él y nacer otra. La
voz narrativa no cesa de preguntar, desde la orfandad más absoluta.
Para no caer,
la narradora de La
pasión según GH pide desde el inicio que no la suelte, que haga el
recorrido de su mano. Lo pide a título personal, al yo que lee:
“Mientras tanto necesito aferrar
esta mano tuya”.
Entonces se la doy, imposible
desatender el pedido. Vamos juntas a lo oscuro, el infierno así no está tan solo.
El placer de la travesía excede la oscuridad, porque una idea es un destello de
inteligencia, aunque lastime.
“Yo, viva y
reluciente como los instantes, me enciendo y apago”.
Que el lenguaje sea un
desvío,
que el espacio de la
página sea tiempo, cuerpo, memoria. Que las palabras se organicen de un modo
nuevo. Que digan como si fuera la primera vez. Escribir requiere de palabras que,
como sabemos, son anteriores a quien las llama, palabras ya nacidas que tienen
su carga y su sombra.
La escritura de Lispector
no sabe de géneros ni de especies. Ni siquiera de sí misma hasta que aparece. La
prosa está contaminada de poesía, lo humano y lo animal son confabulaciones contiguas.
Inventa su bestiario mientras concibe una excusa para que la escritura sea una
cruza de actos animalizados e invención inhumana. El animal se comporta como
persona, ser persona no alcanza.
“La cucaracha no
tenía nariz. La miré, con su boca y sus ojos: parecía una mulata agonizando”, La
pasión según GH.
En Agua viva
se propone
escribir con todo el
cuerpo. En La hora de la estrella vuelve sobre esa idea, que ya había
extremado de modo hiperbólico:
“Y cuando entrecerró
los ojos nublados, todo quedó de carne, al pie de la cama de carne, en la silla
el traje de carne que el marido había arrojado, y todo, casi, le producía
dolor”. Devaneo y embriaguez de una muchacha, Lazo de familia.
Lispector ensaya
distintas formas para cada texto. Cada fragmento de Agua viva es como la
hierba de un jardín seccionado, el silencio que se produce en el borde.
“El día parece la
piel estirada y lisa de una fruta”.
Sin cronología, la
asociación sustituye la estructura tradicional. Liberada de las descripciones banales,
la narración avanza como una flor hambrienta. Así construye la voz, sin
personaje. El personaje es la palabra.
“No quiero tener la
terrible limitación de quien vive sólo de lo que es pasible de tener sentido.
Yo no: lo que quiero es una verdad inventada”.
Agua viva fue
comiéndose a sí misma, perdiendo carne del borrador inicial. Despersonalizada,
casi desnuda, el vestido fue el lenguaje.
Hay una conciencia
poética y filosófica de la fatalidad
en su obra, que se
vuelve más inquietante cuando se desentiende del argumento. Personajes que
actúan de sí mismos, que se imitan, hacen como si existieran. Gente
extraviada en su cuerpo que de pronto regresa por un acto cualquiera. A partir
de una falta es trasfigurado, recuperado por el lenguaje:
“Lo bueno del acto es que nos supera”.
Y luego está ese
tratado de escritura de ficción
que es La hora de
la estrella. Que funciona también como diario:
“Escribo porque no
tengo nada que hacer en el mundo, estoy de sobra”.
Donde decide ser un
narrador que se dedica el libro a sí mismo, a su nostalgia. Apenas travestida
de escritor, de nordestina, acomete la historia de cómo contar a partir de un
asunto diminuto. Una historia “en estado de emergencia y de calamidad pública”,
que pone en cuestión los principios fundantes del relato. Desde la dificultad primera:
empezar cómo, si el mundo es previo a cualquier relato y se llega siempre tarde
a él. Las cosas antes del relato de las cosas.
Un narrador que desea
contar en frío una tragedia que no le pertenece. Con un personaje central que
es una mujer sin atributos. Desheroizada, una dactilógrafa sustituible, a decir
de quien la inventa, que vive sin registrarlo, llevada por los acontecimientos,
ajena de sí.
Aquellos que se
resisten a leer a Clarice Lispector
tienen una disculpa:
es incómoda. Los que precisan que una historia se comporte como una larva que
nace crece y se abandona se sentirán perdidos. A los apegados al sonido que la
realidad imita en algunos textos les parecerá insólita. Por la desmesura de su decir
la juzgarán de ensimismada. Por prescindir del lenguaje descriptivo, de ilegible.
Hay quien escribe de
estructuras, de relatos con certeza, desde ventanas abiertas o fascinados por
los mecanismos del texto como si fuera un juguete. Hay quien concibe personajes
tridimensionales o planos, con o sin psicología. Hay voces en primera apegadas
a la confesión o en tercera, desvinculadas. Hay quien irrumpe, quien se amolda.
Lo que fluye en
Lispector no es la conciencia
sino la inconciencia,
la abstracción. El saber del cuerpo se alza en las palabras como si no fueran
de este mundo. La extranjera localiza rápido lo extraño. Vivir no se entiende. El
lenguaje se queda corto, a veces. Cuando pretende aseverar sin probar físicamente
una idea, fracasa.
Lispector desea ser
leída por “personas de alma ya formada. Aquellas que saben que la aproximación,
a lo que quiera que sea, se hace gradual y penosamente -atravesando incluso lo
contrario hacia lo cual nos aproximamos”.
Se presenta como una
escritora amateur, que huye de la categoría de profesional. Alguien a
prueba. Que asume la inutilidad de responder antes y después sobre lo escrito.
Qué es el tiempo,
cuál el fenómeno, a qué sabe la eternidad,
de qué color es el
miedo, qué significa soy. Quién me habita. El asombro de ser una inicial en la
valija, querer probar lo inhumano. He ahí sus planes.
“Fuera del agua el
pez era forma” dice. Quién puede desmentirla.
Leyéndola encuentro
mi escritura ahí, la que es anterior
a su lectura. Ideas que yo consideraba propias
que ella ensayó mucho antes, revelando que no sólo no eran mías, sino que pertenecían
a un universo previo, que cambia de cuerpo y de lugar, que no es poseído nunca.
Hay asuntos que son umbrales de creación: lo inmundo, la palabra como pieza de
carne, el temor a deleitarse en lo terrible, la alegría de abandonarse a la
fiera que se intuye bajo la máscara perfeccionada hacia afuera, la pretensión
de que el discurso encuentre una forma nueva. Un campo poético familiar que
ella extrema y que me obliga a inscribir mi propio acto de escritura en un
linaje. Cada cual se arma el álbum que precisa. Ella estaba en el mío, aunque
yo no lo supiera. En todo caso, leerla me habilita. Y sé que no sucedo sola.
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