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domingo, julio 17, 2016

Bucear sin agua

RADAR
PÁGINA12
Domingo

Fernanda García Lao

Si lo primero fue la palabra, la Historia comenzó tardísimo. Los gruñidos anteriores quedaron afuera. Hubo que esperar a que se nos acomodara el hocico para decir algo y que ese algo fuera imitable, repetible y se contagiara al resto. Hubo que saber modular y hacer figuras con la lengua. La sutileza era imprescindible, si se abría mucho la boca la palabra no se hacía. Mejor retener el aire y soltarlo con cuentagotas que eructar un chillido.

Y el silencio, qué. ¿Acaso no sirve? Los animales mudos a simple vista, como los insectos, salvo ruidosas excepciones, no fueron tomados en cuenta. ¿O son derivaciones del lenguaje? Qué fue primero, ¿la hormiga, o la palabra que la nombra?

Para Burroughs, la palabra hablada no bastaba. Nos hacía falta la escritura. Ese virus, según él, que albergamos como un parásito en nuestra células con tanto éxito que pensamos que es parte de nosotros. Siguiendo su lógica, los analfabetos son gente sana. Que no ha sido contagiada o ha derrotado a la palabra escrita. ¿Con qué? De oralidad también se vive.

Lo que no se cuenta no existe, sugieren algunos. Pero Dios, su palabra, es contado a pesar de lo monumental de su ausencia. Siglos hablando de alguien que no está. Un borrado. ¿Creador arrepentido? El mundo no tiene autor a la vista. Es un anónimo.

Entonces, apareció la literatura. Para decir lo que no es. Inventa espejismos pero lo hace recurriendo a la verosimilitud. Usa la verdad como trampolín para saltar hacia otro lado. Y no se conforma con crear historias, se propone interferir en las ideas. Hacer palabras. Imponer lo que no existe con la potencia del que sí está. La literatura le quiebra la mano a Dios.

La quijotada irrumpe en el mundo a partir del siglo XVI. ¿Cómo se decía antes? De Sade, sadismo. De Von Sacher-Masoch, masoquismo. Balzac populariza un modo de contar. La verdad en entregas. A mediados del XIX, Flaubert inventa el bovarismo, ese estado de insatisfacción crónica, no sólo femenino, derivado de la disparidad entre las aspiraciones personales y la realidad. El fondo del mar lleva la firma de Julio Verne y la imagen que tenemos de Marte es una creación de Ray Bradbury. Más acá, los mataderos son de Echeverría y los locos, de Arlt.

Me digo que el autor no importa, que la humanidad devora ese tipo de dioses hasta aniquilarlos y hacerlos invisibles, una generación tras otra. El autor se convierte en perversión, o su personaje en fenómeno. El mundo se acomoda rápido. No hay que leer a Sade para entender el sadismo.

Según Shelley, citado por Borges, todos los poemas son un solo poema infinito que los poetas y el tiempo escriben en fragmentos. Sin embargo, todos queremos firmar nuestra parte. Que quede constancia de nuestro nombre. ¿Será que pretendemos un mercado o algunos fieles, aunque seamos profanos y la profanación, base de nuestra naturaleza?

Y qué pasa con la palabra mal escrita en estos tiempos de ferocidad virtual. Como apunta Nicolas Bourriaud “Si la autopista permite efectivamente viajar más rápido y con eficacia, también tiene como defecto transformar a sus usuarios en meros consumidores de kilómetros y de sus productos derivados”. Somos gente sin tiempo. La aceleración también licua las palabras. La humanidad escribe con apuro en soportes descartables. Nunca se escribió tanto y tan mal. Pero si el arte es diálogo, de qué hablamos cuando escribimos a medias. ¿La sintaxis tiene dueño?

A pesar del apuro, o a partir de él, hay necesidad de decir. Y más escritores que lectores. A nadie se le niega una novela. Prolifera el deseo de verse por escrito, como si la edición fuera una prueba de nuestra existencia. Pero Harold Bloom nos advierte: toda escritura es una reescritura. La sombra de la palabra se proyecta desde el principio y quien la usa no es más que una ruta por la que ella se traslada.

Después del intento de virtualizar la literatura, el mercado está reconociendo su fracaso. Contra la masticación acelerada, los lectores, especímenes en vías de extinción, seguimos prefiriendo el papel. Y los escritores también. Somos consumistas de objetos. A la palabra escrita, pero sin cuerpo tangible, pareciera que se la lleva el viento. Los libros, como el sexo, tienen olor. No es lo mismo ver porno por internet que practicarlo.

