jueves, septiembre 26, 2019

Con el cuchillo entre las manos

En –El tormento más puro- Fernanda García Lao introduce la ficción en la realidad con su característica violencia poética.

POR: GABRIEL RODRÍGUEZ MOLINA
DIARIO EL DIA



Treinta y seis relatos acuna –El tormento más puro- (Emecé, 2019) de la escritora Fernanda García Lao (Mendoza, 1966).

En este libro, que empieza con la frase del poeta inglés Ted Hughes “Unas pocas palabras húmedas han transformado una úlcera de núcleo amargo en algo delicioso” se declara una instancia poética. Una posición: La palabra corta. Atraviesa el cuerpo. Se hace carne. Y García Lao la utiliza como un bisturí con el que cincela el esqueleto del lenguaje. E introduce, por esas grietas, la ficción en la realidad. La brutalidad en lo doméstico. Lo lisérgico en lo familiar. Lo perverso en lo sexual.

La que más atraviesa al libro es la ausencia, al estilo de La voz humana de Cocteau, como si hilvanara cada relato. La ausencia de la madre que ha muerto. La ausencia del cadáver que falta. La ausencia de moral, de identidad. La ausencia, siempre la ausencia; que se instala poéticamente.
“Porque la tensión hacia la poesía es producida al principio por el ansía de realidades espirituales desconocidas, presentidas como posibles” escribió el poeta italiano Cesare Pavese en su diario. Y es que el seso de este libro se encuentra allí, en lo laxo de la posibilidad, en la verosimilitud de la correntada, en la descripción que pasa por el filtro de la voracidad, en el arco que se forma entre el tono especulativo y la territorialidad de la carne. En la re- significación del vínculo en la línea del cuerpo. En lo desconocido.



El libro crece hacia adentro. Hay personajes que parecieran escribirse a sí mismos. La presencia de la ausencia está allí en los relatos donde convive la lascivia, el sexo anal, la depresión, la noche, el odio y la escritura. Porque los personajes de García Lao (autora también de Muerta de hambre, Nación Vacuna, Fuera de la jaula, entre otros libros) escriben como lo hacían también los personajes históricos de Andrés Rivera -Castelli, Rosas o el Manco Paz-. Escriben como si no pudieran evitarlo, como si escribir, fuera en realidad, un reflejo fisiológico, necesario para extraer de las glándulas el pathos. Escribir desde la escritura misma, una doble operación en medio de la síntesis poética y la extrañeza.

En esa línea en el primer relato, el que da el título al libro, se lee “La pérdida del amor duele en los riñones, escribí” o “Estrenar el mundo es un acto estéril. Punto” o “Mejor una traición de la carne, escribí”.
En el segundo relato, Huérfanos en la nieve dice “Aún no he cumplido treinta y sin embargo escribo como una viuda de otro tiempo, anoté”. Y aparece también la contundencia de la primera persona, esa vibración íntima y profunda que abduce. Continúa la huérfana “Algo ardía en mí. El deseo de estar viva”, “Yo me sentí resucitar” y otra vez la poesía “Los cánticos guturales de los monjes resonaron en mis costillas […] Campanas lentas sonaron y recorrí el estómago del monasterio.”

Gotean oraciones astutas, con austeridad y belleza “Después del entierro, el cielo parecía un bache, una depresión oscura” “Mi boca crecía y se hacía pupila” “El amor, una categoría de lo muerto” “El dolor es un concepto humano” “El río es una frontera, una incisión que hiere”.
También la poesía se filtra en –La virgen y el cordero- en una atmósfera que combina el deseo sexual, el poder y la familia. Dice “Dos cabezas de cordero esperan a los novios. Fueron lavadas con prolijidad, separada la carne del hueso, filtrada la sangre. Los cráneos limpios resplandecen con el sol cálido del valle.”
El instinto animal parasita. Hay una inclinación hacia la autofagia. Lo perverso de la ficción que hace metástasis hasta el corazón del libro y llega a -Prohibido entender este momento-. Un relato que roza lo teatral, donde la genética dramatúrgica se presenta con una estética que hace acordar a la icónica obra de teatro (definida como un sainete de ciencia ficción) que nació en la escena independiente porteña a fines de los años ochenta -Postales Argentinas- (Bartís, Audivert). Donde los cuerpos pueden ser leídos y la esencia de lo literario irrumpe la vida. Signa y compone. Otra vez, la ficción en la realidad, entrando con el filo de la desmesura en el cuerpo de Hortencio, a quien sus propios familiares le han robado el cadáver de su madre para extorsionarlo a cambio de que se despoje de la biblioteca que lo ha parido. “La biblioteca soy yo, su señoría” dice Hortencio, y otros pasajes que revelan esta diseminación “Sin libros no hay humanidad posible” o “Intentó recordar alguna ficción que iluminara la casa de semejante desvanecimiento” además de las apariciones de Marosa Di Giorgio, Artl, Thoreau, el surrealismo, entre otros.

