sábado, diciembre 10, 2022

Fernanda García Lao: «Entrar y salir de un duelo es también entrar y salir de la locura»

Revista Mercurio. Cultura desorbitada Sevilla. Bruno Padilla del Valle --------------------------------------------- Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) escribe teatro, novela, cuento y poesía, pero cómo se llame lo que hace le importa más bien poco. Saludada ya hace un decenio en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de «los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana», su obra apenas ha trascendido en su país de adopción, el nuestro: hija del legendario periodista argentino Ambrosio García Lao, su exilio la llevó a vivir en Madrid de los 10 a los 23 años y ahora reside en Barcelona, aunque vivió en Praga, ciudad literaria donde las haya. Esta entrevista también es pura literatura en sus respuestas y, a pesar de haberlas armado oralmente sobre la marcha —aquí se presentan sin apenas edición— en el marco de su visita a la pasada Feria del Libro de Sevilla, encierran la sabiduría y la capacidad reflexiva de su experiencia enseñando a leer bien y escribir bien. Solo podemos escucharla con atención, interrumpirla lo menos posible y asombrarnos de hacia dónde conducen sus elocuentes derivas. El libro del que vamos a hablar es, sin que pretendamos ser redundantes, puramente literario: Sulfuro (Candaya, 2022) se desenvuelve en el territorio de las ideas y de la evocación de experiencias, sensaciones, flujos de conciencia. Una novela filosófica y fantástica, que a ratos asemeja un cuento de terror y locura, donde la conciencia de muerte y de la «gente sufrida» de su protagonista, una mujer de treinta y tantos divorciada y recasada, madre a su pesar de hijos vivos e hijos muertos, no encaja nada bien con su sometimiento a la rutina, las horas muertas. Retrato de mujer vacía —o vaciada— de vida, casi una muerta en vida, embalsamada, que atraviesa un alucinado proceso de duelo y desconsuelo: «Qué se puede esperar del mundo si la gente más interesante está muerta». Mujer afantasmada y que reencarna o reemplaza a otras en esta pesadilla paranoide entre dos mundos, acá y allá, que al aparearse engendran monstruos y fantasías necrófilas. Fernanda García Lao esgrime con maestría retórica y sublime concisión sus innumerables recursos en estas páginas. Como lo fue antes la profética Nación Vacuna (Candaya, 2020; una semana antes de que estallara la pandemia), este libro es solo una muestra de ellos y de su osadía, que procede de una visión de la escritura como el acto de jugársela en cada frase, más aún en estos tiempos en que abundan los burócratas metidos a autores. «[E]se temor es lo único que te pasa», se dice la protagonista de Sulfuro. «Para qué cuidarse».
Esta puede considerarse una obra en torno al deseo (incluido el deseo de muerte). ¿La pérdida del deseo es la muerte en vida o crees que la protagonista reivindica el derecho a no desear? Son temas interesantes. Por un lado, la relación de Eros y Tánatos no es un invento mío, afortunadamente [ríe], pero sí que tenía una necesidad de literalizar la metáfora, de preguntarme qué pasa si lo que deseas está muerto. ¿Por qué hay que gozar de lo vivo, cuando lo vivo está pervertido o es violento? Por otro lado, la religión se dedica a adorar a ausentes, y existe una especie de gozo en ese silencio. Pienso en Ignacio de Loyola, en Teresa de Jesús, esa invocación que es muy erótica, porque el otro es el amado; el amado fuera del territorio de lo vivo y de lo real. Sulfuro también es una pregunta sobre qué es lo real y cuáles son sus márgenes y, más que una novela fantástica, es una novela sobre la locura. Hoy, por ejemplo, cuando venía para acá y tomé el tren para llegar a Sants, en Barcelona, había un señor hablando consigo mismo que decía «esta guerra es interminable». Y yo me preguntaba de qué hablaría, si de Ucrania o de sí mismo. Todo el tiempo pasan esas cosas, o yo las veo [ríe], y me gusta escribir en