Hace una semana, un remisero me preguntó a qué me dedicaba. Escribo, respondí. Qué. Ficción. Para qué. No sé, le dije, tal vez porque no entiendo. ¿Y escribiendo entendés? No, pero hago el intento. Es como practicar buceo sin agua. El tipo corrigió el espejo retrovisor para enfocarme. Ah, una locura, me dijo. Sí, le respondí. Una locura, pero con sistema. El tipo tragó saliva. Qué pena que ya nadie lea, ¿no? ¿Te molesta si pongo la radio?

lunes, mayo 09, 2016

El otro Cervantes

Suplemento RADAR
PAGINA 12

Domingo 8 de mayo

Por Fernanda García Lao

DE CASTIGOS VARIOS

A propósito de las efemérides ilustres de los últimos días, en séptimo grado, en la nada glamorosa Villa de Móstoles donde vivimos con mi familia algunos años del exilio, tenía un compañero de apellido Cervantes. El más burro, a decir de los bellacos que hacían las veces de profesores. El tal Cervantes recibía con indiferencia las comparaciones y los chascarrillos que su noble apellido suscitaba. Era un repetidor serial que miraba con abulia desde arriba. Consciente del oxímoron.

Busco en internet el viejo colegio, sito en la ilustre calle Velázquez de la Villa, y encuentro que ahora es bilingüe. No puedo menos que evocar al profesor de inglés de aquellos intempestivos días, de cuyo nombre no quiero acordarme, etc. Una especie de matarife de los buenos modales y de la fonética que escupía un frenético Jau ar yú? mientras controlaba desde la ventana su Fiat 600.

Su método educativo era casi de vanguardia. Simple, pero efectivo. Cuando alguien se equivocaba o respondía con burlas a sus cuestiones, el profesor brindaba dos alternativas. La pregunta que nos hacía era en castellano: ¿copia o capón? Es decir, nos dejaba optar por el tipo de castigo y cada cual resolvía en libertad, según sus prioridades, semejante disyuntiva.

La primera vez que fui merecedora de sanción no tenía idea de qué significaba aquello. Pero, por fortuna, tenía a Cervantes de mi lado, para graficarlo. A pesar de su mirada perdida.

El profesor nos había encontrado distraídos a ambos. Cada uno en su cápsula de despiste. Se nos acercó amenazante, pero se detuvo frente a la mesa del oxímoron, primero. Tú, bájate del molino, Cervantes. Qué prefieres, le dijo con voz salvaje. Copia o capón. Capón, respondió sin dudar mi compañero. Y enseguida recibió un golpe de puño seco en la cabeza. Yo estaba horrorizada. La bestia enfiló hacia mí. Ahora tú, Dulcinea. Qué eliges. Ni lo dudé: copia. Muy bien, entonces escribe I ‘m stupid, cien veces en la pizarra.

Ya se habían ido todos cuando terminé con el último stupid. Gran lección del Cervantes moderno: la escritura es un trabajo lento, mejor poner el cuerpo.

No recuerdo cuántos días pasaron, pero era de noche aunque fueran las cinco de la tarde. Pleno invierno. Repasábamos los verbos irregulares con la voz monocorde y las estufas encendidas. Pay, paid, paid. De pronto, el profesor se detuvo junto a la ventana. Y se quedó mudo. Parecía hechizado. Inmediatamente, se puso a llorar, a tocarse la frente. Salió del aula poseído.

Vimos el desastre desde la ventana. Alguien había destrozado su Fiat 600. Alguien había roto con furia los vidrios. Todos celebramos con risas la tragedia. El único que se mantuvo en su lugar fue Cervantes. Una mueca torcida por todo gesto. Antes de salir, nos revisaron a todos. A él le encontraron una enorme llave inglesa oculta en su campera. Fue expulsado al día siguiente.

El asunto de la llave inglesa me pareció poco sutil pero de lo más aleccionador. El profesor había sido castigado por su mal manejo de la lengua con la mejor herramienta: la metáfora.

A menudo me pregunto qué habrá sido de aquel Cervantes sin obra, de aquel incomprendido. Nunca lo volví a ver. Tal vez haya recurrido a un juez, maldiciendo su genealogía.

ENTREMES DEL HEREDERO ACONGOJADO

Le ruego a su Señoría me ahorre la gloria de mi pariente manco. Prefiero ser un Sánchez, un García. Yo aspiro a la modestia de los nadies.

