Por Fernanda García Lao
Para LATIN AMERICAN LITERATURE TODAY
University of Oklahoma
Cada vez que asomo a
un texto de Clarice Lispector,
tengo la sensación de
que respira: acaba de ser escrito para mí, está crudo. Lo que se revela parece
reciente. Como si la narradora acabara de dar con la idea que ha de carnalizar
para que yo pueda probarla.
Acaso escribir no sea
más que apresar el tiempo, o esa voz que irrumpe y nombra lo que acaba de ver, antes
de que desaparezca. Pasado y futuro suceden ahora.
Escribir así no
sucede para mentir, sino para encontrar verdad en lo que aún no fue pensado. Para
ver de un modo nuevo lo que creíamos entender antes de interpretarlo. Escribir es
interpretar a qué suena el mundo. Cómo se lo toca. Con qué palabra.
“Cada cosa tiene un
instante en que es - escribe en Agua viva- quiero adueñarme del es de la
cosa”.
Leerla me da vértigo,
es como ver un pozo en el momento en que está siendo cavado. La cuestión del
tiempo, su devenir, es puesta en duda.
“Entre la actualidad
y yo no hay intervalo”.
De su obra, regreso cada
tanto
a La Pasión según
GH, a Agua Viva y a La hora de la estrella, es decir, a su periodo
último. Estos textos sin género, indefinibles, condensan lo minúsculo mientras
abren el espacio. Trémula tensión entre el núcleo y lo universal. Contra la
idea del círculo, de lo acabado, Lispector es rizoma puro, aluvión.
La primera persona desencadena
su curiosidad por un objeto/sujeto que ha ingresado en su campo de interés, al
que desea entender con el cuerpo entero, ser atravesada por él y nacer otra. La
voz narrativa no cesa de preguntar, desde la orfandad más absoluta.
Para no caer,
la narradora de La
pasión según GH pide desde el inicio que no la suelte, que haga el
recorrido de su mano. Lo pide a título personal, al yo que lee:
“Mientras tanto necesito aferrar
esta mano tuya”.
Entonces se la doy, imposible
desatender el pedido. Vamos juntas a lo oscuro, el infierno así no está tan solo.
El placer de la travesía excede la oscuridad, porque una idea es un destello de
inteligencia, aunque lastime.
“Yo, viva y
reluciente como los instantes, me enciendo y apago”.
Que el lenguaje sea un
desvío,
que el espacio de la
página sea tiempo, cuerpo, memoria. Que las palabras se organicen de un modo
nuevo. Que digan como si fuera la primera vez. Escribir requiere de palabras que,
como sabemos, son anteriores a quien las llama, palabras ya nacidas que tienen
su carga y su sombra.
La escritura de Lispector
no sabe de géneros ni de especies. Ni siquiera de sí misma hasta que aparece. La
prosa está contaminada de poesía, lo humano y lo animal son confabulaciones contiguas.
Inventa su bestiario mientras concibe una excusa para que la escritura sea una
cruza de actos animalizados e invención inhumana. El animal se comporta como
persona, ser persona no alcanza.
“La cucaracha no
tenía nariz. La miré, con su boca y sus ojos: parecía una mulata agonizando”, La
pasión según GH.
En Agua viva
se propone
escribir con todo el
cuerpo. En La hora de la estrella vuelve sobre esa idea, que ya había
extremado de modo hiperbólico:
“Y cuando entrecerró
los ojos nublados, todo quedó de carne, al pie de la cama de carne, en la silla
el traje de carne que el marido había arrojado, y todo, casi, le producía
dolor”. Devaneo y embriaguez de una muchacha, Lazo de familia.
Lispector ensaya
distintas formas para cada texto. Cada fragmento de Agua viva es como la
hierba de un jardín seccionado, el silencio que se produce en el borde.
“El día parece la
piel estirada y lisa de una fruta”.
Sin cronología, la
asociación sustituye la estructura tradicional. Liberada de las descripciones banales,
la narración avanza como una flor hambrienta. Así construye la voz, sin
personaje. El personaje es la palabra.
“No quiero tener la
terrible limitación de quien vive sólo de lo que es pasible de tener sentido.
Yo no: lo que quiero es una verdad inventada”.