torno a esas preguntas que no tienen respuesta. Pese a lo que dices, inevitablemente me trae ecos de la literatura de género; sin duda el gótico, como la fuerte presencia de la casa. Me divertía eso, jugar con los moldes para construir otra cosa. Hay una casa, hay fantasmas, hay muertos, hay apariciones que no se termina de dilucidar si son verdaderas o no, y sin embargo es más una novela existencialista que una de terror. Sin duda es una angustia muy pegada a lo cotidiano y lo rutinario, ¿querías retratar en cierto modo lo absurdo de la maternidad acelerada y estresada de clase media? Sí, hay algo que es el germen absoluto de esta novela, que es el barrio donde yo vivía en Argentina antes de mudarme acá. Mi casa estaba a doscientos metros del cementerio, y es un barrio burgués, donde hay jardineros, servicios de seguridad y mamis que manejan camionetas; se parecen mucho a las que figuran en Sulfuro como personajes secundarios. La protagonista, que tiene que asumir hijos que no son propios desde el mandato patriarcal, por supuesto, se casa con este tipo que pretende que ella haga la tarea que le correspondería a él. Algo que se asume con mucha naturalidad, salvo para ella, que no distingue muy bien entre sus abortos y los niños reales. Es una crítica a las familias tradicionales, al adoctrinamiento en una fe o en el matrimonio o en la maternidad, al hecho de no ser capaz de andar por fuera del surco. Por eso necesitaba que la novela fuera rápida; que, pese a lo que pudiera parecer en términos políticos, fuese punk en el sentido de que no tuviera mucho tiempo para contarla y ella no se detuviera a pensar, porque va como llevada por la angustia. Va abandonando todo y lo deja a medias, sin hacer, no es buena para ninguna de las tareas para las que ha sido programada. ¿También por eso eliges esa peculiar estructura en breves capítulos o escenas fragmentadas? Sí, y por lo que te comentaba antes de mi experiencia en el teatro: no puedo dejar de pensar en cuerpos y en espacios reducidos. Me gusta trabajar pensando que esos capítulos son pequeños núcleos, que incluso concluyen en sí mismos y que se articulan entre sí por medio de las elipsis y del vacío. Además, como lectora me aburre mucho cuando me cuentan todo. No quiero saber todo, quiero que me hagas una edición [ríe] de lo que me vas a contar. Me parece que contar todo es de autor perezoso. Y, por otro lado, para hacer eso tienes que estar subsidiado o algo así, porque si necesitas años para escribir cada cosa… Las novelas excesivamente profusas me parecen un abuso de confianza, como decir «yo he estado escribiendo esto mil años y tú dedícame seis meses para leerlo». Creo que exigir esa fidelidad es excesivo. Prefiero que el libro se devore y que luego regrese a tu cabeza, que proyecte alguna sombra, porque tampoco me gusta la lectura fast food, de comida chatarrera. Me gusta que el libro, de alguna manera, te atrape y que te suelte y que luego seas tú el que decida volver. Parece que el libro cobra valor artístico en función del número de páginas cuando en el cine, por ejemplo, nos quejamos (muchas veces, con razón) de una duración excesiva. Sí, como si se vendieran al peso. A mí los libros que me interesan como lectora son libros más bien verticales, no horizontales. Los que crecen en profundidad. Esto de tenemos tanto tiempo y espacio y vamos a dedicar doscientas páginas al primer año de mi vida… la verdad, no es para mí, ni como lectora ni como escritora. Creo que escribo como me gusta leer. Aunque luego no me vuelva a leer, por supuesto [ríe]. ¿Nunca relees lo publicado? ¡No! Salvo cuando me van a traducir, entonces tengo que regresar a ellos por dudas puntuales que se plantean. Hablando de ese afán esculpidor y pulidor de la edición de tus textos, ¿los recitas en voz alta durante el proceso de revisión? Sí, obvio. Y creo mucho en la oreja. Me parece que cuantos más sentidos intervengan en la escritura, mejor. La vista es mentirosa. Como yo trabajo