No lloréis, caballero. Enjugad vuestras lágrimas y os haré justicia. Desplegad la idea.

No soporto las comparaciones y reniego de la lírica, señor Juez. Una égloga me suena a dolor de garganta. Los entremeses me gustan con mahonesa.

Pues para la ley vuestro caso viene siendo bastante endeble, jovenzuelo. Ahondad en la desgracia, que estoy escaso de tiempo.

Aspiro a ser fontanero, su Señoría. Cómo arreglar un grifo me parece más interesante que firmar comedietas, darle voz a desvaríos, besar las espigas de los Condes o engañar a las vejetas.

Denegado. No hagáis lugar a la necedad ajena. Que un Cervantes técnico no es menos que un poeta. De hecho, lo prefiero mil veces. Que de palabras está el mundo lleno. Y os digo más. Que de aquel noble sofista se haya destilado este pariente sin pretensiones, nos da la pauta de que el ADN es inútil en cuanto a trasladar talentos. No se amedrente y tenga hijos, señor Cervantes. Por número superaremos los males que el exceso de pensamiento nos causa. A base de licuados genéticos seremos en breve idiotas y ya nadie recordará al Cervantes primero. Que no hay memoria que dure tanto. Haced oídos sordos y compraos una llave inglesa.

Ya tengo.

Pues aquí os espero. Y que sea mañana mismo, que tenemos las cañerías del baño de damas a la miseria.

Gracias, su Señoría.

Resucita en ti el honor perdido, muchacho. Y el gusto, que estaba muerto. ¡Que pase el que sigue!

lunes, abril 04, 2016

VOLVERSE PÚBLICO

RADAR
PAGINA12


Domingo 3 de abril de 2016

Por Fernanda García Lao

Me he mantenido de pie toda la vida/ en medio del curso directo de una batería de señales. Con Adrienne Rich empiezo la mañana, pongo la pava y prendo el vicio. Entonces, veo trapos colgados al sol. Un video en blanco y negro con siete sevillanos que avanzan por una calle haciendo palmas. Un pingüino con sentimientos besando la cara afilada de un viejo que lo salvó. La sonrisa petrificada de una tal Vicky que se casa. La rotura del Perito Moreno con la imagen de Lilita encima, recostada sobre el puente ejerciendo presión. La aparición de un libro “que en su brevedad y en su construcción, provoca el lector lo suficientemente lejos, en una especie de vértigo histórico”. Autobombo de varios autores reseñados. Una que “Back in Phuket” y agrega la foto alusiva. Otra que “Macri basura” y una foto de las Madres. Uno promocionando su taller, que podría ser yo hace cinco posteos. Otro más gritando ¡NO A KEIKO FUJIMORI!, así en mayúsculas, para que se oiga mejor.

Sorbo el mate con ese rumor de imágenes al que le sumo mi propio sonido, “Break into your heart”, del último disco de Iggy Pop. Y me pregunto a dónde irá tanta cosa. Imágenes que olvidaré en cinco minutos, o que construirán mis pesadillas nocturnas. Cientos de cabezas en la mía. Nunca más real, lo del inconsciente colectivo. En vivo y en directo, prendo y apago los miedos ajenos como las luces de casa. Para no gastar energía. Cargo con miles de muros en la espalda. Y aporto mi frase del día, sumo con saña mi propia cantinela.

Veo pasar el tiempo en el relojito digital de la pantalla. Cada segundo, una cara. Al cabo de treinta muecas, el mate está frío. Y faltan los diarios. Me voy a la biblioteca y capturo a Boris Groys, lo ichineo. “Aunque no todos producen obras, todos son una obra. A la vez, se espera que todo el mundo sea su propio autor”. Vuelvo para ver cómo se construyen los demás, cómo se narran. Cada gobierno necesita su relato, cada uno de nosotros también. El Estado y el individuo descartan su oscuridad, tajeando la verdad para gustar de todos. No hay frustración, ni pobreza. Sonría para la foto. Regale su mejor perfil, aunque esa nariz no sea suya. Fotoshopee el mundo. Diseñe su imagen como si usted fuera un living. Copie y pegue. Macri baja cuadros, y usted suprime sus propias desgracias.

