Cuento inédito publicado en El periscopio. La Marea 86. España, 2022.
Cada pesadilla anuncia su carácter artificial,
pero el miedo es verdadero. Esos pies recurrentes, las uñas duras que raspan
sin querer las piernas. El peso de un cuerpo macizo sobre las costillas. Cuando
abre los ojos, sola. Tarda en recordar dónde está.
La cama de sus padres tiene algo de barco a la
deriva. El colchón se hunde en el medio, la almohada es larga y dura. El
crucifijo en la pared, una amenaza. Siempre pensó que era demasiado grande,
fuera de escala. De chiquita imaginaba un derrumbe cada vez. Entrar al
dormitorio y encontrar a sus padres muertos, sangrando bajo la cruz.
Se levanta antes del amanecer. Se pone la bata
de su madre, que apenas le tapa las nalgas. Las pantuflas del padre no se las
pone. Descuelga a Jesús para llevarlo al comedor. El suelo está helado. Si abre
los labios intuye el vaho que la sigue. Camina descalza por el pasillo, a
oscuras, el interruptor está muy alto. Cómo hacían sus padres para prender la
luz, tan bajitos los dos. Los imagina subidos uno sobre el otro como acróbatas
viejos, perdiendo el equilibrio. Sigue hasta el comedor, doblada por el peso.
No hay más lugar en el bolso que está sobre la mesa. Deja a Jesús en el suelo,
junto a la puerta de servicio. No habrá manera de bajarlo sin ascensor. Se
pregunta cómo habrán subido y bajado las escaleras sus padres hasta el tercer
piso. Aunque es verdad que la muerte los sorprendió en la escalera. Él resbaló
y, al agarrarse de la esposa, la arrastró consigo.
En su antiguo dormitorio no queda casi nada.
La cama se la llevó cuando se fue a vivir sola. Las paredes están desnudas, su
cajonera, vacía. Esas patas con forma de garra todavía la perturban. No le permitían
dormir cuando era chica. Si cerraba los ojos, escuchaba sus pasos sobre el
parqué. La cajonera se deslizaba sutilmente hasta su cama, destapándola. Se
subía sobre ella. Cuántas veces se la quiso sacar de encima. Odiaba el siseo de
esas pezuñas contra las sábanas. La cajonera le respiraba en la oreja, se movía
con desenfreno. Ella tardaba mucho en abrir los ojos cuando volvía el silencio.
Al hacerlo, la encontraba en su lugar, con el jarroncito de rosas encima. Cómo
va a montarte una cajonera. Son tonterías tuyas, le decía su madre, mientras
cambiaba el agua del jarrón, que siempre estaba sobre el mueble.
En el baño, el plástico de la ducha está
hongueado. Se lava las axilas con agua fría y un pedazo de jabón endurecido que
huele como sus padres, como ella recuerda que olían. Se viste rápido, tiene que
irse. La casa entera es un mal sueño. Como aquel en el que golpeó a la cajonera
con el jarroncito y le clavó un pedazo de vidrio. Las rosas quedaron en el
suelo, pisoteadas. A la mañana siguiente, el que estaba herido era su padre y la
cajonera no había sufrido ningún daño. Según dijeron, saltaron los fragmentos,
la madre tuvo que curar al lastimado. Cómo se manchó el camisón de ella, nadie
pudo explicarlo. La sangre parecía una medalla de guerra, una herida brillante
y tenebrosa. Después de aquello, la cajonera desistió de montarla. Y su padre
se volvió más hosco, la cicatriz le había cambiado el gesto.
Termina de acomodar las cenizas de ellos, los
cubiertos de plata. Arrastra el bolso hasta la puerta de servicio, abre
esquivando la cruz. Deja todo en el cuartito de la basura. Cierra. Baja los
tres pisos liviana. Tan huérfana, que casi resbala de felicidad.
Fernanda García Lao.
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