BABELIA
3 de marzo 2015
El uruguayo Felisberto Hernández es un narrador sin secuelas: nadie escribe como él.
Por Fernanda García Lao
A los argentinos nos gusta pensar en la categoría de rioplatense cuando algo que ha surgido en la otra orilla del Río de la Plata nos seduce. Es un modo práctico de adueñarnos de Felisberto Hernández, de Onetti o de Levrero. Pero nuestros vecinos uruguayos saben de nuestro canibalismo intelectual y no caen en la trampa.
De los tres mencionados, el más inasible es Felisberto Hernández. Nos despierta una fascinación que no se aplaca con el tiempo, pero que permanece esquiva a las grandes ventas. Así como cada uno de sus cuentos, él mismo es un enigma. Un escritor sin secuelas, porque nadie escribe como él. Y sin precuelas, aunque uno podría emparentarlo con Bruno Schulz, por ejemplo. Otro raro, de profesión doble. Felisberto era pianista y compositor; Bruno, dibujante, retratista. Uno y otro evadieron la indagación realista y la pretensión de verosimilitud, instalando una escritura anómala, original, que parece un recorte fuera del tiempo. Literatura claustrofóbica la de Hernández, escindida de cualquier contexto social. Frenesí lírico la de Schulz. Ambos se sumergen en la infancia con digresiones fantásticas que incluyen muñecas o maniquíes, extravagancias temporales y, también, hombres tímidos con delirios de grandeza.
En su Explicación falsa de mis cuentos (1955), Felisberto escribió: “En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir”. Además de negarle a esa creación en ciernes una conciencia de sí, una lógica, le pide “que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea”. En ese texto, además, introduce una figura: la del contemplador. No hay escritor, sino alguien que contempla cómo crece esa intención de cuento.
Los narradores de sus relatos también miran, a veces implicados, otras desde afuera. Sucede que el disparador de sus ficciones suele ser una imagen: “Primero se veía todo lo blanco” (El caballo perdido, 1943), “En mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada sobre una pared verde pintada al óleo” (‘Menos Julia’, Nadie encendía las lámparas, 1950), “Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los árboles” (Las hortensias, 1949).
Nacido en Montevideo en 1902, Felisberto Hernández comenzó a estudiar piano antes de los diez años. Y no puede evadirse el hecho de que se dedicó algún tiempo a musicalizar películas mudas. Había escasez económica en la familia. Entonces, las imágenes en silencio eran convertidas por él en sonido, reinventadas en el teclado.
Sin trama, aunque enlazadas en la oscuridad de un cine, los fotogramas dan cuenta del enrarecimiento, la música pasa a ser una respiración que alienta o ralentiza la acción, según el criterio del pianista. Felisberto era un intérprete de escenas ajenas, oscuras. Más tarde, los conciertos en teatritos, la actividad errante. Estadías breves en pueblos, ciudades chicas o balnearios. La escasez de luz se repite en sus ficciones, hay organismos solitarios de visita y uno debe habituar las pupilas a la escasez de iluminación para entrever la forma. Los cuentos parecen nacer del deseo de encender levemente esas zonas desatendidas, donde no hay vestigio concreto de lo acontecido sino una emisión tibia de lo que ya no es. Mirar hacia atrás se parece a matar el presente. Sus personajes parecen ideas sin tiempo. Objetos, seres, muebles o pensamientos conviven en el mismo escalafón de realidad. Como apariciones veladas, absurdas, en sus relatos se cruza una extraña memoria doméstica de las cosas, con cierta penumbra irracional. Los personajes tienen pensamientos extraños, se desconocen. A veces, el amor es el modo de adormecerlos: “Esa misma noche le confesé que mirándola descansaba de unos pensamientos que me torturaban”. Y entonces, interviene lo inesperado, el narrador le manifiesta a la misma señorita que “mi cabeza era como un salón donde los pensamientos hacían gimnasia, y que cuando ella vino todos los pensamientos saltaron por la ventana” (Las dos historias, 1950). En otras ocasiones, la ausencia de amor provoca escenas enrarecidas, como las que atesora Horacio, el protagonista de Las hortensias, un coleccionista de situaciones perversas que incluye muñecas en vitrinas y cuerpos llenos de agua caliente.
La vida amorosa de Felisberto Hernández había comenzado con un matrimonio convencional y después se orientó hacia lo imprevisible. En 1947, después de un segundo divorcio, conoció en París a África de las Heras, o María Luisa, o Ivonne, tales los seudónimos que utilizaba indistintamente la veterana de guerra y espía del KGB que lo conquistó con fines estratégicos. África debía crear una red latinoamericana dedicada al espionaje y el escritor montevideano le servía de tapadera. Ella simuló ser modista y lo sedujo sin pérdida de tiempo. Se casaron en Montevideo al año siguiente y fueron infelices durante dos años. Él nunca supo de las actividades de ella, aunque las labores de la señora Hernández parecían creadas por la imaginación de Felisberto. África transmitía en clave mensajes desde Montevideo a través de una máquina denominada Enigma. “Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente”, escribió él en el pasaje final de La casa inundada. “A la noche muevo la palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme con el murmullo”.
Hubo más amores, y después, el reconocimiento. La leucemia dijo basta en 1964. Pero quedaron sus cuentos, sutiles pesadillas que gatean despacio a la hora del crepúsculo.
En el tomo I de las Obras completas del escritor, publicadas en 1983, aparece esta autorreflexión de Felisberto sobre su obra: “Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que solamente se deba escribir lo que se sabe. Y desconfío de los que en estas cuestiones pretenden saber mucho, claro y seguro. (…) Me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio. Y aquí se encuentran mi filosofía y mi arte”.
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