jueves, octubre 15, 2015
Fuera de la jaula, fragmento
El día de mi muerte estaban todos. El invierno se había detenido y giraba sobre sí mismo como un tornado. Era una fecha patria, no recuerdo cuál, pero estábamos exultantes. Había enormes escarapelas cosidas a la ropa, a las cortinas, al pecho. Chorreaban nuestros corazones en límpidos destellos. Y reíamos.
Yo amaba ese tipo de celebraciones. La abundancia en el vestir, en el decir, me hacían sentir histórica.
Yedra había planchado las camisas y los trajes pálidos de mis hijos. Vestían iguales, bajo lema.
Antes de ir al Puerto a recordar la hazaña olvidada, salimos al patio trasero para cantar el himno. Arriábamos la bandera con cualquier excusa. Nuestro delirio marcial ya no sorprendía al vecindario. El oído plano de esa gente sin patria había incorporado los clarines y estridencias de las batallas que inflábamos contra la amnesia, con la sumisión típica de la clase acobardada.
Esa mañana, el Coronel y yo nos ubicamos en fila india. Él adelante, yo no. Yedra, a un costado, controlaba el tocadiscos. ManFredo, un poco más lejos, observaba el sol o su contrario.
Desde el cuartito de revelados, los ojos grises de Lana brillaban en la oscuridad.
Cantábamos con la mirada fija en el norte, corridos, con el eje rengo. Las palabras amargas y el aliento recién levantado caían sobre las baldosas frías. Yo decía Vamos, con fuerza. Pero nadie me escuchaba. Mi familia cantaba sin fervor. Las antiguas glorias sonaban cada vez más aguadas, más chirles. La única que cantaba con encono era yo. Exageraba los finales para demostrar mi capacidad pulmonar. También gesticulando era excesiva. Marcaba el compás con el pie derecho, taconeando para sostener el ritmo. Porque si no, el grupo se caía. No es fácil liderar tanta sordera.
Sin embargo, ese día había nacido para la tragedia. En la mitad de una frase, al purpurado cuello, un imponderable provocó mi silencio. Y después, el declive.
De algún modo, un LP se clavó en mi yugular como un bumerán demente. Y no entendí quién o qué me lo había lanzado. Tal vez, la poética sangrienta de la frase se había encarnado en mi cuello. Ensangrentada, dije algo que nadie entendió, mientras un coágulo manchaba mi vestido. Me brillaron las pupilas encandiladas de muerte y después me agité. Los ojos se detuvieron en pleno vuelo y quedaron aleteando sin ver, llenos de imágenes de la familia —que ausente— se derretía como manteca al fuego. Ellos seguían cantando despacio, imperturbables.
Fue tan inesperada y hermosa mi muerte que, por un instante, nadie reparó en ella. Ni siquiera yo.
—La señora está rara —dijo Yedra, de pronto.
Perdí el equilibrio y el Coronel quedó paralizado. Man se tapó los ojos. Fredo sonrió como un quiste abierto.
Domingo le ordenó a Yedra que detuviera el tocadiscos que giraba inútilmente. El lado B, versión de la Policía Federal del ’45, se había terminado. En mi cuello goteaban sus corcheas. Así me terminaron. El patriotismo duele. Una crueldad consciente y desquiciada le tira en contra.
—¿Se suicidó? —preguntó el Coronel temblando.
—No sé, me estaba acomodando una media —contestó Yedra.
Man miró a la izquierda, Fredo a la derecha. Nadie, nada. Sólo algunas bolsas de plástico danzaron sugerentes junto a la medianera.
Una lluvia ligera se descolgó del cielo en el instante en que el Coronel lloró. Le había entrado una basura en el ojo.
Se miraron y no supieron qué. Finalmente, Yedra reaccionó y llamó a la doctora Heine, que vivía a la vuelta. Nadie quería tocarme. Tuvo que ser ella la que me sacara el disco del cuello.
En el LP, quedaron algunos montículos secos, costritas mortales que nadie vería. Si lo hubieran escuchado, la púa se habría detenido frente a esas elevaciones de leucocitos muertos. Al purpurado cuello, al purpurado cuello. Pero nunca quisieron escuchar mi muerte.
El Coronel prometió encontrar al asesino, pero la complejidad de la tarea terminó dejándolo afuera de la investigación. Sin haberla comenzado.
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