Cuando murió Umberto Eco, yo me definí en facebook como Apocalíptica e integrada y ese gesto fue reproducido por un portal de noticias unos minutos más tarde. Dice Groys “en el mundo de hoy, la producción de sinceridad y de confianza se ha convertido en la ocupación de todos”. Los medios masivos tradicionales se alimentan y reproducen a diario lo que millones de individuos generamos sin más presupuesto que la conexión a internet y el consumo indiscriminado de nuestro tiempo. Se provocan reacciones en cadena que parecen implicarnos, aunque tengamos el cuerpo frío. Cada frase, imagen o música compartida es a costa de un culo encajado en una silla. Somos dedos y ojos que imaginan la existencia. Piezas para el descarte. Se suprime el cuerpo y se entrega la cabeza. A cambio de qué.

Internet nos ofrece una interesante combinación de hardware capitalista y software comunista, apunta Boris Groys. “Los así llamados ‘productores de contenidos’ cuelgan sus contenidos en internet sin recibir ningún tipo de compensación. Y las ganancias son apropiadas por las corporaciones que controlan los medios materiales de producción virtual”. Es decir, trabajamos gratis, haciendo uso de nuestra biografía. Entregamos las fotos de la muerte del nono, a cambio de la sensación de existir. Mientras tanto, los dueños de las plataformas cotizan en Bolsa.

El amor, nuestros comentarios, la política, la muerte en Siria, son objetos de consumo. Un álbum que sucede en sincronía y que genera ingresos. Leemos cinco diarios, parece que estamos a un click del mundo pero en la habitación no hay nadie. Ni siquiera uno. “Yo no tengo idea, sólo palabras y silencios”, escribió Marguerite Duras. Dónde está mi silencio, me digo. Miro de reojo el relojito digital. Y siento miedo. Ya estoy veinte minutos más usada que antes. Decido cerrar mi sesión, qué palabra, cuando entra un mensaje. Alguien me ha etiquetado. Quiere compartirme en su muro. Le digo que no. Hoy me siento egoísta.

Prendo la pava y apago la fábrica de noticias. Vuelvo al librito de Rich. Esta es mi manera de regresar, dice ella. Afuera, un grupo de cotorras ha tomado el árbol de la vereda.

lunes, febrero 01, 2016

ACERCA DEL FIN


DOMINGO, 31 DE ENERO DE 2016





Por Fernanda García Lao

Idea que puede ser odiosa, prematura. Uno la empuja hasta que no la ve. La hace nocturna. Le apaga la luz a la palabra. Pero sabemos que sigue ahí. Oculta parcialmente. Un día, o una noche, se aparece. Uno la había olvidado. Quién sos. Ella no dice nada. Chasquea los deditos. Se pone cínica. Fin. Y te acompaña a la salida.

La palabra es breve, se dice rápido. Promesa de futuro que no arraiga: una puerta que va a cerrarse. A veces de golpe.

Se pelea con Eternidad. Se llevan pésimo. Eternidad se hace la interesante, la lánguida. Se estira y no escucha. Es una palabra perpetua. No entra en ningún lado. Eternidad tiene el pelo largo y no se corta las uñas de los pies. Fin, que no tiene paciencia, le pega una cachetada. Pero no la lastima. Nadie pudo registrar la eternidad, le dice, pero acabar es cosa de todos los días. Las discusiones duran tanto que siempre gana Eternidad. Aunque no tenga argumentos. Lástima que no haya con quién festejar. Anda sola por ahí. El único que podría entenderla sería Infinito, otro desclasado. Pero nunca se encuentran.

Hasta el fin suena a promesa romántica. Los amantes se besan, se ofrecen. Prometen. Y después, de pronto, uno de ellos dice hasta acá. Es el final, sí. Pero de quién. El que dijo la palabra se libera. La tuvo en la lengua y ahora la dibuja en los labios. El que la escucha se la queda. Y mira sin saber cómo hizo esa palabra para meterse en la boca sin haber sido vista. Hasta que ella lo espanta y se ve obligado a caminar en dirección opuesta.

Fin de fiesta huele mal. Suele estar rodeada de vómitos. Tiene el vestido traspirado, roto. Es rastrera. Una palabra caída del éxito. La que no se fue a tiempo. Ya no queda nadie en la pista y ella sigue moviendo la pelvis con la boca seca. La tienen que sacar a la vereda, le piden que no vuelva. Se aleja gateando, tras perder la poca reputación que le queda.

Es todo lo contrario de por fin. Que es la palabra esperada. Sí, un poco histérica. Da vueltas, está casi entregada. Ya la estaban desnudando y de pronto, no. Se sube el cierre, toma aire, abandona el recinto. Ya la dan por perdida cuando ella decide que quizás es el momento. Vuelve perfumada, con los dientes limpios. La reciben con signos de exclamación. Es aplaudida. ¡Por fin, nena! Ahí se abre de piernas, como si nada.