Agua viva fue
comiéndose a sí misma, perdiendo carne del borrador inicial. Despersonalizada,
casi desnuda, el vestido fue el lenguaje.
Hay una conciencia
poética y filosófica de la fatalidad
en su obra, que se
vuelve más inquietante cuando se desentiende del argumento. Personajes que
actúan de sí mismos, que se imitan, hacen como si existieran. Gente
extraviada en su cuerpo que de pronto regresa por un acto cualquiera. A partir
de una falta es trasfigurado, recuperado por el lenguaje:
“Lo bueno del acto es que nos supera”.
Y luego está ese
tratado de escritura de ficción
que es La hora de
la estrella. Que funciona también como diario:
“Escribo porque no
tengo nada que hacer en el mundo, estoy de sobra”.
Donde decide ser un
narrador que se dedica el libro a sí mismo, a su nostalgia. Apenas travestida
de escritor, de nordestina, acomete la historia de cómo contar a partir de un
asunto diminuto. Una historia “en estado de emergencia y de calamidad pública”,
que pone en cuestión los principios fundantes del relato. Desde la dificultad primera:
empezar cómo, si el mundo es previo a cualquier relato y se llega siempre tarde
a él. Las cosas antes del relato de las cosas.
Un narrador que desea
contar en frío una tragedia que no le pertenece. Con un personaje central que
es una mujer sin atributos. Desheroizada, una dactilógrafa sustituible, a decir
de quien la inventa, que vive sin registrarlo, llevada por los acontecimientos,
ajena de sí.
Aquellos que se
resisten a leer a Clarice Lispector
tienen una disculpa:
es incómoda. Los que precisan que una historia se comporte como una larva que
nace crece y se abandona se sentirán perdidos. A los apegados al sonido que la
realidad imita en algunos textos les parecerá insólita. Por la desmesura de su decir
la juzgarán de ensimismada. Por prescindir del lenguaje descriptivo, de ilegible.
Hay quien escribe de
estructuras, de relatos con certeza, desde ventanas abiertas o fascinados por
los mecanismos del texto como si fuera un juguete. Hay quien concibe personajes
tridimensionales o planos, con o sin psicología. Hay voces en primera apegadas
a la confesión o en tercera, desvinculadas. Hay quien irrumpe, quien se amolda.
Lo que fluye en
Lispector no es la conciencia
sino la inconciencia,
la abstracción. El saber del cuerpo se alza en las palabras como si no fueran
de este mundo. La extranjera localiza rápido lo extraño. Vivir no se entiende. El
lenguaje se queda corto, a veces. Cuando pretende aseverar sin probar físicamente
una idea, fracasa.
Lispector desea ser
leída por “personas de alma ya formada. Aquellas que saben que la aproximación,
a lo que quiera que sea, se hace gradual y penosamente -atravesando incluso lo
contrario hacia lo cual nos aproximamos”.
Se presenta como una
escritora amateur, que huye de la categoría de profesional. Alguien a
prueba. Que asume la inutilidad de responder antes y después sobre lo escrito.
Qué es el tiempo,
cuál el fenómeno, a qué sabe la eternidad,
de qué color es el
miedo, qué significa soy. Quién me habita. El asombro de ser una inicial en la
valija, querer probar lo inhumano. He ahí sus planes.
“Fuera del agua el
pez era forma” dice. Quién puede desmentirla.
Leyéndola encuentro
mi escritura ahí, la que es anterior
a su lectura. Ideas que yo consideraba propias
que ella ensayó mucho antes, revelando que no sólo no eran mías, sino que pertenecían
a un universo previo, que cambia de cuerpo y de lugar, que no es poseído nunca.
Hay asuntos que son umbrales de creación: lo inmundo, la palabra como pieza de
carne, el temor a deleitarse en lo terrible, la alegría de abandonarse a la
fiera que se intuye bajo la máscara perfeccionada hacia afuera, la pretensión
de que el discurso encuentre una forma nueva. Un campo poético familiar que
ella extrema y que me obliga a inscribir mi propio acto de escritura en un
linaje. Cada cual se arma el álbum que precisa. Ella estaba en el mío, aunque
yo no lo supiera. En todo caso, leerla me habilita. Y sé que no sucedo sola.
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