muy obsesivamente las frases, tienen que sonar bien y necesito que lleven un ritmo particular, que no haya cacofonías, repeticiones, rimas o errores de fonética. El libro también es música y cómo es dicho, cómo pasa por la garganta para mí es superimportante. También cuando doy talleres pido que se lea en voz alta, está bien hacerse cargo de lo que se escribe. Más allá de que no por ser autor debas tener dotes orales, porque es real que hay mucha gente con vocación de parlanchín que no escriben bien. Pero en el texto sí, tener oído es muy importante. Por otro lado y viniendo del teatro, tengo la noción de que algunas frases pueden resultar muy bonitas, pero a veces sobran. Me interesa sobre todo ver cómo es ese tránsito del fraseo, qué antecede a qué y cuál es el anzuelo. Hay mucho humor retorcido en toda la novela, que estalla en algunos punchlines o remates de cariz cómico pero que también hurgan en la herida. Lo que pasa es que a mí me encanta el humor, no puedo prescindir de él. Creo que el humor, en su dosis homeopática, es perfecto. Las novelas jajaja no me interesan, pero la solemnidad me resulta sospechosa. Creo que hay algo que emparenta un poco el humor con la poesía, y es que tienen ese poder de revelación o de asociación de cosas imposibles entre sí, que en unos casos produce hilaridad y en otros, el efecto absolutamente contrario de monstruosidad. Pero bueno, también lo monstruoso resulta cómico. En realidad, todo es cómico. Hay algo como de absurdo que no puedo dejar de ver en el mundo. Las plantas-abortos son una representación bastante insólita y tabú. ¿Estos personajes como de magia negra se hallaban desde el principio en tu concepción del relato? Yo es que no diseño la narración con anterioridad. Lo que sí hago es avanzar y retroceder todo el tiempo. Había algunas claves que tenía previstas, pero luego me gusta no saber, me gusta ir descubriendo a medida que ocurre. Un poco como si yo fuera ella, o un poco lo que pasa viviendo, no sabes lo que viene mañana. La gente muy previsora no hace más que equivocarse [ríe], o cumplir con esa especie de práctica de la previsibilidad que es aburridísima, y en la escritura sobre todo. Entonces no tengo más remedio que avanzar veinte páginas y retroceder; con lo aprendido, empiezo a dar ese tinte necesario para lo que lo había antecedido, casi a oscuras y como si fuera escarbando y encontrando restos arqueológicos de esta historia. No está nunca la vasija completa; encuentras un pedacito e infieres que aquello era una vasija. Me gusta mucho trabajar así. De hecho, hay algo que creo que también viene de lo teatral, que es la hipercondensación. Decías lo de las películas largas, pero en el cine sí puedes tener a la gente tres horas; en el teatro, no. No se aguanta y, si se aguanta, se duerme la mitad de la platea. Así que existe una cierta furia de mantenerte despierto que también te obliga a ir descubriendo. Yo soy la primera que no se puede dormir. Cuando estoy en esa situación de escritura de una novela, el mundo entero hace sentido para mí y está lleno de pistas que, metamorfoseadas, luego forman parte del relato; o a veces no. Sulfuro tiene un montón de cosas que me obligué a hacer. Como vivía al lado del cementerio, hubo un momento en que ella decide ir y colarse en un entierro. Pues yo fui y me colé en un entierro. En realidad había dos en ese momento, así que elegí uno [ríe], el que estaba más concurrido para no llamar mucho la atención. Estaba allí con gafas de sol, seguí al coche fúnebre y a la fila de deudos, sin saber si era hombre o mujer porque estaban solamente sus iniciales; tal cual aparece en la novela. Fui hasta la última instancia, el nicho, pero me fui sin saber. Varios me miraron, y completo esa escena en Sulfuro pensando que a ella le llamaron la atención diciéndole «usted estuvo metiéndose en muertes que no le corresponden». Me gusta mucho eso que escribes de que en el cementerio «[n]adie pregunta por el dolor ajeno, por si