Fin de semana es un tipo relajado. Y bebedor. Le gusta derrochar. Si no puede salir, se queda en cama viendo la tele. Se babea. Pero como el suyo es un estado transitorio, esquiva el drama. Sabe que volverá al cabo de cinco días, las oportunidades no le faltan. Se parece un poco a fin de año, pero menos petardo. Sin tantas ínfulas.

A fin de cuentas, siempre anda con una calculadora. Es materialista, fría no. Tiene una lista de reproches bajo la manga. También pone cara de superada, pero es pura actuación. Sabe lo que está haciendo y no se calla. Te larga el resumen del momento como un evangelista guionado. Saca conclusiones, pero le va mal: nadie se acerca. Debería aflojar, distenderse. Al fin de cuentas, a quién le importa su opinión.

Hay otro fin que justifica los medios. Suele olvidar sus escrúpulos con facilidad en el cajón de las medias. Es tan áspero que se jacta frente a un micrófono. Sonríe de costado, usa anteojos italianos, no tiene erecciones. Suele terminar mal.

Si lo pensamos como imagen, el fin es un movimiento: las películas concluyen y los créditos se lo llevan para arriba, hasta dejar oscura la pantalla. Después, la luz, irse, ¿nos vamos? Se terminó. Salir a la calle con las pupilas cansadas del juego de abrir la realidad y cerrar la fábula. Pero ya no se usa. The end suena ingenuo, es cosa del pasado. Ahora los finales son abiertos, piden que uno se los lleve sin terminar a la casa.

Entonces, sube o no se deja atrapar. Es un principio de espaldas. También se puede encontrar bajo tierra. Parece que nunca estuviera a la altura de los ojos. Trepa, huye o desciende. En cualquier caso, te obliga a mover el cuello. El alma se eleva y el cuerpo se va para abajo. El fin es una escalera bastante transitada.

Así como Juicio final suena a escarmiento y la muerte no tiene la última palabra, las almas han de justificar su desequilibrio pagando la cuota divina. Fines imperfectos y fines definitivos. La potencia de ser obliga a terminar. Tender hacia la muerte es ser alguien en el recorrido. Si en el principio era el verbo, el final es el hombre. Y no tiene palabra.

Los pesimistas lo presienten en cada curva. Los optimistas aceleran, lo combaten con la amnesia. Olvidar es un verbo activo, obliga a ponerse en campaña. Se entretiene uno con el asunto de confinar el tema. Fin de los tiempos, fin de la poesía, los agoreros quieren terminar con todo lo que palpita. Porque vivir es durar, genera pavor. Ideas fatalistas. Pero el deseo no muere, cambia de cabeza.

Hay quien cultiva el cierre precipitado y quien prefiere el lento. Los hay imprevisibles o cantados. Pero ambos, desde el comienzo, han caminado el fin por la hoja en blanco como subidos a una tijera. Hacia el barranco vamos, arrastrados por ese ocaso que obliga a cerrar. Salir herido dejando rastros de sangre.

Para leer en la página original, click en el título.

lunes, julio 13, 2015

CONTRA REZO PARA EDGARDO RUSSO

RADAR. PAGINA/12
DOMINGO, 12 DE JULIO DE 2015
Por Fernanda García Lao


Me enteré de su muerte por Facebook: ese mal que se parece tanto a un insomnio colectivo. El 2 de julio apareció un escueto cartel en la cuenta de El cuenco de plata. “Ayer se fue nuestro querido amigo Edgardo Russo. Poeta, escritor, traductor, el mejor editor. Irremplazable. Todos te vamos a extrañar. 1949-2015.” La primera reacción fue de incredulidad. Pero con el paso de los minutos, se confirmaba la noticia. No había un hacker siniestro. El asunto era real. La muerte estaba apurada y lo había pasado a buscar. Hay quien se muere de a poco. No fue el caso. Un infarto dijo basta con la celeridad con que a veces se maneja la desgracia. Tardamos meses en nacer, se muere en un chasquido de dedos. Intentaron reanimarlo. Edgardo ya no estaba acá.