La experimentación de la autora se acentúa en el tercio final del libro. Por ejemplo en –Dislexia- donde las palabras empiezan a padecer, como si realmente se tratara de una dificultad del lenguaje que ha tomado el sistema nervioso. El relato va dilatándose en una primera persona, pero esta vez corrida, que sentencia en su vociferación amorosa, luego de un vómito de odio: No es vengnanza sino juticsia opética.
También en –Conmigo no cuenten- podemos ver esta maniobra que desdibuja la frontera entre lector y escritor, donde quien habla es leído como su estado lo indica. En esa sintonía de intensidad. En este caso, un relato sin puntos y apartes, que se lee con la velocidad de la furia de una madre que se desquita con los hijos que la han olvidado.
En –Rendija- (uno de los últimos) el relato crece desde una mirada perturbadora que hace acordar a La cuarta pared de Abelardo Castillo. Aquí lo siniestro dinamita en una simple oración con la que termina “La intimidad no existe”.
En casi todos los relatos García Lao nombra a la muerte. De varias maneras. Quizá la forma más poética de la ausencia, como la nombró el mismo Hughes en su poema Halcón posado “La asignación de la muerte/pues la sola ruta de mi vuelo es directa/y atraviesa los huesos de los vivos.” Ese es el tormento más puro, la poesía en el hueso de los vivos. En su carne. Allí se condensa, como lo llamaba Piglia, el tejido de las imágenes: En el cuerpo. En su pudor. Su virginidad. Su goce. Su finitud. Allí se aloja la tensión del tormento que sofoca, en el deseo. Que se alivia y se tensa. Formando un terreno discontinúo donde no tiene lugar la retórica del autor sino el flujo. El pulso del relato. El tajo, la digresión y el tajo. Así escribe Fernanda García Lao, como si tuviera un cuchillo entre las manos.

El tormento más puro, Fernanda García Lao. Emecé 240 págs.

Fernanda García Lao: "A mí me interesa la travesía de la escritura"

BLOG, ENTREVISTAS ETERNA CADENCIA

06-09-2019 Por Juan Rapacioli

"En principio es una escritura desbocada, sin control. Un automático surrealista. Me encanta jugar a no saber lo que viene, a soltar la razón. Luego hay una instancia de corrección y de cambio de temperatura que hace que el cuento se ponga más contradictorio", dijo la escritora argentina sobre su nuevo libro, El tormento más puro (Emecé).


Foto de Alejandra López.



Formas breves, filosas y enrarecidas configuran El tormento más puro, el nuevo libro de cuentos de la escritora argentina que se mueve entre lo siniestro, lo onírico y lo absurdo, con personajes llevados al extremo y escenarios alucinados donde el cuerpo ocupa un lugar central.

Nacida en Mendoza en 1966, García Lao vivió en España desde 1976 hasta 1993. Escribe narrativa, poesía, teatro y coordina talleres de escritura. Autora de una numerosa obra, la escritora habló con Eterna Cadencia sobre su nuevo libro, publicado por Emecé.



La mayoría de los cuentos son breves y contundentes, ¿fueron pensados como unidad o salieron en la pulsión de escritura?

