jueves, abril 03, 2014

El tormento más puro


Revista Buensalvaje




El tormento más puro
Por Fernanda García Lao


Uno

Empieza por empezar, instalo el ahora como quien escupe en el suelo. Sobre esa mancha comienzo. Enseguida, un par de seres aparece en el sillón. Mi baba a sus pies. Gente sin nombre. Curvas como personas que viven por el deseo de ser. No son más que un bulto en mi cabeza, pero ella me mira. Él no. Aún no le pensé los ojos. Es una protuberancia masculina. Como todos nosotros. Una flecha hacia adelante. En cambio, las mujeres crecen hacia adentro.

Nadie viene a verme. Ya no sé si quedan personas en mi familia. Con esto de no hablar, se achican las posibilidades. Una vez éramos muchos. Un batallón de gente con esperanza. Y frases listas para decir. Un ruido espantoso en las reuniones. Quitarse la palabra, decir no. Había que ocupar el silencio y estrujarlo, ser asonante. Desorbitarse un poco para que el otro no pueda. Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila. Si crecen las desavenencias, da la sensación de que el tiempo no está de adorno. Es importante crear la sensación de que pasa algo, había dicho alguien. Y todos dijimos sí. En la calma sucede poco. Que nadie se duerma. El primero en enmudecer será aniquilado.

Dos

La mujer del sillón me sonríe. Le veo una teta, no dos. Una. Con el pezón. Un leve sabor ahí. Una mácula dulce. Observa mi reacción con un leve movimiento de ojos. Me ubica en el espacio y me dan ganas de moverme. Voy a hacer un paso hacia la izquierda solo para obligarla a vivir hacia ese lado. Gira todo. Ella, él y el sillón sobre el que los ubico. A ella la luz le da en el pelo. El no tiene, apenas una pelusa seca. Allí hubo una vez una cabellera. Ahora, ni el sol lo reclama. Un gesto, sin embargo. Le escribo un gesto para decir que no está paralizado. Lo pongo a silbar, mientras me refugio en las teclas. Sus labios no los veo. Las arrugas le escapan al silbido. Se cuela el aire por ahí. Me silba un clásico. Me viene la idea del mirlo a los dedos. Escribo mirlo y me da miedo. Los pájaros me asustan. El pulmoncito dónde está. Puro aire que vuela y sisea. Ni un poco de carne en ese manojo de viento.
Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba. Las teclas eran menos mecánicas que ahora. Otro pulmón. Ese piano tenía más cuerpo que ella. Metía su cabeza ahí para enseñarle. Semioculta, le quedaban las patitas en el aire. Parecía una osamenta. Yo le sacaba las medias para tener una actividad acorde. Y le introducía mi compás. Ella hacia ecos en el piano. Su voz era excelente. Desde el centro, ensordecía. Hacíamos un compás atribulado. A veces rapidito, otras tan lento que la perdía. En salir me tardaba horas. O nos quedábamos dormidos. Ella adentro del piano, yo, de ella. Mi padre entró a la habitación. Qué haces copulando con el piano de la abuela. Mi novia no estaba. O sí. Estaba escrita. Papa no la leyó. Nunca tenía un hueco. Era un tipo completamente colmado. Un productor de situaciones. No estoy copulando, alcancé a decir. Pero unas gotas blancas discrepaban con mis palabras. El semen brilla sobre la laca negra.

Tres

El tipo del sillón la está tocando. Me evado un minuto y este me la quita. Ella se deja tocar. Incluso parece contenta. Le desbrocha el pantalón. Pero no hay carne. El tapizado es verde oscuro. Ella se recuesta sobre lo que no hay y absorbe el terciopelo. Agita su lengua en estado de serpiente repentina. Ahora sí, él se merece un genital. Uno, aunque más no sea. La cosa se pone dura y ella se da cuenta. Se siente útil. Los dejo entretenidos y me hago un té.
Papá vendió el piano. Entonces, mi novia Dos tuvo que conformarse con la cama. La tiraba ahí cuando quería. La tapaba con la sábana para verla sonreír yo solo. Tenía la boca enorme, plástica. Era ella quien me inventaba a mí. Yo era una proyección de su apetito. Humedecía mis labios, se inclinaba de costado. Besitos en el ángulo me daba. No de frente, nunca. El amor se hace así, escribía yo. Hay que persistir. Ponía su cuerpo a mi disposición, flácida como un deseo. Nunca dijo nada. Era yo quien la forzaba con la lengua. Quería llenarla de leche. Hay mujeres vacunas. Esta era al revés. Un espacio a inundar. Las horas se hacían sobre ella. Contaba el tiempo por sus gemidos afónicos. Ahí voy de nuevo, le decía. Mis manos se ponían calientes de sacudirla.

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