Enseguida supe por una de sus hijas –Virginia Russo– que lo despedirían en el cementerio de la Chacarita. Antes de salir, escribí unas líneas para este diario. Escribir a veces salva, recordar es mantener las cosas en estado de suspensión. Pero no sirvió. A pesar de la distancia que nos habíamos impuesto en el último tiempo, sentarme a decir se fue, derivó en llanto. El que se va, deja a los quedan un poco menos vivos. Es que de tanto vivir, uno se olvida del final cantado.

No llegamos a tiempo a la Chacarita. Mi compañero y yo nos perdimos en una fila de cajones desconocidos que esperaban su final. Pero aunque hubiéramos llegado, ¿a tiempo de qué? Los cementerios tienen la facultad de oficiar como límite de la cordura. La conciencia se burla del rito y se pregunta qué estamos haciendo. Me ofrecieron revisar una lista donde no estaba su nombre. Vi a un sacerdote gordo pedir una fotocopia y una cruz. Volver en el subte con el estómago vacío. Entre cuerpos tibios y transpirados. Cachetada de realidad.

Un editor es un cómplice. A veces. Hasta hace unos años, cada vez que pasaba por El cuenco, tomaba café con él y nos contábamos lecturas. O hablábamos de los absurdos que a veces se generan en torno a la literatura. Como el día en que una lectora devolvió un ejemplar de Muerta de hambre porque le parecía indigno de su biblioteca. Me viene la voz de Edgardo entre carcajadas. Llamando para decir Fernanda, esto es genial, tenés que venir. Hay una lectora que te detesta. Parecía una continuación de la trama de mi novela. Un anexo del Anexo. La gente asume actitudes acordes con el estilo de lo que lee. Y entonces, los dos, disfrutamos observando la cartita como niños en plena travesura. Me traje el sobre y aún lo tengo. La firmante decía vivir en la calle Calderón de la Barca.

Busco mails y lo encuentro organizando cómo llevar el vino para presentar mi novela La piel dura, haciendo de agente de prensa, o mandándome la dirección y el teléfono de Rita Gombrowicz para que la visitara en París. Edgardo sabía de mi debilidad por el polaco y su cosmos. También conservo un par de obras de Copi que me envió antes de publicarlas: La torre de la defensa y La noche de Madame Lucienne. Subrayadas, aún con correcciones en proceso. Pequeñas piezas que dan cuenta de su modo de ser editor.

Su afán por compartir lo que había encontrado era su motor. Está lleno de canutos que esconden tesoros para disfrutar en soledad. Onanistas. No era el caso. Si no hubiera tenido capital, Edgardo habría fotocopiado. Porque primero era lector. No sé si exquisito. Leí esa palabra en los últimos días por todos lados. Era incontenible, incorrecto, obsesivo.

Escribía con su catálogo. La obra de un editor se construye por imantación. Hace unos días alguien mencionaba que gracias a sus conocimientos sobre derechos de autor, Russo había logrado publicar sin autorización a Felisberto Hernández y a Copi, sorteando a viudas e hijos. No quedaba claro si era un reclamo o un elogio. De quién es el libro cuando uno muere. De quien necesita leerlo, digo. Muerto el perro se contagia la rabia. Sino, el perro muere dos veces.

La última vez que nos vimos, nos comportamos como dos extraños. Fue en la Embajada de Francia. Edgardo acompañaba a Marie Darrieussecq. Eramos pocos a la mesa. Yo había publicado varios libros fuera de El cuenco de Plata, nuestro vínculo se había enfriado. Sin embargo, cruzamos una mirada en un momento. Habíamos pescado a la vez un disparate que se produjo en la conversación. Supuse que tendríamos ocasión de volver a encontrarnos. No fue así. Y me toca escribir esto.

A modo de contra rezo, de herejía contra la solemnidad y los buenos modales, va el final de La noche de Madame Lucienne que él me regaló. No queda otra. Hay que saber hacer mutis por el foro:

—¡Se acabó el teatro! ¡Se acabaron los vestidos hermosos y las coronas de strass, se acabaron las cabezas de compañía y las artistas de variedades, los culos postizos y las pestañas postizas, se acabaron los directores, sus amantes y sus queridas, se acabaron las marionetas sifilíticas, los telones rojos y las pelucas verdes, se acabaron los dramas, las comedias y las tragedias, se acabaron los decorados y los haces de luz! ¡El teatro se ha acabado!

Taller en Billar de Letras: Inventario (im)personal

CURSO DE NARRATIVA INTERNACIONAL Comienza con: Fernanda García Lao (Argentina) Inventario (im)personal: Narrar desde los objetos. Memori...