En principio es una escritura desbocada, sin control. Un automático surrealista. Me encanta jugar a no saber lo que viene, a soltar la razón. Luego hay una instancia de corrección y de cambio de temperatura que hace que el cuento se ponga más contradictorio. Hay una perversión de la palabra. Son cuentos que se nacen a sí mismos, porque tienen ese principio anárquico. Después de esa aparición me gusta pensar una estructura más lógica. Es como si conocieras a una persona y no tuvieras en principio tiempo de saber quién es más allá de su acción; después, con la sucesión de cuentos, fui entendiendo de qué se trataba el conjunto. No era algo previo: la escritura me lleva, siempre. Descreo de lo contrario, al menos para mí no funciona. Creo que se llega a instancias ya conocidas. A mí me interesa la travesía de la escritura, perderme, indagar en el objeto.

¿La forma breve te sirve para pensar algunos temas centrales como, por ejemplo, la presencia del cuerpo? ¿Las relaciones corporales son también psicológicas?

No puedo separar la trama de su forma. Me parece que es una sola estructura muy orgánica: está dicho de ese modo y de otro no sería lo mismo. No creo que sea algo psicológico, no me meto en ese terreno, no lo controlo. Me parece que buscar la psicología en la escritura es un callejón sin salida. Estoy acostumbrada a sacar ese preconcepto de formas que se repiten. Me gusta romper ese dogma, no moralizar los textos. Es muy difícil, pareciera que el cuento es un género que se presta a la moralización. Me gusta sortear eso, si es posible; creo que cada uno de esos objetos tiene su moral o en todo caso su amoralidad. Pienso cada pequeño universo con sus tensiones y su reglas, pero tampoco es algo programado. Después de escribir, una es consciente de algunas cosas que se repiten. Ahí ves que hay algo. Me gusta soltar más que regular. La literatura que más me interesa está atravesada por estas cuestiones. Yo empecé leyendo dramaturgos que además eran narradores. En España lo primero que leí fue Beckett, Jean Genet, Fernando Arrabal, donde siempre esa tensión entre lo discursivo y un cuerpo determinado que hace carne una idea. Me parece que no hay otra manera de entender el mundo que no sea a partir del cuerpo; en general, cuando aparece en otras narrativas lo disfruto muchísimo. Si sólo es un territorio intelectual o discursivo no me basta.

Los cuentos son, de alguna manera, antirealistas. Los personajes y las escenas están situados en lugares enrarecidos, llevados al extremo…

Lo que pasa es que a los cuentos supuestamente realistas los siento muy poco reales. Son impostados, realismo en desuso, convenciones que tienden a representar. También me pasa con el teatro: odio el teatro que representa, me gusta interpretar, en todo caso traducir estados a la palabra. Las acciones cotidianas son las que tal vez no están. Lo cotidiano no me interesa, ya lo padecemos como para encima escribirlo. Los trámites, esos mundos de asuntos banales no me resultan atractivos ni para vivirlos y menos para darles un lugar en la escritura. Me he pasado esquivando convenciones, horarios, tareas, progreso, como habitante de este mundo. Por otro lado, me parecen trampas para olvidarse de cierto sentido trágico de la existencia y también cómico. Yo no puedo menos que sentir absurdo, ahí donde miro veo la falla. Es una escapada de lo solemne, de la bajada de línea, de cierto sentido grandilocuente. Cada vez más creo que uno escribe como piensa.

¿Es un proceso de escritura que comienza en la cabeza?

Escribir para mí es traducir. Por más que lo tengas en la cabeza, son las palabras las que van a conformar aquello, nunca es esa idea más abstracta: es cómo lo cuento. A veces es una imagen, pero en general mis textos nacen de una frase, una frase que se presenta sola y no siempre cuando la estoy buscando. Una frase que cae en la trampa de la cabeza. Hay algo de antena en la que sí creo. Una antena sensible que desde muy temprana edad existe. Pero tampoco es algo buscado. Hay cierta oscuridad en eso, en el sentido de que no termino de entender de dónde salen todas estas cosas.

Escribís novela, cuento, poesía, teatro, ¿te sentís más cómoda en un género o no pensás en esos términos?

