jueves, septiembre 12, 2013

Viajar es un modo de contar el mundo

REVISTA Ñ
11/9/2013

El viaje ha tenido una importancia clave en la narrativa clásica. Homero, Cervantes, Carroll, Bowles contaron Lo que vieron en sus paseos. “El escritor de hoy, ¿prefiere la vida sedentaria?”, se pregunta la autora de esta nota.

POR FERNANDA GARCÍA LAO ESCRITORA. SU ULTIMO LIBRO ES “COMO USAR UN CUCHILLO” (EDITORIAL ENTROPIA)

Uno: allá a lo lejos

Si bien la épica grecolatina se inaugura con los viajes de Ulises, no es hasta el siglo II que aparece la ficción delirante relacionada al arte de partir, de la mano de Luciano de Samosatta. Escultor frustrado y más tarde Rétor para sobrevivir, Samosatta impartía conferencias, a la manera de los sofistas, y llevaba sus lecturas por las ciudades helénicas.

“Me orienté a la ficción, pero mucho más honradamente que mis predecesores, pues al menos diré una verdad al confesar que miento”, proclamaba Samosatta.

En sus Relatos verídicos , obra dividida en dos libros de unas cincuenta páginas, se burló de los viajeros formales, narrando en primera persona un viaje en barco a la Luna en el “Libro I”, y la visita al País de los Bienaventurados en el “Libro II”. En la Luna, imaginó a los selenitas, grandes bebedores de aire que daban a luz a sus hijos sin vientres femeninos, y asistió a la guerra entre los caballeros buitres y los caballeros hormiga del solar.

Su ironía y espíritu satírico influyó en la obra de varios grandes de la literatura. Desde Cervantes, quien desmitificó las novelas de caballerías, pasando por Swift y sus Viajes de Gulliver , Bergerac en Viaje a la Luna , o Lewis Carroll y sus dos Alicias. El viaje de la imaginación era pérdida, disparate estético de la razón.



Dos: un poco más acá

En el siglo XIX, la erudición geográfica, los múltiples viajes por Europa, Africa o América y el fanatismo por los adelantos tecnológicos derivó en grandes novelas de aventuras. Verne, Stevenson, London o Conrad hicieron de sus biografías un modo de narrar el mundo. La ficción asimilaba la realidad, la refería y hasta predecía su futuro. En el siglo XX, el viaje se relaciona con el LSD, la deriva mística, la ruta, el exilio forzado o la crónica de guerra. El viaje es pura subjetividad, la primera persona se apura en el riesgo y aventura escenarios de desacomodo de los sentidos. Hay deleite en el abandono. Y se sobrevive para contarlo. Paul Bowles hace del nomadismo un arte, escribe El cielo protector , su primera novela, después de instalarse en Marruecos, habiendo recorrido Europa y México. William Burroughs, otro inclasificable, comienza sus viajes con la heroína, a la que mezcla con la ironía, como modo de experimentación contracultural.



Tres: nosotros, ahora

Frente a estos especímenes, el escritor del siglo XXI parece un viajero burócrata y fugaz. Un camafeo helado que debe moverse para sortear las deficiencias de la distribución editorial o las dificultades de publicación y territorialidad. Alguien que asume la frenética labor de la autodifusión en persona para no quedar aislado de posibles lectores y editores allende los mares.

Hay lecturas, viajes relámpago, disertaciones más allá del domicilio y otras delicias que implican ser rápido de valija, contar con espíritu sociabilizador y no tener carácter fóbico o esquivo. El escritor viaja con su teclado, escribe en habitaciones descartables y revisa mails en aeropuertos o terminales. Se hospeda en pequeños cuartos de provincia o espléndidas habitaciones internacionales, y sondea su ficción frente a un plato de pasta o en presencia de autoridades de diversa calaña, a sala llena o vacía.

Debe afilar su lengua en un par de idiomas y corregir su ponencia con los pies fríos, en un estado de alteración constante. Hay insomnio, trago, despiste. También sucesos de amor, disfunciones gástricas o ausencia de sentido.

Viajar no garantiza ningún avance epistemológico. Uno prospera y retrocede en un damero cada vez más gastado. No hay tiempo para la reflexión crítica. La consigna es clara: vaya, hable, venda y vuelva.

Estas actividades extraliterarias llegan al paroxismo si se resulta beneficiario de un premio multinacional de suma astronómica. En ese caso, el escritor se convierte en un expedicionario de la conferencia, un visitador de librerías y suplementos foráneos, una especie de rockstar, sin banda pero con micrófono, que insta a lectores esquivos a leer su ficción mientras ensaya una y otra vez cómo aparecieron los personajes, cuáles son sus escritores preferidos y a quién va dirigida la novela. La llegada a su próximo proyecto de escritura puede verse perturbada una vez concluida la gira porque el mareo persiste. Aun cuando la valija haya sido vaciada.

No es de sorprender que la literatura resulte cada vez más doméstica. Pareciera que el escritor cultiva la inmovilidad geográfica como método de curación instintiva. ¿Ya no quedan Homeros en la literatura? ¿El viaje es un trámite? ¿Perdimos el registro?



Cuatro: pero el viaje altera

Aunque a simple vista el escritor del siglo XXI pueda resultar menos emotivo, un desapasionado del acontecer, no hay viaje que no contemple el extravío. Por cómoda que parezca la travesía, por tibias o absurdas que parezcan las motivaciones, el escritor en viaje es alguien fuera de lugar. Y sin lugar, aparecen los desajustes. La literatura está hecha de orden y desorden en alternancia.

El mundo está para ser cuestionado. No es conveniente escribir sin salir de casa. Si bien realizamos viajecitos diarios a bordo de nuestras computadoras, esas navegaciones aparentes son un como sí caprichoso. La información se simula, los datos están tergiversados, las imágenes se alteran. No hay como hacer una mínima valijita y aventurarse lejos de casa. Así sea al pueblo más cercano. La ficción, agradecida.



Cinco: viva el movimiento

Hace un par de meses me tocó viajar a Francia a una invitación doble: Le Festival du Livre de la Canebière en Marsella y Le Marathon des Mots en Toulouse. Mis desplazamientos coincidieron con la escritura de una nouvelle que inicié el mismo día de mi partida. Entonces, no viajé sola. Mi personaje coincidía conmigo en el espacio, aunque vivía en otro tiempo. Lo hice amar donde yo dormía, padecer mientras yo disfrutaba.

Pasé en tren por Cannes sin levantar la vista, atrapada en la escritura de ese ser inquieto que me habitaba desde el teclado. Además de las charlas, de los lectores ignotos, del placer de los encuentros, deseaba quedarme sola para hacer crecer a mi criatura, de sexo masculino, que aguardaba inquieto en la habitación del hotel. Viajamos los dos, él y yo. Quién es más verdadero.

Al llegar a casa, las imágenes propias se fundieron con los episodios ficcionales. El viaje se había duplicado. Uno viaja para ser otro, sin dejar de ser.

Viajares un modo de contar el mundo

REVISTA Ñ
LITERATURA 11/9/2013
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