viene una respuesta». Sí, es algo así como decir «respete mi dolor». En el cementerio me ocurrió que, habiendo pasado muchas veces por los mismos caminos, cuando estaba escribiendo la novela encontré el mausoleo, o más bien una pequeña cripta, del Colegio de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires, con una escultura gigante de esta mujer que estaba con las manos así hacia delante, como sonámbula, y me dije «¡la escribana!» [ríe]. Tal cual está descrita en Sulfuro. Lo que pasa es que yo creo que, si somos sinceros, esto no es un oficio. Hay algo de vicio, más que de oficio, en escribir. Por otro lado, es una locura controlada, porque de la locura no puedes entrar y salir, y de la escritura, sí. Pero hay algo también como de cruzar algunos límites, a mí me gusta eso. Se notan los libros hiperracionales o los libros de mercado, la libido domesticada. En Sulfuro hay algo de desborde, de desparrame, de corrimiento, de desplazamiento de la norma. Y creo que entrar y salir de un duelo es también entrar y salir de la locura, cuando somos educados en una especie de eternidad que no funciona, como negando todo el tiempo que vamos al hoyo directos. Es una sociedad muy enloquecida; ¿cómo se puede escribir racionalmente la manera en la que se vive? Ahora que dices lo de entrar y salir de la escritura, Leila Sucari (que fue alumna tuya) ha contado que le dijiste que no sabías si harías más novelas. ¿Cómo supiste? [ríe] Por una reseña suya de Sulfuro, muy literaria, muy bien escrita. Ah, no la he leído… Lo saco a colación porque no sé si esta ha sido una novela especialmente dura de escribir o porque quizá te gustaría seguir encontrándote en la poesía, los cuentos o el teatro; aunque este libro tiene algo de todos esos formatos. Es que creo que, en cierto modo, nunca he escrito una novela convencional. Jamás. Entonces ahora estoy escribiendo y no le doy nombre a lo que hago. Ya hace rato que no me interesa inscribirme en ninguna categoría. Creo que el hecho de haber atravesado esta novela que, sea o no convencional, tiene un asunto que la mueve, un motor como muy claro y una sola voz, una coherencia dentro de ese mundo, por momentos se parecía peligrosamente a algunos sectores de mi vida, en el sentido de que mi casa era una especie de doble de la casa de la protagonista, aunque no tenía un escribano ni niños en las macetas ni nada de eso [ríe]. Me pasaba que yo escribía «llueve»… y llovía. Me pasó un par de veces que lo que estaba escribiendo, ocurría. Sencillamente como si el presente dictara el texto y también ese desdoblamiento se volviera a doblar, como si fuera un pliegue de lo plegado. Así que creo que sí necesito tiempo, más allá de que ya tengo un libro de relatos que escribí a la vez que algo de esto último. Además, en el ínterin ya había muerto mi madre y ocurrió también que no sabíamos qué hacer con sus cenizas y yo dije «al río no, por favor». Había un montón de cosas que empezaban a coincidir de alguna manera. Y me pasó con Nación Vacuna también que, bueno, iba a venir a presentarla y estalló la pandemia y había que vacunarse. Yo decía «no puede ser» [ríe]. Y un montón de asuntos como los apestados, las fake news, esa especie de realidad adulterada y distópica que vivimos, estaban en consonancia con la novela. A ver, no es que sea magia ni nada por el estilo, pero creo que cuando está afinado el instrumento, es fácil percibir lo que pasa de largo cuando estás distanciado de ti. Hay algo de la introspección que requiere la escritura que te conecta no solo con el aquí y ahora, sino con un poco atrás, un poco ayer y un poco mañana. Y entonces el paraguas abarca más que el aquí y ahora, que siempre, además, es tan mínimo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Fernanda García Lao: “Me interesa lo que el cuerpo le hace al lenguaje y viceversa”

Cultura Clarín Ines Hayes La narradora, poeta y directora escénica acaba de publicar nuevos cuentos en Teoría del tacto. Cuenta aquí que...