La poesía no la puedo provocar. No estoy todo el tiempo con esa facilidad para sentarme y escribir un poema o ponerme a trabajar en ese sector. Puedo provocar mucho más fácilmente un cuento o un texto breve al que no llamo de ningún modo. Estoy pensando en los dos libros de poesía que escribí, sobre todo en Dolorosa, que apareció en el término de dos meses. Se terminó y no pude provocar ni una sola línea más, como si hubiera sido una especie de caudal que terminó de filtrarse y no quedó una gota. Carnívora fue más lento, fueron apareciendo esas formas que iban a parar a unos cuadernitos; en general les quito importancia. Es difícil provocar ese estado que se apodera de tu decir, pero es verdad que no respeto mucho las diferencias; de hecho, me ha pasado con varios cuentos de Cómo usar un cuchillo que se convirtieron en obras de teatro. En cada objeto pareciera que coinciden la poesía, la narrativa y el teatro. Son textos donde hay espacios y cuerpos en determinada situación, tomados por una garganta que no es suya. Es un escenario verbal. Creo que todos comparten esos territorios sin límites tan claros, pero yo sí sé cuando me siento a escribir cada cosa. Creo que hay un lenguaje o unas herramientas particulares para cada uno. Nunca he escrito una novela pensando que iba a ser un cuento o viceversa. Hay cierta necesidad de escribir tal cosa. Los textos tardan lo que tengan que tardar, pero no abandono los proyectos. Guille [N. de la E.: Guillermo Saccomano, con quien escribió Amor invertido y Los que vienen de la noche], por ejemplo, es capaz de abandonar, de romper los textos. Una vez quemó una novela conmigo adelante. Yo recogí las cenizas y las guardé en una caja. Quedaron como unos pétalos de su novela.

¿Cómo afrontás la escritura después de tener una obra? ¿Se puede decir que la experiencia se acumula o siempre se vuelve a empezar?

Es algo contradictorio, no se puede negar que una ya ha estado en ese terreno, eso también clausura algunas posibilidades. Tampoco me gusta la idea de cultivar un estilo, pero tampoco te sale irte de vos tanto. Intento no recrearme en mí, creo que uno es lector: los textos te llevan a otros espacios y otras ideas. El tiempo vivido también opera con sus vaivenes, sus pérdidas. Estoy muy atenta a lo exterior y a lo íntimo. Me parece que hay que vivir para escribir, no solamente leer. Hay que dejar que se permee la vida. Es hermoso sentir que una no sabe nada, esa especie de inauguración cada vez que te sentás. Siempre estoy atenta a la primera escena, una especie de inquietud por inaugurar y no saber si va a funcionar. Me interesa repetir ese permiso absoluto de cuando nadie te leía, eso que tenía cuando escribía en mi casa para mí, sin pensar que iba a ver un editor y menos un lector. Esa sensación de libertad absoluta donde el límite es tu cabeza. Yo no escribo ni para complacer ni para condescender ni para lograr determinado estatus de nada. Los autores y las autoras que me interesan en general son más parias que monumentos. Descreo del escritor profesional o del intelectual funcionario.

¿Qué autores te interesan actualmente?

Ahora descubrí la poesía de Margaret Atwood, me pareció súper poderosa. Estoy leyendo a Mark Fisher. Hay cierta nostalgia espectral que recorre varios relatos del libro, la hauntología: en “Las parlantes”, “Familia de vidrio”, “Retrato de Alfonso”. Me interesa siempre leer algo de ensayo. Tomo un autor y lo canibalizo. Ensayo y poesía estoy leyendo más que narrativa. Después me gustan Amy Hempel, Lydia Davis. Leí la novela de Gloria Peirano, La ruta de los hospitales, y me encantó. Es una gran escritora. En la lectura voy salteando sin plan, ahora quise volver a Saer, también porque el taller me obliga a buscar distintos mecanismos de construcción, de estilos, de voces. Me interesa cómo se narra lo que no viviste, el cruce entre lo imaginado, lo vivido y lo soñado. Con vivir no alcanza y con sufrir tampoco, me parece que tienen que estar esos enrosques de distintos materiales para que el texto crezca no solo en extensión sino en profundidad.

No sólo como escritora, sino como lectora, tu búsqueda parece tener que ver con salir de los preconceptos…

No sólo salir, bombardear si es posible. Es una fuga del sentido común. Creo que es contra lo que hay que trabajar. Eso es lo que le da vitalidad a la tarea de escribir. Repetir una serie de pautas no tiene ningún sentido.

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